miércoles, 19 de junio de 2013

Contrapunto Por Ezequiel Feito

Cubre la costa
un denso velo;
campanas tocan
redoble a muerto,
mientras el barco
va a la deriva
allá, muy lejos.

- ¡Miren, amigos, aquí está
el barco hundido,
soñando
que navega todavía!
No hay tesoros en él. ¡Tiempo perdido
es buscar esclavos, ámbar, mirra…!

El mar sepulta
todos los vientos;
borra la playa
todo sendero,
mientras el barco
va a la deriva
allá, muy lejos.

- ¡Déjenme tranquilo! ¡Bajo un fértil cielo de gaviotas
el mar me llama,
mientras mis maderas se pudren y se olvidan
y mi sangre la arena desparrama!

Cuenta la tierra
un cuento viejo;
guerras y pestes,
hambre e infierno,
mientras el barco
va a la deriva
conmigo adentro.

Efemérides Deportivas - Syder Guiscardo Por Enrique Spinelli

Hace 50 años, el balcarceño Syder Guiscardo, quien supo ser orgulloso bañero del “Sportivo” Balcarce, ganó la competencia internacional de mar abierto Mar del PlataMiramar. Cuentan los que cuentan, que Syder inició la competencia tomando la punta con un ritmo arrollador. Tras él venían un polaco, un inglés, dos estadounidenses, dos canadienses, un tailandés y tres toninas. Estos experimentados nadadores comentaban entre sí: este loquito no llega ni a Chapadmalal !!! ...y se equivocaron. Mientras ellos seguían nadando shiss... shiss… shiss… , Guiscardo se alejaba CHAF CHAF CHAF. Cuando el gaucho Syder se acercaba a Miramar, tenía una ventaja de 35 Km sobre su competidor más próximo. Las toninas lo aguantaron sólo hasta mitad de carrera.

A las 10:15 de este glorioso día, el marplatense se acerca triunfante a las costas de Miramar donde una multitud lo espera. Su ritmo sigue siendo el mismo del inicio y sigue y sigue y sigue hacia Necochea, donde los organizadores logran capturarlo para subirlo al podio.

Algunas mentes perspicaces pertenecientes a almas avaras, introdujeron la posibilidad de doping, pero exhaustivos análisis realizados por el Farmacéutico Ulises Garsú, confirmaron la inexistencia de sustancias prohibidas en la orina del nadador. Posteriormente, este mismo científico demostró que el increíble desempeño del Guiscardo se debió a las propiedades vigorizantes* del agua de la ciudad de Balcarce. ¡¡¡No se olviden de Guiscardo!!!

*Este tema será expuesto en la próxima entrega por puño y letra del mismísimo Ulises Garsú.

CAMINANDO por Jorge A. Dágata

Creo que es esta calle. Aunque no sé, tanto tiempo.
Tal vez unas más allá, o acabo de pasarla. Ha cambiado mucho este lugar, sólo las formas de algunos árboles resisten.
No estará; no, qué torpeza.
Y toda esta gente, ¿de dónde ha salido? No era así el vecindario, ya nadie me reconoce. Es un alivio. Puedo seguir, volver, sacar fotografías sin llamar la atención.
He viajado mucho sin cambiar de ciudad; tanto se ha transformado ante mis ojos la línea de edificación; esas esquinas subieron opresivas, los baldíos son huecos en mi memoria, esa panadería ¿es la misma?
¿Dónde estará la casa despintada y la multitud que miraba desde el zaguán?
Ah, es sentir un poco de nostalgia, qué tontería. Poco significaba para mí ni para nadie un artesano excéntrico como él, dedicado día tras día, con obsesión inútil, a moldear máscaras entre sus dedos, a poblar de muecas tan diversas cada rincón de su mundo. Y del nuestro, de los que nos asomábamos a curiosear con la impertinencia de quien busca quebrar la monotonía de un pueblo que ya no existe.
No; dejar espacio para la nostalgia sería traicionar ese tiempo, reemplazándolo por este otro imaginado, éste que nunca fue tal como pretende invadirme.
Es otra cosa. El zaguán no era más que el ingreso a un laberinto. Las máscaras modeladas con paciencia de orate colgaban de las paredes y el techo, oscilaban con el aire de la calle, se iluminaban, se ensombrecían al deslizarse por el día y las estaciones. Creí que envejecían; ahora sé que era yo quien cambiaba para alterarlas.
¿Por qué sonríe aquella de la frente grave como la de un juez? ¿Sólo porque me concentro en ella, sin otra razón  que ese atractivo del contraste en la expresión, forzada la cabeza como si avanzara hacia mí para investigarme, los ojos ya con un destello de complicidad, la boca soltando un aire de joven despreocupación que no sé si es alegría o burla?
¿Cómo esa otra que me obliga a mirar tan alto ha extraviado su atención más arriba aún? ¿Busca en el límite de su cielorraso la respuesta a un enigma, o huye de mi propia curiosidad inquisidora, negándose a revelarme su misterio?
El laberinto continuaba. Por la cocina y el baño, por la alcoba, por el jardín de atrás, siempre cubierto cada sitio con una mueca. Muchos niños, todos apuntando a la mesa del comedor, unos mordiéndose los labios, otros mostrando las encías despobladas, ninguno peinado, pocos felices. Una sola mujer, multiplicada, suavemente construida con esa pasta, su invento indescifrable, que a la vez daba forma y color. Y vida.
Debe ser otra calle. No otro espacio; otro tiempo. Aunque no sé, tantas recorridas.
Tal vez un poco más cerca de este momento, o más atrás,  corrompida por los recuerdos.
Qué preocupada va esta gente, cuánto apuro, cuánta indiferencia, qué rápido se alejan del hombre aquel que construía caras porque sí, del que una vez creí que meramente las copiaba de la realidad, acodado a su ventana, mirando pasar. Un copista de la calle, capaz de trasladar a los dedos insistentes pedazos de mundos ajenos que transcurrían.
Un copista, qué incomprensión. Qué necesidad de afirmarse en uno mismo reduciendo al otro al cerco pobre de la propia limitación.
¿Por qué esa mujer, la misma que tantas veces él modeló, lloraba en un rincón de su cuarto a la hora exacta del crepúsculo y uno podía ver las gotas claras de sus lágrimas oscureciendo las sábanas? ¿Cómo es que más allá parecía canturrear la melodía de moda con los ojos pintados de frutas y el vapor de las ollas y el desvío casi imperceptible de la mirada hacia el zaguán?
¿Cuándo fue que ese otro rostro arañado en un descuido, con el labio inferior colgando como todo él suspendido del reloj, dejó flotando en el aire del patio su última pregunta, después de refugiarse de la huida rápida del último rayo de sol del otoño?
¿Y dónde están los niños, aquellos que como todos los demás no eran réplicas de los que el hombre veía pasar acodado en su ventana, que existían por sí mismos, por obra de sus dedos, por extensión desde su alma al extremo de sus dedos en la pasta indescifrable que a la vez daba energía, alerta expectante, hambre de crecimiento, preocupación derramada sobre la mesa todavía vacía?
No es otra calle; no es una calle siquiera. Voy por un pasadizo, retrocedo, saco fotografías; menos mal que nadie atiende a lo que hago. Me parece reconocer alguna de las máscaras que acabo de cruzar; todo no puede cambiar del todo, o quiero conformarme asiéndome a un recuerdo. Pero creo que es la misma que vi antes, modelada entre tanto por unas uñas descuidadas; cuelga de un cuerpo que busca apresurarse como los otros, para no quedar atrás en el trajín incomprensible de este zaguán agitado por el aire entre las formas de unos árboles que resisten.
Creo que era esta calle. Aunque no sé, tanto tiempo.

LEOPOLDO DI LEO

Leopoldo Di Leo nació en Messina, Italia en 1926 y falleció el 22 de junio de 2002 en Argentina. Trabajó como traductor en varias editoriales, entre ellas, el Centro Editor de América Latina, donde tradujo y prologó el célebre “Novellino”, obras de Leopardi, Salgari, Goldoni, Alfieri, Pirandello, Moravia, etc., publicando además su libro El Patachó (1971). En Ediciones Librería Fausto tradujo y prologó obras como Tres obreros, de Carlo Bernardi  (trad.); Todos los poemas, de Quasimodo Salvatore. (trad.) y otras más. En 1971, sus cuentos ganaron el premio Fondo Nacional de las Artes.
Lo conocí en 1993 cuando era profesor de Cultura I y II en el CONSUDEC y ya por los años 96-97, cuando vivía en Capital Federal con su esposa María Elisa en un departamento de la calle Pavón, concurría a su casa como amigo para compartir muchas charlas que aún conservo en mi memoria. Fue un intelectual lúcido, leal a sus convicciones y reaccionario ante el corrupto sistema de aquel entonces. Aunque fue jurado en concursos literarios con escritores de la talla de Jorge L. Borges, nunca adhirió a ningún círculo para conservar lo que él llamaba “la independencia intelectual del sistema”.
Con el tiempo, y descreído de las editoriales, comenzó a imprimir sus propios libros, escribiéndolos y editándolos en su computadora que, bajo su propio sello editorial, “El Buen Ocio”, sumaron más de 50 volúmenes. En esta colección abordó casi todos los géneros, destacándose “Los Motetes”  poesía computadorizada para los ojos- Hablemos en serio de mí; Cristales; Los higos; Los patos; Dique norte; El suplicio de la palabra; Trilogía de Bitinia y muchos más de su autoría, además de traducciones de autores italianos: El Alba de la poesía Italiana  Antología. De los orígenes a Petrarca-; Con perfume a mujer y tufo de verdad  Selección de cuentos italianos-; Cantos, de Leopardi; Cuentos del Decamerón, de Bocaccio; La hija de Yorio, de D' Annunzio; Roma sin Papa, de Morselli, etc. 
Al leer sus obras  las pocas que quedan en librerías o que haya vendido o regalado en forma particular- y compararlas con las de autores que aún giran en este bien llamado círculo literario, se comprende que la popularidad de los mismos se debe más a la obsecuencia a determinadas formas de “protocolo” entre escribientes que a un verdadero valor literario. 


Ezequiel Feito

POESIAS

Agua de acequia

Brilla al amanecer
el agua límpida
en el matinal;
pero en la angosta acequia
pálido está el sol:
el agua limpia los paños
y vuelve al olvido
del mar.

Noche

Esta noche el cielo es magnífico
el flujo de mieses
me recuerda mi mar lejano,
las estrellas parecen joyas,
engarzadas en el cielo
la luz de la luna
me emborracha de melancolía.

Hojas muertas

Basta el suave empujón
de un gorrión
para entregaros al viento,
hojas muertas.

Y en el torbellino en las ramas
secas,
doquiera os lleváis
la pena del otoño que declina
y vuestra pena es también la mía,
oh, hojas.

Hechizo

El hechizo que el árbol suscita
en la profundidad del corazón
es como una armonía que se despierta
en el aire, vibra y dulcemente muere.

A la memoria llegan los recuerdos
cual marejada en súbita tempestad
que se transforma en griterío de vida
y deja una alegría que no se olvida.

