viernes, 21 de junio de 2013

EL PLACER DE SERVIR Por Gabriela Mistral

Toda naturaleza es un anhelo de servicio.
Sirve la nube, sirve el viento, sirve el surco.
Donde haya un árbol que plantar, plántalo tú; donde haya un error que enmendar, enmiéndalo tú; donde haya un esfuerzo que todos esquiven, acéptalo tú. Sé el que apartó la piedra del camino, el odio entre los corazones y la dificultad del problema. Hay la alegría de ser sano, justo; pero hay, sobre todo, la hermosa, la inmensa alegría de servir.
¡Qué triste sería el mundo si todo en él estuviera hecho, si no hubiera un rosal que plantar, una empresa que emprender!
Que no te llamen solamente los trabajos fáciles. ¡Es tan bello hacer lo que otros esquivan!
Pero no caigas en el error de que sólo se hace mérito con  los grandes trabajos; hay pequeños servicios que son buenos servicios: adornar una mesa, ordenar unos libros, peinar una niña. Aquél es el que critica, éste el que destruye; se tú el que sirve.
El servir no es faena sólo de seres inferiores. Dios, que da el fruto y la luz, sirve. Pudiera llamársele así: El que sirve. Y tiene sus ojos fijos en  nuestras manos y nos pregunta cada día: ¿Serviste hoy? ¿A quién? ¿Al árbol, a tu amigo, a tu madre?

EL BUEN CIUDADANO EN EL IDEAL AMERICANO Por Teodoro Roosvelt

El buen ciudadano de una república debe darse cuenta de que le es preciso poseer dos clases de cualidades y que unas no sirven sin las otras: las que hacen de él un hombre capaz y las que canalizan su capacidad en provecho del bien público.
En la vida activa no hay sitio para el buen hombre tímido. El hombre protegido por su debilidad contra la perversidad vigorosa, está inmunizado al mismo tiempo contra las más vigorosas virtudes.
El buen ciudadano debe ser, desde el primer momento, de talla excelente como para salir bien por sí solo. No es un buen ciudadano si no tiene en sí mismo lo que hará de él un rudo trabajador y, en caso de necesidad, un rudo combatiente.
Pero si la capacidad de un hombree no ha sido reglamentada y guiada por el sentido moral, cuanto más capaz sea, más peligroso será. La valentía, la inteligencia y todas las cualidades dominadoras no sirven sino para agravar el peligro, si sólo las emplea para su provecho propio, con una brutal indiferencia de los derechos de los demás.
Poco importa en qué rama de la actividad se muestra esta capacidad perniciosa. Poco importa que la fuerza o la habilidad de tal hombre se manifiesten en una carrera de capitalista, de orador, periodista o caudillo. Si trabaja para el mal, cuanto más éxito tengas, tanto más debe ser despreciado y condenado por todas las personas honradas y sensatas.
Es un error monstruoso el de juzgar a un hombre por sus éxitos, y si el conjunto del pueblo se habitúa a juzgar así, si llega a disculpar la perversidad porque el hombre perverso triunfa, demuestra su incapacidad para comprender que las instituciones libres tiene por base el carácter del ciudadano, y que tal admiración del mal evidencia que él mismo no es digno de la libertad.

