viernes, 21 de junio de 2013

NADIE Por Jorge Dágata

Vivía en una casa que aunque pequeña debió ser agradable, tras un cerco vivo que separaba el jardín de la vereda y con un solo árbol alto y magnífico destacándose contra el cielo como un gigante de buen augurio.
El cerco enmarañado dificultaba el paso por la vereda y hacía mucho tiempo había ahogado al jardín. Del árbol, truncado un día con ferocidad, quedaba un tocón reseco del que aún emergían unas pocas ramas peladas, cada año más blanco al descascararse los últimos restos de corteza.
La casa se veía desastrada y hueca, rara vez iluminada, sin voces. Muy de tanto en tanto y más espaciada cada vez, recibía una visita, siempre breve.
Deambulaba desaliñado, casi en harapos, sin mirar ni saludar a nadie. Eludía a los conocidos, bordeaba los festejos, se descubría ante los cortejos fúnebres, caminaba mucho.
Envidiaba a los pájaros y odiaba a los perros. Algo hallaba en ese entregarse a la distancia sin frontera, a lo desconocido sin huellas, que le evocaba una ansiedad nunca satisfecha, una simpatía extraña por las posibilidades imaginarias, inalcanzables.  Una cicatriz en el muslo le recordaba un mal trance callejero y olvidados ya los detalles, esa dentellada había multiplicado la aversión a toda una especie, con el tiempo transformada en odio. Apedreaba a los perros con sólo verlos cruzar su vereda o asomarse a la senda que quería recorrer; los mantenía tan lejos como deseaba viajar con los pájaros, odio y amor, furia y ansiedad entrelazadas con momentos de su vida, borrados y revividos una y otra vez con un ladrido, un trino, un aletear o el olor repulsivo de las heces, tan similares a las humanas, que los perros dejaban con llamativa insistencia en las proximidades de su casa.
Si andaba entre los árboles y veía a un grupo de chicos, honda en mano, desarrollar la crueldad que alcanzaría plenitud más adelante en sus vidas, nada decía, nada hacía tampoco. Se  apartaba, invisible, sentado por ahí, hasta que la cacería terminaba o se alejaban los depredadores. Entonces recogía los muertos: un gorrión despanzurrado, una paloma decapitada. Se arrodillaba, abría un hoyo entre las hojas y la tierra suelta y echaba una última mirada deshecha al lugar, para alejarse luego cabizbajo. Si alguna de esas criaturas aún conservaba algo de vida, la apañaba en la gorra y le daba el lugar más confortable que encontrara entre sus cosas, para verla recuperada y entregarla otra vez a la libertad, o repetir la ceremonia lúgubre del entierro sin palabras.
Un día entre tantos, desde una cavidad formada por montículos de tierra y rocas, al borde del camino, le llegó un gemido débil y persistente. Quiso seguir pero al darle la espalda sintió un fuerte impulso, el de asomarse para descubrir de qué se trataba. Curiosidad o sensibilidad exaltada, sorpresa o vulnerabilidad de un solitario, el gemido lo arrastraba con la fuerza de su extrema debilidad, con la extraordinaria atracción de algo que expresaba su propia extinción y demandaba de él un momento. Trató, pero allá adelante se enfrentó al cielo brumoso y en el aire inmóvil percibió una ráfaga helada que desde muy adentro le repetía con insistencia no te vas a morir, no te vas a morir. Vio en el fondo del hoyo, a pocos metros, camuflado entre los pastos, un perro tembloroso, empequeñecido por su recogimiento fetal, con convulsiones que anunciaban un fin inminente. Pateó una piedra que rodó hasta el animalito herido y se mordió el labio inferior. Palpó con la lengua el dulzor de su propia sangre. Retomó el camino y a unos pocos pasos el gemido volvió a él, como un eco de los anteriores o el de otros en su memoria. Volvía a sentenciarle no te vas a morir, no te vas a morir. Lamía la sangre en el labio como el perro lamía penosamente, entre gemidos, su cadera. Bajó y trató de alzarlo, pero al mover el cuerpo un aullido de dolor lo obligó a desistir. Algún hueso astillado por un golpe debía clavarse en la carne y sólo pudo acomodar un poco la pata inerme sobre su campera. Regresó al rato con algo de alimento, unos calmantes que él mismo utilizaba a veces y una manta liviana y cálida con la que lo cubrió,  dejando libre sólo el hocico. Le dio a beber sosteniéndole la cabeza y acariciándosela sin darse cuenta. Ya no gemía y respiraba con regularidad. De afuera llegaban los sonidos de la noche, magnificados por la quietud del entorno. Murmullos, motores, voces diluidas, repentinos estallidos. Se recostó a su lado. En el aire que se enfriaba sus alientos se confundieron en un vapor blanqueado por la claridad de la luna menguante. Pensó en esa vida atrincherada contra la muerte invasora. Oyó el silencio completo del anochecer, creyó que era una tregua. Así llegó el amanecer y transcurrió otro día. Renovó sus atenciones una noche más y en los días siguientes. El animal comenzó a moverse y logró trepar al camino. Lo observó arrastrarse con dificultad. El perro volvió la cabeza,  invitándolo a seguirlo. Inmóvil, dejó que se alejara un poco más.  Dio media vuelta y apuró el paso, con un largo rodeo llegó a su casa, cerró todas las entradas y por varios días no salió. Desde entonces su vereda se mantuvo más limpia y no necesitaba ya apedrear a los perros, que se alejaban cuando lo veían venir.