Sin título

Aún queda en los nudos
del plátano abatido
alguna hoja seca,
pero por poco;
luego vendrá una racha
de gredal
a limpiar las ramas
y en el futuro
quedará de una gárrula aventura

nuestro vano tiovivo de palabras..

El Ruiseñor (Anónimo del siglo XIII)
(Traducción: Leopoldo Di leo)

Fuera de su bella jaula huye el ruiseñor.

Llora el chiquillo  porque más no encuentra
a su pajarillo  en la jaula nueva,
y con dolor dice - ¿Quién le abrió la puerta?
y con dolor dice - ¿Quién le abrió la puerta?

Por un bosquecillo  echó a caminar,
oyó al pajarillo  tan dulce cantar:
“Oh mi ruiseñor  torna a mi jardín,
oh mi ruiseñor  torna a mi jardín”.


Francisco Petrarca (1304  1374)
(Traducción: Leopoldo Di leo)

Vosotros que escucháis el lamento
y los suspiros de mi corazón
que, en mi primer y juvenil error
-cuando era otro-, fueron su alimento;

de mi llanto y de mi razonamiento,
entre esperanzas vanas y dolor,
en quien tenga experiencia del amor
espero hallar perdón y sentimiento.

Sé bien ahora que por muchos años
fui la comidilla de la gente
y de ello conmigo me avergüenzo.

Ese error fue la fuente de mis daños,
de mi penar y entender claramente
que lo que gusta aquí es breve sueño.



Fragmentos del Novellino (Anónimo, compuesto entre los años 1281 y 1300)
(Traducción: Leopoldo Di leo)

XIV
Un rey tuvo un hijo. Los sabios astrólogos pronosticaron que, si no permanecía 10 años sin ver el sol, perdería la vista.
Entonces lo hizo criar encerrado en tenebrosas cavernas. Después del tiempo mencionado lo hizo sacar afuera y púsole delante muchas hermosas joyas y doncellas, nombrando a cada cosa con su verdadero nombre y diciéndole que las doncellas eran demonios. Luego le preguntó qué cosa le parecía la más bella. Contestó: “los demonios”. Entonces el rey muy asombrado dijo: “¡Qué fuerza tienen el poder y la belleza de una mujer!”.

XLII

Guillermo de Berguendan , noble cabalero de Provenza, en el tiempo del conde Raimundo Berlinguer, un día, después que algunos caballeros se vanagloriaron, se jactó de haber derribado de la montura a todos los hidalgos de Provenza y de haber dormido con sus esposas. Lo dijo delante del conde. Y el conde preguntó: “¿También me incluyes a mí?” Guillermo le contestó: “Os lo voy a decir, señor”. Hizo traer su caballo con la montura puesta y bien cinchada, puso el pie en el estribo y, así preparado, respondió al conde: “También a vos, señor; no quito ni añado palabra a lo dicho”. Subió al caballo, lo espoleó y se fue. El conde se enfadó mucho. Aquél no volvió a la corte. Un día un grupo de mujeres se reunió en un banquete. Estaba también la condesa. Invitaron a Guillermo y éste fue; entonces le dijeron: “Ahora Guillermo nos dirás por qué vituperaste a las mujeres de Provenza. ¡Vas a pagarlo caro!” Cada una llevaba un garrote debajo de la pollera. La que habló primero añadió: “Date cuenta, Guillermo, que por tu locura mereces morir”. Guillermo, ya seguro de haber caído en una celada, les dijo: “Os pido por amor una gracia solamente”. Las mujeres contestaron: “Mientras no pidas la vida, te la concederemos”. Entonces Guillermo les dijo: “Os ruego, por amor, que la más puta de todas vosotras me dé el primer garrotazo”. Las mujeres se miraron la una a la otra, pero ninguna quiso darle el primer garrotazo y él salvó la vida.


Hablemos en serio de mí (Fragmento)

-¡Se habla tanto de mí! Tal vez demasiado. Y sin embargo empiezo a creer que cada vez se dice menos de mí y que se dice mal. Ha llegado el momento de acabar con las calumnias y restablecer la verdad, aunque duela. Hoy quiero hablarles en serio de mí.
Si ven en la calle un cartel que dice: Cruce para peatones, está hablando de mí, porque yo no tengo coche.
Si leen en los diarios el anuncio de una función de gala, está hablando de mí, porque no tengo smoking.
Si un político se dirige a los electores está hablando de mí, porque nunca he sido elegido.
Si un dirigente gremial arenga a los trabajadores, está hablando de mí, porque yo laburo.
Inclusive si un filósofo escribe para la humanidad, está hablando de mí, porque él dispone de ocio para meditar; en cambio a mí ni siquiera me dejan tiempo para bostezar.
Yo soy el peatón, el hombre sin smoking, el contribuyente, el elector, el trabajador, el consumidor, el televidente. Si me enfermo, entonces soy el “paciente”. ¿Acaso he sido otra cosa durante toda mi vida?
Soy tantas cosas al mismo tiempo que, en verdad, ya no sé quién soy. Me siento igual a una gota de agua en el mar, que no puede decir soy ésta o la de más allá….

Algunos pensamientos...

- Información no es igual a cultura; cultura no es igual a sabiduría; Tampoco existe una cultura de la ignorancia.
- La verdadera riqueza era el conjunto de los bienes producidos por los brazos y la mente; hoy la constituyen papeles impresos (las acciones bursátiles y el papel moneda) y el ministro de economía se ha vuelto un vulgar financista que junta esos papeles, sin importarle si llevan el rostro de una reina y de un rey, para que procreen.
- Nosotros cambiamos primero la fantasía por lo fantástico, luego esto por lo estrafalario y por último lo estrafalario por los medios mecánicos. La observación atenta y correcta junto con la verdadera fantasía producen resultados asombrosos.

“Cortesía y fidelidad son las más altas virtudes del caballero, también en el amor. El amor no es pecado, porque requiere aquellas dos virtudes y es casto, manso y generoso. Todos los poetas provenzales repiten infaliblemente estos motivos; la virtud de los diversos poetas no consistía en crear motivos originales, sino en encontrar maneras originales de expresarlos, y ésta era la tarea del arte.” Del libro: “El Alba de la poesía Italiana”

CONTATE UN CUENTO V - GANADOR CATEGORÍA B - Manuela Zurita

CHARO
Alumna de 4º año de Colegio Santa Rosa de Lima


“A veces podemos pasarnos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.”
Oscar Wilde

Siento que ya estoy de regalo en esta vida. Eso es lo que siento. Tantos momentos, tantas sensaciones, tantos sentimientos, tantos amigos queridos y otros no tan queridos pero, en fin, amigos para nada. Tanto para encontrarme ahora acá, en este lugar que no le recomiendo a nadie, en donde lo único que puedo ver son paredes blancas. Según mis familiares es donde mejor estoy. No lo siento así. Siento que donde mejor estaría es en mi casa, con mis nietos y mis perros disfrutando del simple silencio.
Una vez, un amigo de la infancia me dijo: “cuando te quede poco tiempo, Charo, lo único que querrás es estar tranquila en tu casa, disfrutando de los pequeños grandes placeres de la vida”. En su momento no le presté mucha atención, lo vi como una frase pasajera, una más entre esas tantas que la gente va repitiendo constantemente en la calle, pero por algún motivo, vaya a saber uno cuál, la recordé. Y ahora es precisamente lo que siento y no se lo puedo decir a nadie. No es que no se lo puedo decir a nadie porque no me animo o porque tengo miedo de lo que puedan llegar a decir o pensar. Nada de eso. Llega un punto de la vida en donde, sinceramente, las opiniones de los demás no importan. Es realmente una lástima que uno se dé cuenta tan tarde de eso, en un momento y lugar en donde no podés corregir nada de tu pasado y donde sinceramente es poco lo que queda a futuro.
Mi vida no fue apasionada, no hice grandes viajes, tampoco fui una persona importante. Tuve una vida  “normal”, sin grandes ambiciones, pero con muchos amigos y un gran sueño que hasta el día de hoy conservo. Ese sueño es, simplemente, brindarle a mis hijas una buena vida: comida sana, un hogar limpio en donde vivir y en donde el sentimiento más profundo sea el amor. Mi sueño me hizo pasar los mejores momentos de mi vida, así como también los peores.
Se me vino a la cabeza mi juventud, yo ya era mamá de Clara, creo que vale aclarar que la tuve de muy joven. Era muy chica todavía y no sabía bien lo que hacia, pero en ese momento me sentí completa, sentí que en ese hombre había encontrado a alguien en el cual me podía refugiar para toda la vida. Nuestro amor continuó dos años más, en los cuales tuvimos a Amanda, mi segunda hija. Llevábamos una vida común. Pero un día, él, el amor de mi vida, el hombre que me completaba me dijo “perdón Charito, no es fácil para mi decirte esto y creo que tampoco lo va a ser para vos,  pero siento que lo nuestro terminó”.Recuerdo ese día como si fuera hoy, tengo intactas esas palabras en mi cabeza. En ese momento sentí que se me desmoronaba mi mundo, que se me derrumbaba la vida. Sí, así de profundo era el amor que yo sentía por ese hombre. Tuve que dejar mi trabajo, caí en una gran depresión. Fue en el único momento de mi vida que dejé de lado mi sueño, ese tan sencillo pero tan preciado sueño para mí.
Al poco tiempo conocí a otro hombre, Pedro, al que ya no supe valorar tanto como a ese primero, sin embargo yo sentía que su amor hacia mi era grande. No solo hacia mí, sino también hacia mis hijas. Eso lo hacía más preciado aún. Se ganó un lugar de “padre” en nuestra pequeña y un poco rota familia. Gracias a él volvimos a estar todos unidos y todo volvió a ser casi como lo era antes. Con él aprendí que uno no se tiene que aferrar al pasado y menos a determinadas personas, que todo está en constante cambio. Fue la lección más importante de mi vida.
Mis hijas me acompañaron toda mi vida y, a pesar de pequeñas discusiones, siempre se mantuvieron unidas. Me dieron lo mejor que tengo en esta vida, a mis nietos. Sinceramente, lo peor de estar en este lugar es no poder ver a mis nietos; ellos son la luz de mis ojos.
Muchas veces pensé en rendirme. ¿Vale realmente la pena encontrarme acá, con gente enferma a mi alrededor, sin poder decir ni una palabra, sin poder expresar lo que siento? En mi cabeza, la respuesta a esa pregunta fue varias veces “no”, pero unas pocas fue “si”. En ese “sí” se encontraban mis nietos, ese “si” eran mis nietos.
Se me dificulta la respiración, me hace mal ver a mis familiares llorando y teniendo que dejar sus responsabilidades por mí. Muchas veces me hago la dormida, finjo no escuchar. Hace varios días que no veo a mi marido, siento que le pasó algo y no me lo quieren decir. ¿Pensarán que en este momento de mi vida, en el que estoy al borde de la muerte, algo me va a afectar?
De pronto escucho ruidos, mucha gente corre a mi alrededor, me llevan rápido a un lugar, mis hijas lloran. Siento que esto se está terminando. No escucho nada ni a nadie. Solo veo una inmensa luz, una luz sin cuándo ni dónde, pero tan blanca que me llena.
Veo a alguien. ¿Pedro, sos vos? ¿Qué haces acá? Vamos a pasear un rato; hay varias cosas que siento por vos y que me gustaría decirte. Ya no siento que en esta vida estoy de regalo, siento algo nuevo, siento que esta otra vida es un regalo.