LOS SIMULADORES Por Anton Chejov

Marfa Petrovna, la viuda del general Pechonkin, ejerce, unos diez años ha, la medicina homeopática; recibe los martes por la mañana a los aldeanos enfermos que acuden a consultarla.
Es una hermosa mañana del mes de mayo. Delante de ella, sobre la mesa, se ve un estuche con medicamentos homeopáticos, los libros de medicina y las cuentas de la farmacia donde se surte la generala.
En la pared, con marcos dorados, figuran cartas de un homeópata de Petersburgo, que Marfa Petrovna considera como una celebridad, así como el retrato del padre Aristarco, que la libró de los errores de la alopatía y la encaminó hacia la verdad.
En la antesala esperan los pacientes. Casi todos están descalzos, porque la generala ordena que dejen las botas malolientes en el patio.
Marfa Petrovna ha recibido diez enfermos; ahora llama al onceno:
-¡Gavila Gruzd!
La puerta se abre; pero en vez de Gavila Gruzd entra un viejecito menudo y encogido, con ojuelos lacrimosos: es Zamucrichin, propietario, arruinado, de una pequeña finca sita en la vecindad.
Zamucrichin coloca su cayado en el rincón, se acerca a la generala y sin proferir una palabra se hinca de rodillas.
-¿Qué hace usted? ¿Qué hace usted, Kuzma Kuzmitch? -exclama la generala ruborizándose-. ¡Por Dios!...
-¡Me quedaré así en tanto que no me muera! -respondió Zamucrichin, llevándose la mano a los labios-. ¡Que todo el mundo me vea a los pies de nuestro ángel de la guarda! ¡Oh, bienhechora de la Humanidad! ¡Que me vean postrado de hinojos ante la que me devolvió la vida, me enseñó la senda de la verdad e iluminó las tinieblas de mi escepticismo, ante la persona por la cual me hallaría dispuesto a dejarme quemar vivo! ¡Curandera milagrosa, madre de los enfermos y desgraciados! ¡Estoy curado! Me resucitaste como por milagro.
-¡Me... me alegro muchísimo!... -balbucea la generala henchida de satisfacción-. Me causa usted un verdadero placer... ¡Haga el favor de sentarse! El martes pasado, en efecto, se encontraba usted muy mal.
-¡Y cuán mal! Me horrorizo al recordarlo -prosigue Zamucrichin sentándose-; se fijaba en todos los miembros y partes el reuma. Ocho años de martirio sin tregua..., sin descansar ni de noche ni de día. ¡Bienhechora mía! He visto médicos y profesores, he ido a Kazan a tomar baños de fango, he probado diferentes aguas, he ensayado todo lo que me decían... ¡He gastado mi fortuna en medicamentos! ¡Madre mía de mi alma!
"Los médicos no me hicieron sino daño, metieron mi enfermedad para dentro; eso sí, la metieron hacia dentro; mas no acertaron a sacarla fuera; su ciencia no pasó de ahí. ¡Bandidos; no miran más que el dinero! ¡El enfermo les tiene sin cuidado! Recetan alguna droga y nos obligan a beberla! ¡Asesinos! Si no fuera por usted, ángel mío, hace tiempo que estaría en el cementerio. Aquel martes, cuando regresé a mi casa después de visitarla, saqué los globulitos que me dio y pensé: «¿Qué provecho me darán? ¿Cómo estos granitos, apenas invisibles, podrán curar mi enorme padecimiento, extinguir mi dolencia inveterada?» Así lo pensé; me sonreí; no obstante, tomé el granito y momentáneamente me sentí como si no hubiera estado jamás enfermo; ¡aquello fue una hechicería! Mi mujer me miró con los ojos muy abiertos y no lo creía. «¿Eres tú, Kolia?», me preguntó. «Soy yo», y nos pusimos los dos de rodillas delante de la Virgen Santa y suplicamos por usted, ángel nuestro: «Dale, Virgen Santa, todo el bien que nosotros deseamos»."
Zamucrichin se seca los ojos con su manga, se levanta e intenta arrodillarse de nuevo; pero la generala no lo admite y lo hace sentar.
-¡No me dé usted las gracias! ¡A mí, no! -y se fija con admiración en el retrato del padre Aristarco-. Yo no soy más que un instrumento obediente... Usted tiene razón, ¡es un milagro! ¡Un reuma de ocho años, un reuma inveterado y curado de un solo globulito de escrofuloso!
-Me hizo usted el favor de tres globulitos. Uno lo tomé en la comida y su efecto fue instantáneo, otro por la noche, el tercero al otro día, y desde entonces no siento nada. Estoy sano como un niño recién nacido. ¡Ni una punzada! ¡Y yo que me había preparado a morir y tenía una carta escrita para mi hijo, que reside en Moscú, rogándole que viniera! ¡Es Dios quien la iluminó con esa ciencia! Ahora me parece que estoy en el Paraíso... El martes pasado, cuando vine a verle, cojeaba. Hoy me siento en condiciones de correr como una liebre... Viviré unos cien años. ¡Lástima que seamos tan pobres! Estoy sano; pero de qué me sirve la salud si no tengo de qué vivir. La miseria es peor que la enfermedad. Ahora, por ejemplo, es tiempo de sembrar la avena, ¿y cómo sembrarla si carezco de semillas? Hay que comprar... y no tengo dinero...
-Yo le daré semillas, Kuzma Kuzmitch... ¡No se levante, no se levante! Me ha dado usted una satisfacción tal, una alegría tan grande, que soy yo, no usted, quien ha de dar las gracias.
-¡Santa mía! ¡Qué bondad es ésta! ¡Regocíjese, regocíjese usted, alma pura, contemplando sus obras de caridad! Nosotros sí que no tenemos de qué alegrarnos... Somos gente pequeña..., inútil, acobardada... No somos cultos más que de nombre; en el fondo somos peor que los campesinos... Poseemos una casa de mampostería que es una ilusión, pues el techo está lleno de goteras... Nos falta dinero para comprar tejas...
-Le daré tejas, Kuzma Kuzmitch.
Zamucrichin obtiene además una vaca, una carta de recomendación para su hija, que quiere hacer ingresar en una pensión. Todo enternecido por los obsequios de la generala rompe en llanto y saca de su bolsillo el pañuelo. A la par que extrae el pañuelo deja caer en el suelo un papelito encarnado.
-No lo olvidaré siglos enteros; mis hijos y mis nietos rezarán por usted... De generación a generación pasará... «Vean, hijos, les diré, la que me salvó de la muerte, es la...» Después de haber despachado a su cliente, la generala contempla algunos momentos, con los ojos llenos de lágrimas, el retrato del padre Aristarco; luego sus miradas se detienen con cariño en todos los objetos familiares de su gabinete: el botiquín, los libros de medicina, la mesa, los cuentos, la butaca donde estaba sentado hace un momento el hombre salvado de la muerte, y acaba por fijarse en el papelito perdido por el paciente. La generala lo recoge, lo despliega y ve los mismos tres granitos que dio a Zamucrichin el martes pasado.
-Son los mismos... -se dice con perplejidad- hasta el papel es el mismo. ¡Ni siquiera lo abrió! En tal caso, ¿qué es lo que ha tomado? ¡Es extraordinario! No creo que me engañe...
En el pecho de la generala penetra por primera vez durante sus diez años de práctica la duda... Hace entrar los otros pacientes, e interrogándolos acerca de sus enfermedades nota lo que antes le pasaba inadvertido. Los enfermos, todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, empiezan por halagarla, ensalzando sus curas milagrosas; están encantados de su sabiduría médica; reniegan de los alópatas, y cuando se pone roja de alegría, le explican sus necesidades. Uno pide un terrenito, otro leña, el tercero solicita el permiso de cazar en sus bosques, etc. Levanta sus ojos hacia la faz ancha y bondadosa del padre Aristarco, que le enseñó los senderos de la verdad, y una nueva verdad entra en su corazón... Una verdad mala y penosa... ¡Qué astuto es el hombre!