Hacia fines de mayo colgaba del tocón reseco una bandera desteñida y deshilachada, la extendía con devoción y vigilaba que allí se mantuviera. Un día fijo de junio la arrancaba de un manotazo grosero, hacía un bollo y la abandonaba por otro año en el mismo rincón de donde la había rescatado.  Con el tiempo aquel trapo era un jirón de blanco grisáceo, sin bordes y cribado por el sol y las heladas; pero las dos ceremonias, solícita una y arrebatada la otra, se repetían separadas por la exacta cantidad de días que una vez había determinado y cumplía con puntualidad, al nacer del primero y en el crepúsculo del otro. El tronco vacío se recortaba el resto del año, rígido y estéril, contra el cielo cambiante y recurrente. Sólo en ese corto período parecía revivir con el movimiento del paño, vestido, como si un lugar insignificante de su mundo cobrara una momentánea importancia y se desvaneciera luego en su monótona realidad de esqueleto mutilado.
Una noche de sábado, tras revolverse durante horas en la cama, se levantó de un salto y aunque era pleno invierno se echó encima varios baldazos de agua, halló los utensilios para afeitarse y su ropa mejor compuesta y aparentando veinte años menos caminó las cuadras que lo separaban de una casona iluminada en las afueras de la ciudad. Sorteó los camiones y otros vehículos estacionados en las inmediaciones, entró por una pequeña puerta a un lugar donde las luces anaranjadas dejaban ver hombres deambulando sonámbulos, acodados a la barra o tanteando las paredes para mantener el equilibrio. Se sentó a una mesa en el rincón más apartado y pidió una cerveza. Una mujer casi adolescente se le acercó al rato, le acarició la espalda y le preguntó al oído si quería invitarla con una copa. La examinó con cuidado. No era delgada pero le gustó su expresión juvenil, de una desenvoltura inocente. Cuando iba a sentarse a su lado le preguntó el nombre.
-Soy Sandra fue la respuesta acompañada por un parpadeo cómplice.
Volvió a su cerveza y la ahuyentó con el mismo gesto que antes empleaba con los perros, que sólo la carencia de piedras le impidió completar.
La joven se alejó envuelta en una risa histérica que algunos de los concurrentes acompañaron, concentrando las miradas en ese raro bebedor de cerveza.
El hombre de la barra captó su aspecto huraño, llamó a la supuesta Sandra y se inclinó a escucharla unos instantes.  Luego fue hasta la mesa y mientras hurgaba en su campera con ademán aparatoso le dijo con un acento terminante que el lugar ya estaba reservado y debía retirarse.
Le respondió una mirada sin color, una demora que parecía aguardar a que la mano se decidiera a hacer lo que mandara la intención. El de la barra no la movió, pero le repitió su orden, esta vez con más énfasis y demandando con la otra mano el auxilio de los dos empleados que controlaban la entrada.
No cambió el gesto indiferente.
Al verlo rebuscar en los bolsillos el otro extrajo un arma de la campera y retrocedió unos pasos. Alrededor de la mesa se hizo un vacío expectante. La música suave del lugar sonó nítida.
Descargó sobre la mesa un fajo de billetes apretados que se abrieron en abanico y la cubrieron.
-¿Hay alguna que se llame Marina? preguntó estúpidamente, sin inmutarse por el que le apuntaba y el alboroto a su alrededor.
El de la barra guardó el arma con cierto alivio y recorrió con la mirada la mesa forrada de billetes en desorden. Miró a los que se iban acercando medrosos, buscando explicaciones, y atinó a preguntar:
-¿Marina?
-Marina. No me interesa cualquiera que no tenga ese nombre.
El otro hizo un cálculo rápido con los ojos, dio media vuelta y chasqueó los dedos. Una mujer madura avanzó decidida entre los curiosos y tras un cuchicheo acercó una silla y le dijo al oído, en la voz más cándida que supo lograr:
-Soy Marina y me acuerdo muy bien de vos.
Su mueca despectiva de incrédulo se fue ablandando al tasar las ojeras simuladas por el maquillaje, los labios dibujados con prolijidad, la cabellera oscura sujeta por detrás y una silueta atractiva.