CONTATE UN CUENTO V - GANADOR CATEGORÍA A - María Josefina Velázquez

Un ángel en el camino de la felicidad
Alumna de 2º año de  la Escuela Agraria Nº 1 de Lobería

        Yo era un pibe, que ya no tenía remedio, estaba perdido en un mundo de adicciones. Mi viejo era drogadicto y alcohólico, no tenía trabajo, entonces no le quedaba más opción que salir a robar. Mi vieja tampoco tenía trabajo, lo único que hacía era cuidarnos a mis siete hermanos y a mí, tenía ocho pero el Santi pobre capotó por la droga, ella también pedía monedas a la gente, para que podamos comer.
Empecé a fumar a los nueve años, imagínate como iba a tener  los pulmones a los quince. La primera vez que fumé fue porque todos mis amigos lo hacían y yo quedaba como un tonto, entonces lo probé y después no lo pude dejar, ¡me hice adicto!
Al tiempo quise probar otra cosa y elegí la marihuana y la cocaína. No me fue nada bien, ya que al pasar unos meses, estuve una semana internado, yo sabía que esto me podría provocar serios daños, pero ¡qué importaba si me moría! Total, yo, no le importaba a nadie, a mi vieja le iba a dar lo mismo tener un hijo menos, si le sobraban.
Un día me di cuenta que sí les importaba a mis viejos. Mi vieja me descubrió fumando y le dijo a mi viejo. Me acuerdo que ese día no me podía mover de la golpiza que él me dio. Él no quería que sus hijos siguieran su ejemplo. A mí no me importó, yo seguí con lo mío, aparte aunque quisiera ya era adicto.
El cuatro de julio, pleno invierno, muerto de hambre, congelado de frío, salí a robar para poder comprarme algo para comer y algo de droga. Primero intenté robarle a un viejo que parecía de plata pero no pude. Le quería sacar la billetera del bolsillo de la campera, cuando estaba metiéndole la mano ¡me enganchó! Salí corriendo, no me daban las patas, por suerte me escapé. Después intenté robarle a una vieja, tampoco pude. Le había sacado la cartera, y cuando me di vuelta para salir corriendo, me choqué con una chica hermosa, con pelo castaño y ojos azules, vestida de blanco. En ese momento no sé lo que me pasó. Estaba hipnotizado, lo único que me importaba era ayudarla, le devolví la cartera a la vieja pidiéndole disculpas por lo que había pasado y ayudé a levantarse del suelo a la joven. Cuando ella ya estaba de pie, me dijo:
_   No debes robar,  si necesitas plata  trabajá o  pedí monedas a la gente. ¿ Cómo te llamas?
          _ Ruperto, pero  todos me conocen  como “El Zapa” por zaparrastroso.¿Y usted cómo se llama?
          _  Angélica.  me respondió- Pero lo más importante es que mañana pasaré por tu casa, Juntos conseguiremos un trabajo.  Sin más palabras me saludó y se fue.
Cuando llegué a mi casa me pregunté a mí mismo cómo iba a hacer Angélica para venir a mi casa si yo no le había dicho dónde quedaba, y me dije a mi mismo que todo debía ser una mentira de ella, que mejor ni me preocupaba. Sin embargo al otro día ahí estaba Angélica , en mi casa, otra vez vestida de blanco. Intrigado averigüé cómo había hecho para saber dónde vivía, sin embargo se hizo la que no había escuchado lo que había preguntado, yo suponía que le había preguntado a alguien así que no la molesté más y no le di más importancia al asunto.
Salimos de mi casa, caminamos hasta el centro y mágicamente en un restaurante apareció un cartel que decía: -SE BUSCA EMPLEADO PARA TRABAJAR DE MOZO. EDAD ENTRE 15 Y 30 AÑOS- Ella me preguntó si estaba dispuesto a trabajar como mozo, le contesté que no me iban a aceptar, sin embargo lo único que me dijo ella es que tuviera fe.
Entramos al restaurante y le dijimos que veníamos por el trabajo del anuncio en la puerta del negocio, nos preguntó cuál de los dos iba a trabajar, le respondí que yo, me miró de arriba abajo y de abajo arriba, me dijo que estaba bien, pero que primero me tendría a prueba una semana.
Al día siguiente me desperté a las diez de la mañana para ir a trabajar, llegué al restaurante, me dieron un delantal y como a las 11:30 hs. del mediodía empezó a llegar gente, a la hora se llenó todo el salón. Ese día me fue re bien y  al día siguiente también.
El tercer día como estaba acostumbrado a levantarme a las doce, me dormí. Angélica vino a mi casa a despertarme, miré la hora y le dije que ya era tarde para ir, ella me contestó algo muy importante que nunca me voy a olvidar,” nunca es tarde”. Llegué al restaurante acompañado de ella y le dije lo que me había pasó al encargado,  él me entendió correctamente y me pidió que tratase de que no sucediera más.
Pasó la semana de prueba y todo bien. Quedé fijo en mi trabajo.
Pasaron meses y yo estaba tan chocho por mi trabajo que me olvidé de las drogas y de los cigarrillos. Ahora podía ayudar a mi familia. Mi vieja  consiguió un empleo y  mi viejo también. A él , además, lo llevamos a Alcohólicos Anónimos, y gracias a Dios se curó.
A Angélica la seguí viendo hasta que un día me dijo que había terminado su misión,  debía partir. “Gracias al poder de la fe, el amor y la esperanza, has salido adelante con tus problemas”, me dijo  y en ese momento me di cuenta que ella era un ángel.”Ahora debes jurarme que nunca más volverás a las drogas”
           Pronto partió, a su paso  se abría un camino hacia el horizonte lleno de flores y animales, ese era EL CAMINO DE LA FELICIDAD.
Terminé la escuela con notas perfectas y decidí estudiar trabajador social, para poder ayudar a gente adicta como algún día lo fui yo.

“El papel del policía de hoy” - por el Doctor Georges L. Kirkham

Profesor adjunto de la Escuela de Criminología de la Universidad del Estado de Florida, EEUU.  Este artículo (que hemos abreviado), apareció en el FBI Law Enforcement Bulletin y en la revista “Mundo Policial” Nº 54 año 18.