DOS FÁBULAS POR LEÓN TOLSTOI

I

Dos hombres encontráronse en un camino muy estrecho por el que ambos no podían pasar de frente. Uno de ellos había de hacer sitio al otro, pero ninguno quería ir detrás y se obcecaron en aquello hasta que se injuriaron. Por fin, dijo uno al otro:
- Te aconsejo que me permitas pasar, porque de lo contrario te trataré como a otro testarudo en cierta ocasión.
El otro, horrorizado ante aquella amenaza, dejó libre el camino; mas, cuando el hombre se alejaba, le preguntó que habría hecho si no hubiese querido ceder.
- Dime  le preguntó- ¿qué hiciste  a aquel testarudo?
- Éralo más que tú, y viendo que nada podía obtener, me decidí a ... dejarle el paso franco.
El más inteligente, pues, debe ceder.


II

El lobo pidió al león que se le nombrara señor de los corderos; él mismo se presentó ante el león para rogárselo, y envió a sui compadre, el zorro, para que en su nombre fuera a suplicar a la leona. Pero el león le dijo:
- El lobo tiene mala reputación; no quiero que sobre mí recaiga tan grande responsabilidad; reuniré a los animales, y que digan qué piensan del lobo.
En la asamblea no se habló muy mal de él, y todos aprobaron el nombramiento.
Los corderos fueron los únicos no consultados; ¡habíanse olvidado de convocarlos!

ROJO Por Roxana D’Auro

Globo rojo. Pelo rojo. Labios rojos. Roja manzana. Carnes rojas. Ojos rojos. Rojo pasión. Planeta rojo. Sangre roja. ¡Rojos! ¡Colorados! ¡Comunistas! Rojo punzó. ¡Federales! Rojo ladrillo. Tierra roja. Pieles rojas.
Gato rojo.
-¡No! , ése es imposible.
- Te aseguro que Clarita tuvo uno, una vez.
Fueron seis. Tres como Clarita, blancos. Dos como el padre, grises.
Y uno rojo.
Rojo con ojos verdes.
Rojo con cola corta.
Rojo de pelo suave.
-¡Es una monstruosidad de la naturaleza!, dijo la abuela Berta.
Adoraba las palabras estrepitoso, calamidad, malformación, anomalía. Decía que el sonido de esas palabras era parecido a lo que significaban, y adrede marcaba fuertemente las consonantes o modulaba moviendo la quijada de un lado a otro para que el sonido saliera ondulante, así: descuartizado.
Mal presagio. Mal agüero. Mal signo.
-Mal sería que te quedes con ese rojo gato, sentenció Berta.
-¿O acaso aceptarías un perro verde jade, un toro amarillo cromo o un potro azul cobalto?
Siempre aprovechaba para mostrar sus inverosímiles conocimientos sobre todo. Acumulados con la paciente y compulsiva compra de fascículos coleccionables De:  monedas del mundo, dedales holandeses, armas de la I Guerra Mundial y también  de la II, bordado español y bolillos, origami y pastelería alemana.
Hasta uno de gatos y perros tenía, pero no halló respuesta.
No la había.
Era simplemente un gato rojo.
Uno que miraba con ojitos de gato de  almanaque, pero  rojo.
Que hacía “miau” para pedir leche y después de hundir su trompa en el plato, le quedaba un manchón rosa entre los bigotes y la barbilla, porque era rojo.
Cuatro patas color rojo y una lengua roja también.
Demasiado diferente.
Rojo por dentro, rojo por fuera.
Yo hoy estoy sentado acá, como todos a mí alrededor.
Veo a través de la ventana nacer y morir al día.
Estoy  gris por fuera y  también por dentro.
Pero no soy diferente como aquel rojo gato.
Soy igual. Idéntico a los demás.
Sólo en algo me distingo. Odio el color azul y la siesta.
Recuerdo aquella tarde, a la  hora de la siesta.
Recuerdo a Berta inclinada sobre el balde azul.
Sus ojos rojos.
Y el gato flotando    