Ya ella le rodeaba la cintura y al despachar la tercera cerveza jugueteó con la cabeza entre sus rodillas.
En la habitación poco iluminada se tiró en la cama. Marina se desnudaba con aires de pudor. Él mantenía los ojos cerrados y comenzó a morderse el labio inferior. Al sentirla tendida a su lado mantuvo firme el codo para que los cuerpos no se tocaran y la sorprendió con un rápido monólogo:
-Marina. Claro. Yo sí sabía. Te ibas a casar. El era aburrido. Te hartó. Lo dejaste. No era aburrido. No era así. No era el mismo. Desde que volvió no era el mismo. Lo querías. ¿Lo querías?
No lo interrumpió. Era la fantasía del cliente, una de tantas, convenía seguir el juego, la cubierta de la mesa valía eso y más.
Él se quedó pensativo.
-¿Lo querías? repitió-. No. Lo amabas. Estabas dispuesta a compartir tu vida con él, era divertido, era bueno, normal.
Apretó los dientes contra el labio. Brotaron las primeras gotas, que recogió con la lengua.
Marina miró hacia la puerta que por precaución no había cerrado con llave y se mantuvo silenciosa, sin apartar los ojos de esa boca de la que bajaba un hilo de sangre.
-Nunca lo viste desnudo. No hacía falta, si lo amabas. Así lo querían, les parecía valioso. Así se querían entonces. Esta será la primera vez, tu primera vez también.
No pudo evitar una sonrisa maliciosa, que se hubiese escuchado si la cara no estuviera tan apretada entre las manos. Pensó que era la elegida para representar a Marina precisamente por ser la más experta del lugar. Oficio de toda la vida que recordaba, con un antes breve, insignificante.
-Al principio trataste de ayudarlo, es cierto, lo querías, o lo amabas, como sea. Hiciste una fiesta para las dos familias, cuando volvió. Asado, tortas, música, qué suerte sano y en casa, decías, qué suerte, Marina, decían, sólo faltaba encontrar un departamento para alquilar y fijar una fecha, ¡ah!
Se interrumpió con un suspiro hondo y ella se alejó un poco más, al borde de la cama.
-¿Por qué él no decía nada, con el trabajo que se tomaron, el tuyo, el de las madres, y todos..?  Creyeron que no comprendía, ni siquiera escuchaba, no sentía las palmadas de afecto ni los elogios. Valiente, dijeron, valiente, ¡ah! Cuanto más hacían para alegrarlo era peor, si todos comprendían, si todos sabían bien que eso debían hacer, darle ánimo, ayudarlo a olvidar, ¡ah!
Los labios ensangrentados, la pera goteando ese rojo negruzco en la penumbra, la asustaron tanto que el cuerpo le temblaba, fuera de control. Se sostuvo los senos, inútilmente ofrecidos a un hombre que mantenía firme el codo entre los dos aunque ella ya no lo tocara, y con los ojos cerrados murmuraba:
-Te diste cuenta cuando pusieron esa canción, la que antes escuchaban juntos y bailaban, y él se fue al patio. No lo oíste sollozar, él no quería eso. No habían hecho nada mal, pero aún lo comprendían, había que darle tiempo, te necesitaba  más que antes, más que cuando te pensaba desde tan lejos y te escribía las cartas que no recibiste. Te necesitaba a vos, sobre todo a vos, con quien compartiría su vida, todo, claro que todo, lo bueno y lo malo. Cambió tu cara desde ese día, lo consolaste como se te ocurrió mejor, cada vez te costaba más, no sabías qué hacer, nadie lo sabía. Nadie. Nadie. Nadie, ¡ah!
Repetía ese nadie, nadie, cada vez más amargo y más empapado en la sangre que le caía por la camisa a las sábanas.
-Desapareció la primera vez y te encerraste a llorar, sentiste que algo se había derrumbado, por un tiempo lo buscaste, después ya no, ya no te importaba tanto un tipo así, por más que trataras de disimularlo.
Marina se había encogido en su rincón de la cama y estaba decidida a dejarlo solo en cuanto tuviera una oportunidad, pero el miedo le impedía decidirse.
-Después de esos tratamientos, las idas y venidas, como nada cambiaba con el tiempo, ese día que por fin pudiste hablarle le dijiste a lo mejor es preferible no vernos por un tiempo, comprendías que le hacías mal, porqué no probamos. Un tiempo, nada más que un tiempo para probar y después veremos qué hacer, lo mejor para los dos. El asintió, ya no hablaba, ya no te hablaba. Hasta hoy, Marina. Un tiempo que pasó. Así pasa y al  fin estamos juntos…
Comenzó a desnudarse, sin atender a la sangre que manchaba todo. Dejó caer la ropa al suelo y se volteó hacia su lado.