Desde hace varios años, primero como estudiante y después como profesor de criminología, me obsesionaba el hecho de que la mayor parte de los que escribimos libros y artículos sobre la policía no han sido nunca policías ellos mismos. Me sentía cada vez más incómodo ante muchos de mis alumnos, que eran antiguos policías. En mis clases, en las que ostentaba frecuentemente un sentido crítico muy desarrollado frente a la policía, ocurría a menudo que ellos me replicaban que me era imposible comprender lo que un Policía está obligado a soportar en la sociedad moderna si yo mismo no había ejercido esa profesión.
Sintiendo que me faltaba algo y convencido de que el saber tiene un lado práctico tanto corno teórico, decidí recoger el desafío: me haría policía para determinar una vez por todas la exactitud de lo que los otros criminalistas y yo decíamos desde hacía tanto tiempo sobre la policía.
Con treinta y un años, una familia y un porvenir abierto de criminólogo, yo era seguramente la última persona de la que podría esperarse que entraría en la policía. Se me hizo comprender que la idea en si misma era escandalosa y absurda. Afortunadamente, varios de mis alumnos, que habían sido policías o lo eran aún en esa época, mostraron mas optimismo y entusiasmo. Según ellos, los jefes de la policía y los policías mismos se alegrarían de la ocasión que se les ofrecía de mostrar a los universitarios los problemas inherentes a su profesión. Si uno de nosotros quería realmente ver y sentir lo que es el mundo del policía cuando se está dentro del uniforme, y no desde lo alto de esta fortaleza segura y confortable que es una cátedra o un aula de la Universidad, los policías mismos harían todo lo que estuviera de su parte para que ese el proyecto se realizara. Les precisé, desde el comienzo, que no pretendía ser un observador ni un oficial de reserva, sino un agente ordinario y a tiempo completo de su servicio durante un período de 4 a 6 meses. Declaré, además, que esperaba trabajar, durante la mayor parte de ese tiempo, como policía en uniforme, en uno de los equipos que patrullan en las calles céntricas y se enfrentan sobre todo con la violencia, la pobreza, la inestabilidad social y una fuerte criminalidad. Se declararon de acuerdo, quedando entendido que yo tendría que cumplir primeramente las mismas condiciones que los demás candidatos. Tendría, por ejemplo que someterme a una encuesta detallada y a un examen de aptitud física y tener el mismo nivel mínimo de instrucción que todos los demás funcionarios de Florida. Aparte de mi situación insólita de “policía profesor”, yo sería en todo igual a los demás policías, desde el revólver reglamentario Smith and Wesson, calibre 38 que llevaría conmigo, hasta el uniforme y la insignia.
Durante cuatro meses, cuatro horas al día y cinco tardes por semana, seguí las clases de la escuela de policía con treinta y cinco condiscípulos más jóvenes que yo. Mi calvicie de intelectual me hacía enseguida destacar en medio de aquellos jóvenes que se destinaban a la carrera de funcionarios de la policía. Al principio me llamaban “el Profesor”, pero después de mis joviales protestas me apodaron “Doc.”
Después de lo que parecía su una eternidad, obtuve, finalmente, mi diploma de la escueta de policía y viví lo Que debía ser la experiencia más difícil, pero también la más fecunda de mi vida: fui policía.
Nunca olvidaré ese primer día ante la puerta del puesto de policía. Me encontraba incómodo, y tenia la impresión de que todo el mundo me miraba, con mi flamante uniforme azul y todo aquel cuero que crujía. Si durante mi” aprendizaje escolar había adquirido la convicción de que era capaz de desempeñar mi papel, ahora había perdido toda confianza en mi mismo, y permanecí bajo la lluvia mirando las otras siluetas vestidas de azul que entraban a paso rápido. Al cabo de algunos minutos hice de tripas corazón y penetre en el puesto de policía comenzando así mi nueva carrera de funcionario de la policía urbana.
Aquel primer día me parece ahora muy lejos.
En el momento en que escribo he hecho más de cien patrullas. Aunque soy todavía un novato, son tantos los acontecimientos que se han producido en estos seis meses que ya nunca seré ni ese hombre, ni ese científico que se presento ante el puesto de policía ese primer día.
Siempre había pensado que los policías exageran mucho el número de insultos de palabras y malos tratos de que son víctimas en servicio. Las primeras horas pasadas en la calle, como policía, me encontraba en un estado de felicidad que no debía durar mucho. Como profesor de Universidad, estaba acostumbrado a ser tratado con respeto y deferencia por todos. Me imaginaba un poco ingenuamente que encontraría ese mismo respeto en mi nuevo papel de policía. Después de todo, yo era representante de la ley; todos, gracias a mi insignia y a mi uniforme, podían ver que estaba consagrado a la protección de la sociedad. Ciertamente esto me daba derecho a cierto respeto y a cierta cooperación por parte del público; al menos así lo creía yo. Muy pronto me percaté de que mi insignia y mi uniforme, más bien que protegerme contra la maldad y la violencia, no hacían sino atraerme, como un imán, hacía numerosos individuos que odiaban lo que yo representaba.
La primera tarde, algunas horas después del comienzo de mi patrulla, se envió a mi colega y a mí a un bar del centro para restablecer el orden. En el establecimiento encontramos a un borracho de fuerte complexión que discutía con el encargado del bar y se negaba a marcharse.
Teniendo yo una gran experiencia con los presos y los enfermos mentales, me apresuré a hacerme cargo de la situación. “Perdón, señor, dije con una sonrisa amable al borracho, ¿tiene la bondad de salir para hablar conmigo un momento?”. El hombre, asombrado, me miro con ojos redondos e inyectados de sangre durante algunos instantes y se puso a rascarse el mentón, no afeitado desde hacía varios días. Después, de repente, sin preámbulo, ocurrió la cosa. Se precipitó contra mí, no alcanzándome felizmente en el rostro, y me golpeó en el hombro derecho, ¿Qué había hecho yo para provocar tal reacción? Antes de que me hubiera repuesto de mi sorpresa me golpeó de nuevo, arrancando esta vez la cadena de mi silbato sujeta a la hombrera. Después de una breve lucha, logramos encerrar al borracho, que continuaba gritando y jurando en la parte trasera de nuestro automóvil de patrulla. Durante unos momentos traté de cobrar aliento, con el cabello en desorden, contemplando los daños sufridos por mi nuevo uniforme; completamente estupefacto, mire a mi colega, que se contentó con sonreír y darme una palmada afectuosa en la espalda.
“Hay algo que no va bien”, pensaba para mis adentros en el automóvil mientras que nos dirigíamos hacia la prisión. Muchísimas veces había yo adoptado la misma actitud suave y constructiva con los reclusos y los delincuentes en período de “prueba”.
El resultado siempre había sido bueno. ¿Por qué había de ser diferente por el hecho de ser policía? Cuando era profesor de Universidad había tratado siempre de inculcar a mis alumnos la idea de que es un error imponer la autoridad, decidir por los otros o apoyarse en órdenes y mandamientos para hacer algo. Pero cuando fui policía eso fue exactamente lo que tuve que hacer constantemente. Por primera vez en mí vida me encontré frente a individuos que veían en la bondad una debilidad y una invitación a la irreverencia y a la violencia. Me encontré frente a hombres, mujeres y niños que, bajo el impulso del miedo, de la desesperación o de la emoción, apelaban a lo que se encontraba tras mi uniforme azul y mi insignia para guiarles, vigilarlos y dirigirles. Para alguien que había siempre condenado el ejercicio de la autoridad, aceptarse como símbolo ineluctable de autoridad fue una amarga revelación.
Descubrí que entre encontrar a individuos como lo había hecho en el marco de instituciones psiquiátricas o penitenciarias, y enfrentarse con ellos, como debe hacerlo el policía cuando son violentos, están excitados o desesperados, había un mundo. Al vestir el uniforme de policía perdía el lujo de estar sentado en un despacho climatizado con mi pipa y mis libros, con versando reposadamente con el autor de una violación o de un robo a mano armada sobre los problemas de su pasado que le hablan conducido a ponerse contra la ley. ¡Aquellos delincuentes parecían tan inocentes, tan inofensivos en el marco aséptico de la prisión! Los delitos que habían cometido a menudo terribles, pertenecían a un pasado ya muy remoto y se reducían como a sus víctimas, a cierto número de palabras impresas en una página.
Ahora, en cuanto policía, empecé por primera vez a ver en el delincuente una amenaza muy real para mi seguridad personal y la de nuestra sociedad. El criminal ya no era una persona inofensiva, vestido con un mono azul, sentado al otro lado de mi mesa en mi despacho de la prisión, ni una “víctima” de la sociedad, que debía ser tratada con piedad y clemencia. Era un autor de robo a mano armada que huía del lugar de su fechoría, un loco peligroso que con el arma en la mano amenazaba a su familia, alguien que agazapado tras el volante de un automóvil en una calle mal iluminada podía matarme.
De la misma manera que el crimen, el miedo perdió rápidamente su carácter impersonal y abstracto, para convertirse en una realidad cotidiana. Ese miedo se traducía en una opresión de las entrañas cuando, por ejemplo, me acercaba a un almacén donde se había puesto en marcha una señal de alarma silenciosa. Se traducía en una boca seca cuando, con nuestros faros azules y nuestra sirena, corríamos hacia los lugares que se nos había señalado mediante una “señal cero” (individuos armados y peligrosos). Por primera vez en mi vida hice el aprendizaje verdadero del miedo, tal como lo conoce cada policía. Día tras día el miedo me seguía, haciendo brotar un sudor frío en mis manos y llevando adrenalina a mis venas.
Recuerdo muy particularmente un aprendizaje dramático del miedo que hice poco después de mi entrada en la policía. Mi colega y yo estábamos haciendo una patrulla ordinaria un sábado por la tarde, en uno de los barrios bajos lleno de bares y de lugares de apuestas deportivas, cuando nos fijamos un joven estacionado en doble fila en medio de la calle. Me detuve cerca de él y le rogué educadamente que aparcara junto a la acera o que circulara. Empezó a gritar muy fuerte, con abundancia de juramentos, que no se movería de allí. Cuando bajamos de nuestro coche patrulla para acercarnos al hombre, una multitud turbia empezaba a reunirse, y el hombre gritaba que le estábamos fastidiando y pedía la ayuda de las personas presentes. En cuanto profesor de criminología, algunos meses antes yo hubiera insistido en que el policía, que era yo mismo, debía dejar simplemente el vehículo en doble fila e irse en lugar de correr el riesgo de provocar un incidente. Pero en cuanto policía, había llegado a comprender que un policía no debe nunca eludir su responsabilidad y debe aplicar la ley cueste lo que cueste. El hombre continuo injuriándonos y negándose con toda su energía a mover su vehículo. Al proceder a su detención y tratar de hacerle entrar en nuestro automóvil, un hombre y una mujer desconocidos salieron de la multitud, que no dejaba de aumentar, e intentaron liberarle. En el tumulto que siguió, una mujer histérica se destaco y trato de agarrar mi revólver de servicio, mientras que la multitud colérica empezaban a precipitarse sobre nosotros. En un instante dejé de ser el intelectual que mira desde lo alto de su torre de marfil cómo un policía comete excesos de celo en la calle: yo mismo participaba y combatía para seguir vivo y no ser herido. Me acuerdo del miedo que me atenazaba las entrañas mientras que trataba de alcanzar la radio de nuestro automóvil. Accioné simultáneamente una señal de alarma y el botón secreto que libera a nuestras armas de su soporte, en el momento en que mi colega trataba de guardar al prisionero y de mantener a la multitud a distancia por medio de su revolver.

Cual severamente hubiera juzgado, solo algunos meses antes, al policía que ahora empuñaba el revólver. Pase por detrás del vehículo, el arma en la mano, y grite a la multitud que se retirara. Pensé de nuevo, en un instante, que siempre había sostenido el parecer de que los policías no debían llevar revólveres, a causa de su carácter de “arma ofensiva” y del peligro que su vista puede presentar para las relaciones con los habitantes. Ciertamente que cuando era profesor de criminología me hubiera apresurado a condenar al policía que ahora no era otro que yo mismo y que temblaba de terror y de inquietud y amenazaba con su arma a una multitud no armada. Pero las circunstancias que habían llegado a cambiar radicalmente mi punto de vista, pues ahora era mi vida y mi seguridad las que estaban en peligro, mi mujer, y mis hijos quienes llevarían el luto. No se trataba de “un policía “o del policía Smith, sino de mi George Kirkham.
Después de formar parte de los que se habían ocupado siempre mucho de los derechos de los delincuentes, empezaba ahora por primera vez a considerar la cuestión de los derechos de los policías. Ahora que vestía el uniforme de policía me parecía que los esfuerzos que hacía para proteger a la sociedad y velar por mi seguridad personal estaban amenazados por numerosas decisiones judiciales y por las medidas de indulgencia tomadas por la comisión de libertad bajo palabra que yo siempre había defendido con tenacidad. Yo, que había recibido una cierta instrucción, no podía decir por que cuestión los que matan y mutilan a policías (es decir, a hombres que tienen la alta misión de mantener la cohesión de la sociedad) son condenados tan a menudo a penas menores. Empezaba a cansarme de todos los esfuerzos que tenía que hacer para sujetarme a ciertas restricciones legales, cuando en el mismo momento los bandidos y los delincuentes no dejaban de burlar la ley en provecho propio. Me acuerdo de una tarde en que estaba en la calle leyendo a un revendedor de heroína lo que eran sus derechos, cuando de repente el individuo rompió a reír y termino de recitar de memoria la lección, sin alterar una palabra. Se le había informado sobre sus derechos con arreglo a la ley, pero ¿qué hacía el de los derechos de las víctimas de personas como él? Por vez primera empezaban a asaltarme preguntas de este tipo.
Habiendo sido educado en un hogar burgués y confortable y habiendo trabajado en los servicios penitenciarios nunca había conocido el tipo de miseria humana y de tragedia que forman parte de la vida cotidiana del policía. En mi nuevo papel de policía descubría que las víctimas eran algo más que estadísticas impersonales. Cuando era trabajador social de los servicios penitenciarios y profesor de criminología, apenas había pensado en quienes son las víctimas de los malhechores en nuestra sociedad. Ahora que veía tantas vidas irremediablemente rotas y destruidas por los autores de los crímenes, me obsesionaba la cuestión de la responsabilidad que incumbe a la sociedad de proteger a los hombres, las mujeres y los niños que son cada día víctima de esos malhechores.
El mismo tipo de tensión cotidiana que aquejaba a colegas empezó pronto a roerme, Estaba harto de verme insultado y atacado por malhechores, que, en general, encontrarían un auditorio muy comprensivo en los jueces y los jurados, dispuestos a comprender su punto de vista y a concederles una “segunda oportunidad”, Estaba harto de vivir bajo la amenaza de esa espada de Damocles que son la prensa y los grupos de presión, dispuestos a hacerse lenguas de la más ligera falta cometida por mí o por uno de mis colegas policías,
Como profesor de criminología, había tenido siempre un lujo a mi alcance: el de disponer de tiempo sobrado para tomar decisiones difíciles, Pero como policía, me veía obligado a tomar las decisiones más críticas en un lapso de segundos, y no de algunos días, por ejemplo, para decidir si debía disparar o no, arrestar o no a una persona perseguirla o dejarla escapar; y siempre con la molesta certeza de que otros, los que disponen de mucho tiempo para analizar y pensar, estaban dispuestos a juzgarme y condenarme por lo que hiciera o lo que no hiciera. Me veía obligado no sólo a vivir una vida hecha de segundos y de adrenalina, sino también a tratar de problemas humanos más difíciles que todos los que me habían salido al paso en el transcurso de mis actividades penitenciarias y psiquiátricas,
Las disputas familiares, la enfermedad mental, las multitudes que llevan en germen situaciones explosivas, los individuos peligrosos, todo ello me aterraba cada vez mas por la complejidad de las funciones de unos hombres cuyo trabajo me había parecido antaño relativamente sencillo lo que yo quisiera es pedir al psicólogo o al psiquiatra medio que trabajaran un día solamente como policías y que trataran a personas con problemas que además de ser graves, requieren una solución inmediata. Les invitaría a penetrar como yo he hecho, en una sala de apuestas llena de humo de cigarros, en la que cinco o seis hombres coléricos se injurian.
Quisiera que el consejero de prisiones o el encargado de la libertad bajo palabra vieran a su cliente no en la calma del despacho, sino como le ve el policía callejero, golpeando a su hijo pequeño con un cinturón de pesada hebilla o dando patadas a su mujer encinta. Quisiera que el y todos los jueces y jurados de nuestro país, pudieran ver, como no puede por menos el policía de la calle, los estragos de la criminalidad sobre inocentes que reciben cuchilladas, tiros, golpes que son violentados, robados y asesinados. Este espectáculo les daría, no lo dudo, una visión distinta del crimen y de los malhechores, como a mí me ocurrió.
Pese a toda la miseria y todo el sufrimiento humano con que los policías tienen que rozarse durante su trabajo, me sorprendía el increíble sentido humano y la sensibilidad que parecen caracterizar a la mayoría de ellos. Repetidas veces hube de renunciar a la imagen estereotipada que me había hecho del “poli” brutal y sádico, al ver el sentido de fraternidad humana que puede mostrar la policía: Así aquel joven policía practicando el boca a boca en una piltrafa humana cubierta de suciedad; O aquel policía de cabello gris que parecía confuso cuando descubrí las bolsas de caramelos que llevaba en el cofre de su automóvil para niños pobres en los “ghettos”, para quienes era una especie de Papá Noel; o aquel otro que daba dinero de su bolsillo a una familia hambrienta y desprovista de todo recurso, a la que seguramente no volvería a ver; o, en fin, ese otro policía que fuera de sus horas de servicio visitaba a unos padres inquietos para hablarles de su hijo o de su hija, que atravesaba una crisis.
Como policía, me asombraba muchas veces al ver cómo mis colegas podían resistir a las previsiones cotidianas, a menudo intensas, que les imponía su trabajo. Lo prolongado de los servicios, los fracasos, el peligro y la tensión, todo ello parecía aceptado, como si formara parte, naturalmente de la realidad del trabajo profesional.
Recuerdo en particular una tarde en que esto se me reveló de manera notable. La jornada había sido larga y difícil, había terminado con la persecución a gran velocidad de un automóvil robado. Terminado el trabajo, yo tenía vagamente conciencia de estar muy cansado y en tensión. Mi colega y yo caminábamos hacía un restaurante, para tomar un poco de alimento, cuando ambos oímos un ruido de vidrios rotos que venía de una iglesia, y vimos a dos muchachos de cabello largo que huían. Les interpelamos y pedí a uno de ellos su documentación, al mismo tiempo que le enseñaba mi tarjeta de policía. Se rió de mí en mis narices, lanzó una palabra grosera e hizo ademán de irse, Inmediatamente le agarré por la camisa y le hice dar media vuelta, gritando: “¡A ti te hablo, animal!” Sentí, la mano de mi colega en mi hombro y detrás de mí su voz sosegada que me decía: “¡Calma, Doctor!” Solté al adolescente y durante algunos segundos no abrí la boca, incapaz de aceptar la evidencia de que había perdido mi sangre fría. Como un relámpago, me atravesó el recuerdo de una lección en la cual había dicho a mis alumnos: “Quien es incapaz de dominar enteramente sus emociones en todas las circunstancias no tiene nada que hacer en la policía”. A la sazón estaba encargado de dirigir un estudio sobre las relaciones humanas, para enseñar a los policías la técnica del dominio de las emociones. ¡Y ahora un policía se veía obligado a decirme a mí, experto en “dominio de emociones”, que me calmara!
Yo, que había considerado siempre a los policías como una banda de paranoicos, descubrí, en medio de la violencia a la que asistía todos los días, que un buen policía debe vivir en estado de desconfianza perpetua si quiere regresar a su casa todos los días. Como tantos otros policías, a fuerza de verme expuesto todos los días a la criminalidad de la calle, llegue pronto a llevar un arma prácticamente todo el tiempo fuera de las horas de servicio. Empecé a observar con atención a todas las personas y todos los objetos que me rodeaban, pues las cosas empezaban a adquirir una nueva significación: así, una puerta abierta, un individuo vagando por una calle oscura, una placa de matrícula trasera cubierta de barro. Según mi familia, mis amigos y mis colegas de la docencia, mi personalidad empezó a modificarse lentamente, a medida que mi carrera de policía progresaba.
Así como antaño, en compañía de otros intelectuales, me inclinaba fácilmente al sarcasmo al hablar de los policías, ahora me volvía sumamente susceptible cuando se hacían en mi presencia ese tipo de observaciones, y varias veces me lancé a apasionadas discusiones a este respecto.
Muchas veces me hice las preguntas siguientes, cuando era policía: ¿Por qué se hace uno policía?”. “¿Por qué permanece uno en la profesión?” La respuesta no está ciertamente en la falta de consideración de que es uno víctima, ni en las restricciones legales, que hacen el oficio cada vez más puro, ni en la duración de los horarios, ni en los bajos sueldos, ni en el peligro de ser muerto o herido al tratar de proteger a personas que muchas veces ni siquiera parecen agradecerlo.
La única respuesta que he podido encontrar a esta pregunta se basa en mi propia experiencia de policía que es limitada. Cada noche volvía a casa y me quitaba la insignia y el uniforme azul con un sentimiento de satisfacción y el convencimiento de haber aportado una contribución a la sociedad. No he experimentado este sentimiento en ninguna otra profesión.
Durante demasiado tiempo, los profesores de los establecimientos de enseñanza secundarios y superiores estadounidenses hemos inculcado discretamente a los jóvenes la idea de que ser policía es algo malo. Ya es hora de que esta situación cese. Esto es lo que me vi obligado a admitir una tarde, no hace mucho. Acababa de terminar mi servicio de policía y tuve que precipitarme a la Universidad para una clase vespertina, sin tiempo para quitarme el uniforme. Al precipitarme a mi despacho para tomar unas notas, vi que el rostro de mí secretario se alargaba a la vista del uniforme. “Pero Doctor Kirham, ¿no irá a dar su clase vestido así?” Quedé confuso un momento, y comprendí de pronto que si hubiera aparecido ante mis estudiantes con barba o cabello largo no habría tenido necesidad de disculparme. Los partidarios del amor libre y los revolucionarios predicadores del odio no se disculpan por pertenecer a esos movimientos. ¿Por qué habría de hacerlo alguien cuyo aspecto físico simboliza un compromiso de servir a la sociedad y protegerla? “¿Por qué no? Repliqué con una sonrisa. Estoy orgulloso de ser un poli” Reuní mis notas y fui a dar clase.
Terminare este artículo diciendo que quisiera que otros educadores se tomaran el trabajo de examinar algunos de los problemas del policía antes de apresurarse a condenarle y a juzgarle. Todos conocemos el viejo proverbio según el cual debemos abstenemos de juzgar a alguien antes de haber recorrido al menos un kilómetro con sus zapatos. Me he probado los zapatos y he dado algunos pasos difíciles con ellos, Esos pocos pasos me han dado una comprensión y un juicio de nuestra policía radicalmente nuevos, y he tenido que admitir con toda modestia que la posesión de un doctorado no abre todos los conocimientos ni pone a su titular en una posición Superior en la que no pueda recibir lecciones de personas menos instruidas que él.

EL TESTIGO DE LA LIBERTAD Por Albert Camus (Selección)

(Alocución pronunciada en Pleyel, en
noviembre de 1948, durante un encuentro
internacional de escritores, y publicado
por La Gauche, el 20 de diciembre de
1948)