El primer asalto fue rápido y feroz. Tan torpe, tan ansioso, que Marina extendió los brazos y aflojó todo el cuerpo para que no la lastimara, mientras él jadeaba y le mordía el cuello, las orejas, los senos, veteándola de rojo oscuro. Sin pausa fue el segundo, más demorado en cada movimiento. Ella le ciñó los brazos sobre la espalda y acompañó las idas y venidas de los cuerpos, imitando lo que creyó le resultaría más placentero, ahora sin novedad,  es su loca fantasía se consolaba por dentro, sin dejar de sentirse burdamente usada como un objeto tibio, tan lejano como próximo parecía estar uno del otro, con asco por esa sangre que se mezclaba al sudor, maldita la suerte de esta noche con un chiflado, no es el primero, cierto, pero nunca habían llegado a ese extremo. Él suspiró muy hondo y Marina simuló un abrazo más intenso e intentó besarle la frente; él giró la cabeza y la aplastó contra la almohada, dio media vuelta y quedó tendido boca arriba, con los ojos cerrados, resoplando. Se oía palpitar su corazón. Le apartó la mano que quiso deslizarle por el pecho. Lo dejó para asearse en el baño, suponiéndolo dormido; gruñía o roncaba.
Volvió, se sentó en la cama para comenzar a vestirse y una presión vigorosa la obligó a recostarse. Bajo un mechón de cabellos escarchados vio los ojos, enrojecidos, centelleantes, clavados en su cara de susto con una fijeza que desconocía.
-Pagaré por otra hora le oyó decir-. Sólo por tu compañía.
Marina se incorporó sobre los codos y él la empujó contra la almohada.
-Ahí dijo en un tono neutro, que interpretó como una orden.
Así quedaron un largo rato, él sin moverse apenas y ella sin animarse a consultar el reloj; peinaba con los dedos el desorden en que había resultado la primera hora, lo oía balbucear algunas frases sin sentido, cortadas; hablaba inspirando el aire, hacia adentro para que no lo oyera. Sintió que le acariciaba un hombro y bajaba por los senos a las piernas. Era áspero y cálido, irradiaba energía, las caricias se convirtieron en un abrazo que la envolvió por completo. Le desordenó otra vez el pelo y quedaron los dos enredados en una lluvia nocturna, frotándose uno con el otro, sin una palabra separándolos.
-Nadie recomenzó él y la sintió temblar entre sus brazos-. Nadie repitió con una languidez que la entristeció-, nadie pudo amarte como yo, nadie, nunca, nadie, nadie…
La penetró demorándose en cada nadie, en cada nunca, suavemente, lento, los labios destrozados sobre los suyos, una mano en la espalda y otra en la cintura, atrayéndola con delicadeza.
Saboreó el dulzor de su sangre, la sal del sudor, ese extraño beso, el primero así, tan suyo, el primero que conocía en toda esa gran parte de su vida que ahora parecía borrada, el único beso con ese dulzor salado, como si a un tiempo pudiera absorberlo por todos sus orificios, poseerlo plenamente, no es mal macho, pensó, no es mal hombre, sintió, se dejaba llevar por algo tan distinto, fuera de la rutina, de la hartura de esa parte de su vida que dejaba súbitamente de existir, de otra anterior que revivía muy adentro; de esa olvidada belleza del descubrimiento que nunca creyó pudiera existir para ella, que nadie se había molestado por hacerle sentir, nunca, nadie, se repitió sin sonreír, nadie, nadie… Y no le importó darse cuenta de que estaba llorando.
Pasaron así buena parte de esa segunda hora, apenas alejados y aproximados de inmediato por el impulso de una sola voluntad, sintiendo ella cómo la virilidad se dilataba en ternura, sintiendo él cómo el objeto tibio se completaba en mujer, envuelto cada uno en el calor de los dos, resbalando en la sangre y el sudor, sujetos por las lágrimas sin dueños.
Mucho después, Marina recordaba que la despidió diciéndole el amor es mal pagador y no lo entendió. Lo oía repetir que para ella sería la primera vez y ya no pudo saber si era verdad. Se dejaba envolver en la evocación de ese hombre que había descargado una fortuna sobre la mesa y otra mejor en la cama. Con esa imagen se dejaba llevar muchas noches, buscando otra vez poseer plenamente y ser poseída de la misma manera, diciéndose con asombro que en ningún otro lugar quería estar sino ahí, junto al ensangrentado, junto a aquel que no volvió, ahí donde nadie, nadie, nadie…
Muchas veces después fue abril y junio, con el tocón desvestido que erguía su silueta reseca contra el frío blanco de las noches. Flameaba sólo la niebla en un silencio que violaba algún ladrido oculto, lejos.

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