Vivimos en una época en que los hombres impelidos por ideologías mediocres y feroces, se acostumbran a tener vergüenza de todo. Vergüenza de sí mismo, vergüenza de ser felices, de amar o de crear. Los escritores y los artistas de hoy tienen también la conciencia sufrida y está de moda entre nosotros hacernos personar nuestro oficio. En verdad, se pone cierto esmero en ayudarnos a ello. De todos los rincones de nuestra sociedad política se levanta una gran protesta en contra nuestra que nos obliga a justificarnos. Debemos justificarnos de ser inútiles al mismo tiempo que de servir, por nuestra misma inutilidad, a malas causas. Y cuando respondemos que es muy difícil quedar limpios de acusaciones tan contradictorias, se nos dice que no es posible justificarse a los ojos de todos, pero que podemos obtener el generoso perdón de algunos, tomando su partido, que es, por otra parte, el único verdadero, en el caso
de creerles. Si este tipo de argumento falla, entonces se le dice al artista: “Observe la miseria del mundo. ¿Qué hace usted por ella?” A este chantaje cínico, el artista podría contestar: “¿La miseria del mundo? No la aumento. ¿Cuál de ustedes puede decir otro tanto?” Pero no es menos cierto que ninguno de nosotros, si se exige a sí mismo, puede permanecer indiferente al llamado que se eleva de una humanidad desesperada. Es preciso, pues, sentirse culpable por fuerza. La elección que se nos pide no puede hacerse por sí misma, está determinada por otras elecciones, hechas anteriormente. Y la primera elección que hace un artista es, precisamente, la de ser artista. Y si ha elegido ser artista, es tomando en cuenta lo que él mismo es y a causa de una cierta idea que se forma del arte. Y si esas razones le han parecido bastante buenas para justificar su elección existe la posibilidad de que sigan siendo bastante buenas para ayudarlo a definir su posición frente a la historia. Pero esto exige una aplicación y no puedo darla si no hablo un poco del mundo en que vivimos y de lo que nosotros, artistas y escritores, nos consagraremos a hacer en él.
El mundo que nos rodea es desdichado y se nos pide hacer algo para cambiarlo. ¿Pero cuál es esa desdicha? A primera vista, se define fácilmente: se ha matado mucho en el mundo en estos últimos años y algunos prevén que todavía seguirá matando. Un número tan levado de muertos termina por enrarecer la atmósfera. Naturalmente esto no es nuevo. La historia oficial fue siempre la historia de los grandes crímenes. Y no es que Caín mata a Abel. Pero es de hoy que Caín mata a Abel y reclama después la legión de Honor. En una civilización en la que el homicidio y la violencia son ya doctrinas y están a punto de convertirse en instituciones, los verdugos tienen todo el derecho de ingresar en los cuadros administrativos. A decir verdad, nosotros los franceses estamos un poco atrasados. Un poco en todas partes del mundo, los verdugos están, ya instaladas en los sillones ministeriales. Remplazaron tan sólo el hacha por el sello.
Cuando la muerte se convierte en objeto de administrativo y de estadística es que, en efecto, las cosas del mundo van mal. Pero si la muerte se hace abstracta es que la vida también lo es. Y la vida de cada uno no puede ser sino abstracta a partir del momento en que a uno se le ocurre someterla a una ideología. Desgraciadamente estamos en la época de las ideologías, y de las ideologías totalitarias, es decir, muy seguras de sí mismas, de su razón imbécil o de su mezquina verdad, como para supeditar la salvación del mundo sólo a su propia admiración. Y querer dominar a alguien o algo es desear la esterilidad, el silencio o la muerte de ese alguien.
Alcanza, para constatarlo con mirar en derredor nuestro.
No hay vida sin diálogo. Y en la mayor parte del mundo, el diálogo es remplazado hoy por la polémica. El siglo XX es el siglo de la polémica y del insulto. La polémica ocupa, entre las naciones y los individuos, e incluso a nivel de las disciplinas antaño desinteresadas, el lugar que ocupaba tradicionalmente el diálogo reflexivo. Miles de voces, día y noche, cada una por su lado tras un monólogo tumultuoso vierte sobre los pueblos un torrente de palabras mistificadoras, ataques, defensas, exaltaciones. Pero, ¿cuál es el mecanismo de la polémica?
Consiste en considerar al adversario como enemigo, en simplificarlo, en consecuencia, y en negarse a verlo. Al que insulto, no le conozco más el color de sus ojos, ni si sonríe y de qué manera. Convertidos en casi ciegos gracias a la polémica, no vivimos más entre hombres, sino en un mundo de siluetas.
No hay vida sin persuasión. Y el mundo de hoy sólo conoce la intimidación. Los hombres viven, y solamente pueden vivir, con la idea de que tienen algo en común, en lo que pueden siempre reencontrarse. Pero nosotros hemos descubierto esto: hay hombres a los que no se persuade. El que quiere dominar es sordo.
Frente a él hay que pelear o morir. Es por esto que los hombres de hoy viven en el terror.
Sí, todo esto es lógico. Cuando se quiere unificar el mundo entero en nombre de una teoría, no hay más camino que hacer este mundo tan descarnado, ciego y sordo como la teoría misma.
No hay más camino que cortar las raíces que fijan al hombre a la vida y a la naturaleza.
El gran drama del hombre de occidente es que entre él y su devenir histórico ya no se interponen las fuerzas de la naturaleza ni de la amistad. Cortadas sus raíces, desecados sus brazos, se confunde ya con las horcas que le son prometidas. Pero, al menos, llegado al colmo de la sinrazón, nada debe impedirnos denunciar el engaño de este siglo que aparenta correr tras el imperio de la razón, cuando sólo busca las razones de amar que perdió. Y nuestros escritores que terminan todos por apelar a ese sucedáneo desdichado y descarnado del amor que se llama moral, lo saben bien. Los hombres de hoy pueden, tal vez, dominar todo en ellos, y ésa es su grandeza. Pero hay, al menos, algo que la mayor parte de ellos no podrá jamás volver a encontrar: la fuerza de amar que le fue arrebatada. Por ello tienen vergüenza. Y es justo que los artistas compartan esta vergüenza porque contribuyeron a ella.
Pero que sepan decir, al menos, que tienen vergüenza de sí mismos y no de su oficio.
Pues todo lo que constituye la dignidad del arte se opone a un mundo tal y lo recusa. La obra de arte, por el solo hecho de existir, niega la conquista de la ideología.
Durante mucho tiempo la causa del artista y la del innovador político se confundieron.
Pero el artista distingue allí donde el conquistador nivela. El artista que vive y crea al nivel de la carne y de la pasión sabe que nada es simple y que el otro existe. El conquistador quiere que el otro no exista, si mundo es un mundo de señores y de esclavos, este mismo mundo en que vivimos. El mundo del artista es el mundo de la discusión viva y de la comprensión. No conozco una sola gran obra que se haya
construido sólo sobre el odio, en cambio conocemos los imperios del odio.
Frente a la sociedad política contemporánea, la única actitud coherente del artista, o si no debe renunciar al arte, es el rechazo sin concesión. No puede ser, aunque lo quisiera, cómplice de los que emplean el lenguaje o los medios de las ideologías contemporáneas.
He aquí por qué es inútil y ridículo pedirnos justificación y compromiso. Comprometidos, lo estamos; aunque involuntariamente. Y para terminar, no es que la lucha haga de nosotros artistas, sino que el arte nos obliga a ser militantes. Por su función misma, el artista es el testigo de la libertad y es ésta una justificación que suele pagar cara.
No en nombre de la moral y de la virtud. Como se intenta hacer creer por un engaño suplementario. No somos virtuosos.
Los verdaderos artistas no son buenos vencedores políticos, pues son incapaces de aceptar - ¡ah! Yo lo sé bien- la muerte del adversario. Están de parte de la vida, no de la muerte. Son los testigos de la carne, no de la ley. Por su vocación, están condenados a la comprensión de lo que les es enemigo. Esto no significa, por el contrario, que sean incapaces de juzgar el bien y el mal. Pero, ante el peor criminal, su aptitud para vivir la vida de otros les permite reconocer la constante justificación de los hombres: el dolor. Es esto lo que siempre nos impedirá pronunciar el veredicto absoluto y, en  consecuencia, ratificar el castigo absoluto. En este mundo nuestro de la condena a muerte, los artistas testimonian a favor de lo que en el hombre rehúsa morir.
Llegará el día en que todos lo reconocerán y, respetuosos de nuestras diferencias, los más valiosos de nosotros dejarán entonces de desgarrarse como lo hacen. Reconocerán que su vocación más honda es defender hasta sus últimas consecuencias el derecho de sus adversarios a no ser de su opinión. Proclamarán, de acuerdo con su condición, que es mejor equivocarse sin matar a nadie y dejar hablar a los demás que tener razón en medio del silencio y los cadáveres.
Intentarán demostrar que si las revoluciones pueden triunfar por la violencia, ellos no pueden mantenerse sin el diálogo. Y sabrán entonces que esta singular vocación les crea las más perturbadora de las fraternidades, la de los combates dudosos y de las grandezas amenazadas... Toda la Europa de hoy, erguida en su soberbia, les grita que esta empresa es irrisoria y vana. Pero todos nosotros estamos en el mundo para demostrar lo contrario.

¿Corrupción de menores? Por Maria Elena Walsh

No hay preguntas indiscretas.
Indiscretas son las respuestas."
Oscar Wilde

Vivimos consumiendo preceptos y productos sin cuestionarlos, por temor a la indiscreción de las respuestas y porque es más seguro acatar rutinas que incurrir en singularidades. Un ejercicio de esclarecimiento podría empezar con estas discretísimas preguntas:
¿Educamos a nuestras niñas para que en el día de mañana (si lo hay) sean ociosas princesas del jet-set? ¿Las educamos para Heidis de almibarados bosques? ¿Las educamos para futuras cortesanas? ¿Las educamos para enanas mentales y superfluas "señoras gordas"?
Así parece, por lo menos en buena parte de la bendita clase media Argentina, dada la aberrante insistencia con que se estimula el narcisismo y la coquetería de nuestras niñas y se les escamotea su participación en la realidad.
La nena suele gozar de una envidiable amnesia para repetir la tabla del cuatro junto con una no menos envidiable memoria para detallar el último capítulo del idilio de tal vedette con tal campeón o el menor frunce del penúltimo modelo de Carolina de Mónaco cuando salió a cazar mariposas en Taormina con su digno esposo.
Consentimos y aprobamos que sea maniática consumidora de chafalonía, vestimenta, basura impresa y todo lo que, en fin, represente moda y no verdad. Consentimos que acuda al espejito más neuróticamente que la madrastra de Blancanieves, que sea experta en cosmética, teleteatros y publicidad, que exija chatarra importada o que calce imposibles zuecos para denuedo de traumatólogos.
Formamos una personalidad melindrosa cortando de raíz porque todo empieza desde el nacimiento la sensibilidad o el interés que podría sentir por la variada riqueza del universo.
Es el instinto femenino dicen algunos psicólogos de calesita. Eso me recuerda una anécdota. El director de una compañía grabadora estaba un día ocupado en comprobar cuántas veces se pasaba determinado disco por la radio.
¡Qué bien, qué éxito, cómo gusta, cómo lo difunden a cada rato! aplaudió entusiasmado. Y después agregó : Claro que hay que ver la cantidad de plata que invertimos en la difusión radial de este tema...
Nosotros también programamos a nuestras niñas como a ese eterno infante que es el público. Les insuflamos manías e intereses adultos, les subvencionamos la trivialidad y luego atribuimos el resultado a su constitución biológica.
Las jugueterías, en vidrieras separadas, ofrecen distintos juguetes para niñas y para varones. En Estados Unidos, no hace muchos años los lugares públicos estaban igualmente divididos "para gente de color" y "para blancos". ¡Dividir para reinar!
A las nenas sólo se les ofrece o se les impone juguetería doméstica: ajuares, lavarropas, cocinas, aspiradoras, accesorios de belleza o peluquería.
Si con esto se trata de reforzar las inclinaciones domésticas que trae desde la cuna, ¿por qué no orientarla también hacia la carpintería o la plomería? ¿Acaso no son actividades hogareñas indispensables? Sí, lo son, pero remuneradas. He aquí una respuesta indiscreta.
Los juguetes para varones sortean la monotonía y ofrecen toda la gama de posibilidades humanas y extraterrestres: granjas, tren eléctrico, robots, microscopio, telescopio, equipos de química y electrónica, autos, juegos de ingenio y todo lo que, en fin, estimula las facultades mentales.
¿A la nena no le gustan los animales de granja ni los trenes? ¿No sueña con manejar un coche? ¿No siente curiosidad por el microcosmos o el espacio? ¡Cómo la va a sentir si es cosa de la otra vidriera, la de Gran Jefe Toro Sentado Blanco!
¿Es que el ejercicio de la razón y la imaginación pueden llevarla a la larga a desistir de ser una criatura dependiente y limitada, mano de obra gratuita y personaje ornamental? La respuesta es sumamente indiscreta.
En la casa y la escuela destinamos a la nena a reiterar las más obvias y desabridas manualidades, a remedar las tareas maternas... y a practicar la maledicencia a propósito de indumentaria vecinal.
La nena vive rodeada de dudosos arquetipos y la forzamos a emularlos, comprándole la diadema de la Mujer Maravilla o el manto de cualquier otra maravilla femenil. No falta tío que ponga en sus manos un ejemplar de "Cómo ser bella y coqueta", otro espejito más o la centésima muñeca.
Salvo raras excepciones como Reportajes Supersónicos de Syria Poletti, cuya heroína es una pequeña periodista, el papel impreso que suele frecuentar la nena incluido el libro de lectura le muestra a mujeres que, en la más alta cima del intelecto, son maestras. Las demás, aparte de consabidas hadas y brujas, son siempre domadas princesas o abotargadas amas de casas.
La nena sabe, por las revistas que devora como una leona, que en este mundo no hay mujeres dedicadas a las más diversas tareas, por necesidad o por ganas. Lo que es más grave y contradictorio, le enseñan a soslayar el hecho de que su propia madre trabaja afuera o estudia, como si éste no fuera modelo apropiado dada su excentricidad. Jamás vio y si lo vio mojó el dedo y pasó la página que hay mujeres obreras, pilotos, juezas o estadistas. Es tan avaro el espacio que los medios les dedican, ocupados como están en la promoción de Miss Tal o la siempre recordable Cristina Onassis.
Educar para el ocio, la servidumbre y la trivialidad, ¿no significa corromper la sagrada potencia del ser humano?
Por suerte, esta criatura vestida de rosa (no faltará quien diga, confundiendo otra vez causas con efectos, que las nenas nacen de rosa y los varones de celeste, cuando este negocio de los colores distintivos fue invento de una partera italiana, allá por 1919), esta criatura, digo, es fuerte y rebelde, dotada de una capacidad de supervivencia extraordinaria. La nena, en muchos casos, renegará de la manipulación y decidirá ser una persona. Pero ¿quién puede medir la dificultad de la contramarcha y la energía desperdiciada en librarse de tanta tilinguería adulta?
Mientras modelan a la pequeña odalisca remilgada, el tiempo pasa y llega la hora de la pubertad. Entonces los adultos se alarman porque la nena asusta con precoces aspavientos sexuales y emprende calamitosamente los estudios secundarios. Terminó los primarios como pudo, entre espejitos, telenovelas, chismografía y exhibicionismo fomentados y aprobados, pero al trasponer la pubertad se le reprocha todo esto y empieza a hacerse acreedora al desprecio que la banalidad inspira a quienes mejor la imponen y más caro la venden.
Los mayores ponen el grito en el cielo porque la nena no da señales de ir a transformarse en una Alfonsina Storni. Ahí empieza a tallar el prestigio de la cultura desmesurado porque se trata de otra forma del culto al exitismo individual y florece una tardía sospecha de que la nena no fue educada razonablemente. Cuando las papas queman, esos pobres padres de clase media argentina comprenden por fin que no son Grace y Rainiero y que la tierra que pisan no es Disneylandia.
En ese preciso momento aparece también el espantajo de la TV, esa culpable de todo. ¿Y quién delegó en ella las tareas de institutriz? La mediocridad de la TV no hace sino colaborar en la fabricación en serie de ciudadanas despistadas.
No se trata de reavivar severidades conventuales ni se trata de desvalorizar el trabajo doméstico ni inquietudes que, mejor orientadas, podrían ser simplemente estéticas. No se trata tampoco de mudarse de vidriera para suponer, por ejemplo, que el automovilismo es más meritorio que el arte culinario, o la cursilería más despreciable que el matonismo.
Toda criatura humana debe aprender a bastarse y cooperar en el trabajo hogareño y a cuidar, si quiere, su apariencia. Lo grave consiste en convencer a la criatura femenina de que el mundo termina allí.
Se trata de comprender que la niña no tiene opción, que es inducida compulsivamente a la frivolidad y la dependencia, que por tradición se le practica un lavado de cerebro que le impide elegir otra conducta y alimentar otros intereses.
La frivolidad no es un defecto truculento que merezca anatemas al estilo cuáquero o musulmán. Lo truculento consiste en hacerle creer a alguien que ése es su único destino, incompatible con el uso de la inteligencia. Lo grave consiste en confundir un espontáneo juego imitativo de la madre con una fatalidad excluyente de otras funciones.
A la nena no se le permite formar su personalidad libremente: se la dan toda hecha, y aprendices de jíbaros le reducen el cerebro para luego convencerla de que nació reducida. La instigan a practicar un desenfrenado culto a las apariencias y a desdeñar su propia y diversa riqueza humana. La recortan y pegan para luego culparla porque es una figurita. La educan, en fin, para pequeña cortesana de un mundo en liquidación.
¿No es eso corrupción de menores?

Artículo escrito para Clarín, 
jueves 5 de abril de 1979.

UNA CARTA DE LUIS VITALE

Luis Vitale (1927 - 2010) fue un historiador e intelectual argento-chileno. Participó en el movimiento obrero y fue autor de diversas investigaciones en torno al movimiento obrero chileno, llegando a ser elegido Presidente del Sindicato de Empleados de Laboratorios y luego de la Federación de Química y Farmacia y en 1959 dirigente nacional de la CUT.
Tras el golpe militar de 1973, fue detenido y torturado, pasando por diversos campos de concentración. En 1974 se asiló en Alemania. En 1962 publicó su primera obra titulada "Historia del Movimiento Obrero". Su principal aporte a la historiografía chilena fue su obra "Interpretación Marxista de la Historia de Chile”
Fue profesor titular en la Universidad de Chile, además de desempeñarse como profesor en la Universidad de Concepción, Universidad Técnica del Estado, Universidad Gôete de Frankfurt, Universidad Central de Venezuela, Universidad Nacional de Bogotá, Universidad Río Cuarto de Córdoba, Argentina, y Profesor Doctor Emérito de la Universidad de Groningen, en Hamburgo

Estimada C…

Una serie de circunstancias, (y no son pretextos) como el cierre por vacaciones de algunas editoriales y la inexistencia de algunos libros, me han impedido cumplir a tiempo con el envío de obras que le había prometido.
De acuerdo a lo que habíamos charlado, podría empezar con Pirenne. Su lectura detenida le proporcionará una visión general de los problemas fundamentales de la vida medieval, especialmente de la económica, palanca clave que pone en movimiento las relaciones simples de los hombres. Una vez comprendidos estos fenómenos estructurales podrá meterse con toda soltura en los problemas de la cultura. Todo, teniendo siempre en cuenta que el conocimiento erudito es el soporte de cualquier generalización.
Esto (interpretación de leyes generales, procesos histórico de esas leyes, sus diferenciaciones, sus dinámicas parciales) que parece tan sencillo lo manejan muy pocos historiadores, especialmente los argentinos. En este país, como en todo país en que no se investiga seriamente, se construyen las hipótesis históricas más disparatadas, precisamente porque se parte  de una concepción que desprecia la erudición (justificación del haragán) y que opina que debe hacerse “sociología”, “filosofía de la historia”. De ahí, sus divisiones en las grandes etapas históricas, sus cuadros “racionalmente perfectos” del curso de la humanidad, poniendo mucho esmero en que esas divisiones coincidan con sus pensamientos. De todo esto, resulta una concepción idealista completamente apartada de la realidad. Esto no indica que niegue las ventajas que depara la diferenciación de los grandes períodos de la historia. Al contrario, esa debe ser la tarea de todo historiador corriente que se remonta por encima del hecho anecdótico. Pero, esas generalizaciones deben surgir del estudio de la realidad concreta, no de concepciones ideales de la vida.
Mas, para investigar se debe contar con un método de análisis que nos facilite el estudio, que nos señale qué aspecto de la realidad es el motor de la marcha histórica. Una concepción filosófica, captada de la realidad, que al mismo tiempo nos permita tener una visión general de todas las ciencias y del curso del mundo contemporáneo.
En la medida en que formemos un equipo de trabajo integrado por compañeros que posean parecidos métodos de investigación, tanto más unificado será el producto de nuestros estudios.
Si me he extendido en algunos conceptos, es porque observo que sus in quietudes tienden a canalizarse por el lado de la investigación y que, por consiguiente, será una futura compañera de trabajo.
Con la esperanza de seguir charlando de todas estas cosas dentro de poco tiempo, lo saluda con un fuerte apretón de manos.


Luis Vitale

CARTA A ABRAHAM LINCOLN, PRESIDENTE DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMERICA

Muy señor mío:

Saludamos al pueblo americano con motivo de la reelección de Ud. por una gran mayoría.
Si bien la consigna moderada de su primera elección era la resistencia frente al poderío de los esclavistas, el triunfante grito de guerra de su reelección es: ¡muera el esclavismo!
Desde el comienzo de la titánica batalla en América, los obreros de Europa han sentido instintivamente que los destinos de su clase estaban ligados a la bandera estrellada. ¿Acaso la lucha por los territorios que dio comienzo a esta dura epopeya no debía decidir si el suelo virgen de los infinitos espacios sería ofrecido al trabajo del colono o deshonrado por el paso del capataz de esclavos?
Cuando la oligarquía de 300.000 esclavistas se abrevió por vez primera en los anales del mundo a escribir la palabra «esclavitud» en la bandera de una rebelión armada, cuando en los mismos lugares en que había nacido por primera vez, hace cerca de cien años, la idea de una gran República Democrática, en que había sido proclamada la primera Declaración de los Derechos del Hombre y se había dado el primer impulso a la revolución europea del siglo XVIII, cuando, en esos mismos lugares, la contrarrevolución se vanagloriaba con invariable perseverancia de haber acabado con las «ideas reinantes en los tiempos de la creación de la constitución precedente», declarando que «la esclavitud era una institución caritativa, la única solución, en realidad, del gran problema de las relaciones entre el capital y el trabajo», y proclamaba cínicamente el derecho de propiedad sobre el hombre «piedra angular del nuevo edificio», la clase trabajadora de Europa comprendió de golpe, ya antes de que la intercesión fanática de las clases superiores en favor de los aristócratas confederados le sirviese de siniestra advertencia, que la rebelión de los esclavistas sonaría como rebato para la cruzada general de la propiedad contra el trabajo y que los destinos de los trabajadores, sus esperanzas en el porvenir e incluso sus conquistas pasadas se ponían en tela de juicio en esa grandiosa guerra del otro lado del Atlántico. Por eso la clase obrera soportó por doquier pacientemente las privaciones a que le había condenado la crisis del algodón, se opuso con entusiasmo a la intervención en favor del esclavismo que reclamaban enérgicamente los potentados, y en la mayoría de los países de Europa derramó su parte de sangre por la causa justa.
Mientras los trabajadores, la auténtica fuerza política del Norte, permitían a la esclavitud denigrar su propia república, mientras ante el negro, al que compraban y vendían, sin preguntar su asenso, se pavoneaban del alto privilegio que tenía el obrero blanco de poder venderse a sí mismo y de elegirse el amo, no estaban en condiciones de lograr la verdadera libertad del trabajo ni de prestar apoyo a sus hermanos europeos en la lucha por la emancipación; pero ese obstáculo en el camino del progreso ha sido barrido por la marea sangrienta de la guerra civil.
Los obreros de Europa tienen la firme convicción de que, del mismo modo que la guerra de la Independencia en América ha dado comienzo a una nueva era de la dominación de la burguesía, la guerra americana contra el esclavismo inaugurará la era de la dominación de la clase obrera. Ellos ven el presagio de esa época venidera en que a Abraham Lincoln, hijo honrado de la clase obrera, le ha tocado la misión de llevar a su país a través de los combates sin precedente por la liberación de una raza esclavizada y la transformación del régimen social.


Escrito por C. Marx entre el 22 y el 29 de noviembre de 1864. Se publica de acuerdo con el texto del periódico. Newspaper", núm. 169, del 7 de enero de 1865.

Poesías extraídas del libro “Cantan los pueblos Americanos” de Germán Berdiales, Ed. Peuser, año 1957


Yo también canto a América (selección)
Por Rafael Alberti

… Yo también canto a América, viajando
con el dolor azul del mar Caribe,
el anhelo oprimido de sus islas,
la furia de sus tierras interiores.

Que desde el golfo mexicano suene
de árbol a mar, de mar a hombres y fieras
como oriente de negros y mulatos,
de mestizos, de indios y criollos.

Suene este canto, no como el vencido
letargo de las quenas moribundas,
sino como una voz que estalle uniendo
la dispersa conciencia de las olas.

Tu venidera órbita asegures
con la expulsión total de tu presente.
Aire libre, mar libre, tierra libre.
Yo también canto a América futura.


Yo también
Por Langston Hughes (versión rimada de Germán Berdiales)

Yo también canto América.

Soy el hermano oscuro.
Cuando alguno de afuera come en casa,
soy relegado a la cocina; es duro,
Pero lo tomo a guasa,
Y como y me hago grande y vigoroso
para acabar con el trato vergonzoso.

Porque mañana, vigoroso y grande,
he de sentarme con la gente fina
a la mesa, y no habrá ya quién me mande
nunca más a comer a la cocina.

Hermoso me verán
y entonces todos se arrepentirán.

Yo también soy América.


Un día
Por Juana de Ibarbourú

Mañana me levantaré de madrugada.
Quiero ver cómo el sol, alfarero barbado,
va modelando el cántaro de un día
en el torno remiso de este mes de verano.

Como un artista chino pintará al empezar,
una fuga de pájaros y llanuras floridas.
Los siete colores, los siete colores de la luz,
irán haciendo claro el gris de la arcilla.

Yo marcharé por los caminos en procura de hierbas,
en elección de plantas textiles y aromáticas
que luego estrujaré, ayudadora, sobre la greda.

Cuando el alfarero ponga el vaso en las manos de Dios
tendrá también el olor vegetal de las selvas.

Y Dios dirá con  plácida sorpresa:
-¡Qué brillantes son y qué bien huelen,
mis tierras de América!


La nube
Por Salvador Díaz Mirón

¿Qué te acongoja mientras que sube
del horizonte del mar la nube,
negro capuz?

¡Tendrán por ella frescura el cielo,
pureza el aire, verdor el suelo,
matiz la luz!

No tiembles. Deja que el viento amague
y el trueno asorde y el rayo estrague
campo y ciudad;

tales rigores no han de ser vanos…
¡Los pueblos hacen con rojas manos
la Libertad!


La tierra
Por Gabriela Mistral

Niño indio, si estás cansado,
tú te acuestas sobre la tierra,
y lo mismo si estás alegre,
hijo mío, juega con ella...

Se oyen cosas maravillosas
al tambor indio de la tierra:
se oye el fuego que sube y baja
buscando el cielo, y no sosiega.
Rueda y rueda, se oyen los ríos
en cascadas que no se cuentan.
Se oyen mugir los animales;
se oye el hacha comer la selva.
Se oyen sonar telares indios.
Se oyen trillas, se oyen fiestas.

Donde el indio lo está llamando,
el tambor indio le contesta,
y tañe cerca y tañe lejos,
como el que huye y que regresa...

Todo lo carga, todo lo toma
y no hay tesoro que lo pierda,
y lleva a cuestas, lo que duerme,
el lomo santo de la Tierra:
lo que camina, y que navega,
y lleva vivos y lleva muertos
el tambor indio de la Tierra.

Cuando muera, no llores, hijo:
pecho a pecho ponte con ella;
te sujetas pulso y aliento
como que todo o nada fueras,
y la madre que viste rota
la sentirás volver entera,
¡y oirás, hijo, día y noche,
caminar viva tu madre muerta!

El amazonas
Por Leopoldo Díaz

Padre Río, que avanzas al Oriente;
opulento, magnífico Amazonas,
que de vírgenes lianas te coronas
y el sol del Ecuador besa en la frente:

¿Cantas al porvenir con voz rugiente?
¿Ser libre, como América ambicionas?
Monarca augusto de invioladas zonas,
¿qué dios nos habla con tu rumor potente?

Atraviesas florestas tropicales,
y del Andes ceñidos por la brumas
se desploman tus férvidos raudales.

¡Cunde en los bosques tu tronar lejano,
y arrojando a su frente tus espumas
haces retroceder al oceano!


El Soldado (Fragmento)
Por  Francisco Luis Bernárdez

Desconocido pero eterno, su ser descansa en nuestro amor agradecido
Y, en el fervor de nuestras almas, su corazón está callado pero vivo
Aunque las sombras lo rodean, su luz conforta nuestra fe con su martirio
Y, aunque el silencio lo aprisiona, su voz agranda nuestro amor con su heroísmo
Nada sabemos de su rostro, nada sabemos de su nombre y su apellido
Nada sabemos de sus pasos, nada sabemos de sus gestos y sus gritos
Pero sabemos con certeza que su valor fundó la patria en que nacimos
Que por el nombre de la patria perdió su nombre silencioso y escondido
Que, ya desnudo de su nombre, se confundió con sus hermanos argentinos
Y que, por todos sus hermanos, entró con gloria y con honor en el olvido

Facundo acosado por un tigre Por Domingo Faustino Sarmiento

Cuando nuestro prófugo había caminado cosa de seis leguas, creyó oír bramar el tigre a lo lejos, y sus fibras se estremecieron. Es el bramido del tigre un gruñido como el del cerdo, pero agrio, prolongado, estridente, y  sin que haya motivo de temor, causa un sacudimiento involuntario en los nervios, como si la carne se agitara, ella sola, al anuncio de la muerte.
Algunos minutos después, el bramido se oyó más distinto y más cercano; el tigre venía ya sobre el rastro, y sólo a una larga distancia se divisaba un pequeño algarrobo. Era preciso apretar el paso, correr, en fin, porque los bramidos se sucedían con más frecuencia, y el último era más distinto, más vibrante que el que le precedía.
Al fin, arrojando la montura a un lado del camino, me dirigióse el gaucho al árbol que había divisado, y no obstante la debilidad de su tronco, felizmente bastante elevado, pudo trepar a su copa y mantenerse en una continua oscilación, medio oculto entre el ramaje. Desde allí pudo observar la escena que tenía lugar en el camino: el tigre marchaba a paso precipitado, oliendo el suelo y bramando con más frecuencia, a medida que sentía la proximidad de su presa. Pasa adelante del punto en que ésta se había separado del camino y pierde el rastro; el tigre se enfurece, remolinea, hasta que divisa la montura, que desgarra de un manotón, esparciendo en el aire sus prendas. Más irritado aún con este chasco, vuelve a buscar el rastro, encuentra al fin la dirección en que va, y levantando la vista, divisa a su presa haciendo con el peso balancearse el algarrobillo, cual la frágil caña cuando las aves se posan en sus puntas.
Desde entonces, ya no bramó el tigre: acercábase a saltos, y en un abrir y cerrar de ojos, sus enormes manos estaban apoyándose a dos varas del suelo, sobre el delgado tronco, al que comunicaban un temblor convulsivo, que iba a obrar sobre los nervios del mal seguro gaucho. Intentó la fiera un salto impotente; dio vuelta en torno al árbol midiendo su altura con ojos enrojecidos por la sed de sangre, y al fin, bramando de cólera, se acostó en el suelo, batiendo, sin cesar, la cola, los ojos fijos en su presa, la boca entreabierta y reseca. Esta escena horrible duraba ya dos horas mortales: la postura violenta del gaucho y la fascinación aterrante que ejercía sobre él la mirada sanguinaria, inmóvil, del tigre, del que por una fuerza invencible de atracción no podía apartar los ojos, habían empezado a debilitar sus fuerzas, y ya veía próximo el momento en que su cuerpo extenuado iba a caer en su ancha boca, cuando el rumor lejano de galope de caballos le dio esperanza de salvación.
En efecto, sus amigos habían visto el rastro del tigre y corrían sin esperanza de salvarlo. El desparramo de la montura les reveló el lugar de la escena, y volar a él, desenrollar sus lazos, echarlos sobre el tigre, empacado y ciego de furor, fue la obra de un segundo. La fiera, estirada a dos lazos, no pudo escapar a las puñaladas repetidas con que, en venganza de su prolongada agonía, le traspasó el que iba a ser su víctima. “Entonces supe lo que era tener miedo” decía el general don Juan Facundo Quiroga, contando a un grupo de oficiales, este suceso.

Extraído del libro “Días de infancia” de Fermín Estrella Gutiérrez y Josefina Barrio, año 1943

Dos apólogos Por Juan E. Hartzenbusch

El muchacho y la vela

Dijo una vez a la encendida vela
un chico de la escuela:
-Yo quiero, como tú, lucir un día.
La vela respondió: La suerte mía
sólo es angustia y humo.
Brillo, sí, mas brillando me consumo.


El queso, el ratón y el gato

Guardado José tenía
su queso en una alacena,
y una tade, con gran pena,
vió un tarñón que lo roía.

Para evitar tal exceso,
allí su gato metió:
el gato al ratón comió;
mas, también se comió el queso.

“No pidas servicios a los amigos interesados”


Extraídos del libro “Buena Senda” de Fco. César Pedotti, edición 1950

Para reír un poco...



Dime, hermoso Fernandito:
cuando un confite nos dan
o un jugfuete, ¿qué se dice?
-¡Pues nada... que nos den más!

Manuel Ossorio y Bernard

Un viejo a un labrador
díjole con cara adusta:
-¡Pasto al mulo, y del mejor!
Y él contestó: -Si, señor;
tengo del que a usted le gusta.

Francisco Acuña de Figueroa

Ansioso un higo comía,
cuenta a Gil el viejo Arbelo,
y ¡tris!... saltó un diente al suelo
de sólo tres que tenía.
-Es bien raro ese accidente
estando maduro el higo.
Y aquél respondióle: -¡Amigo,
más maduro estaba el diente!

La abuelita Por Manuel Gutiérrez Nájera


Tres años hace murió Abuelita;
cuando la fueron a sepultar,
deudos y amigos, en honda cuita
se congregaron para llorar.

Cuando la negra caja cerraron,
curioso y grave me aproximé,
y, al verme cerca, me regañaron
porque sin llanto la contemplé.

Dolor vehemente, rápido pasa;
tres años hace que muerta está;
llovieron penas, y nadie en casa
de mi Abuelita se acuerda ya.

Yo sólo tengo luto y tristeza,
y su recuerdo fuerza cobró,
como del árbol en la corteza,
se ahonda el nombre que se escribió.

Extraído del libro “Buena Senda” 
de Fco. César Pedotti, edición 1950

La modestia del Gral. San Martín

A propósito de las muchas y grandes virtudes que atesoraba el alma del general don José de San Martín, la modestia era una de las que más nos impresiona y motiva nuestra admiración.
En la vida civil y militar del prócer, numerosos hechos prueban hasta qué punto este hombre extraordinario, era enemigo de la ostentación y del lujo. Cuantos lo conocieron y dejaron escritas sus impresiones, reconocen la sencillez de sus costumbres.
En el vestirse era muy modesto. Cierto día, hallándose en Santiago, San Martín observa que Las Heras uno de los jefes del Ejército Libertador de los Andes- tiene destrozada la chaqueta. Éste acababa de llegar a la ciudad chilena al frente de una división de 3500 hombres que, intacta, había puesto a salvo en la triste noche de Cancha Rayada.
San Martín imparte la orden de que se entregue a Las Heras, a quien está tan reconocido por su inteligente acción, la mejor chaqueta de su ropero.
¡Y cuán grande debió de haber sido, sin duda, el asombro de la oficialidad y del mismo Las Heras, al comprobar que la mejor casaca del generalísimo del Ejército, vencedor de San Lorenzo y Chacabuco, tenía remiendos en varias partes!
Cómo no estar emocionados: ¡Qué tiempos aquellos! ¡Cuánto patriotismo!

Extraído del libro “En marcha” de Cabrejas  Stagnaro, edición 1957