FAST FOOD- FAST LOVE Por Roxana D'Auro

Se cruzaron rápido, al mediodía, durante esa cortísima media hora que les dan en sus oficinas para alimentarse, pronto, breve. En unos de esos locales de Fast Food. Intercambiaron un par de miradas, fugaces, como destellos. Se sentaron juntos y apresurados sostuvieron un veloz intercambio de datos mínimos y precisos. Con el nombre y el número de celular alcanzaba. Después vinieron los mensajes. Nvms? Dnd? A k hr? A la hora señalada estaban  en la puerta del hotel. Pagaron un turno, el más corto. Hicieron algo así como el amor. Una pulsión acelerada. Una carrera contra el reloj para alcanzar la meta  antes de que la molesta voz sonara en  el teléfono. Se despidieron casi sin poder articular palabras.
Él le dijo:-Tas ok? Ella respondió:- Xk? Él replicó:-Tas Kllda. Chatms dsp? Tqm. Yo tmb, le dijo ella,  mientras se alejaba con la sensación de que algo había sucedido y no sabía qué.

INSTRUCCIONES PARA ARRUNAR UN (POSIBLE) BUEN DÍA Por Melisa Circelli

“Si el sueño fuera (como dicen) una tregua, un puro reposo de la mente, ¿por qué, si te despiertan bruscamente, sientes que te han robado una fortuna?” dice Borges en su poema titulado “Sueños”. Sentimos que nos han robado una fortuna porque así es. El sueno, el descansar, el dormir y soñar son definitivamente una fortuna para aquellos que desean escapar de los días, de la rutina, del trabajo, de los problemas y de las responsabilidades.
Para muchos, el soñar trae muchas más alegrías que cualquier día de sus vidas. Los sueños nos dan sonrisas, nos dejan realizar aquellas cosas que nos son tan imposibles. Allí, en aquel mundo situado en nuestras mentes, alcanzamos lo inalcanzable, vemos lo que nunca pudimos, descubrimos lo oculto, entendemos lo incomprensible. Allí, en aquel “país” los hechos más locos cobran vida y de una forma u otra obtienen un sentido.
Indiscutiblemente el soñar es una tregua, una tregua de la rutina, del día y de todo lo que trajo con él. Con el sueño conciliamos el día y la noche. Equilibramos las cosas. Ponemos en pausa la vida y descansamos. Interrumpimos todo lo que el día nos ha dejado y le ponemos un alto, para tornarnos así, en el sueño que con suerte, quizá logre estabilizar los malos sentimientos que la rutina diaria dispuso.
Asimismo es un reposo, pero no solo para la mente, sino también un reposo para el alma. Ambos descansan, y quizás, por única vez en el día se ponen de acuerdo. En soñar o no y en qué soñar y logran lo maravilloso. Nos dejan en aquel eterno lugar. Nos llevan al mundo del ensueño. Y así lo dejan todo a disposición de la imaginación, para que los inconvenientes del día se tornen en un sueño o, porque no, en una pesadilla.
Desgraciadamente para muchos, durante la vigilia somos incapaces de liberar la mente, de despreocuparnos y sonreír un poco. Por más fuerte que lo intentemos, fracasamos. Las complicaciones y preocupaciones cotidianas no asechan y sin otra salida, partimos a enfrentarlas.
Por eso es que el descanso con un buen sueño no puede dejar de ser una tregua a todo esto. Allí no debemos ni preocuparnos ni hacernos cargo de nada que no deseemos. Allí el mundo se expande y nos deja en nuestras manos un manojo de inimaginables posibilidades, las cuales solo dependen de nosotros y por supuesto, de nuestras ganas de soñar.
Entonces, sin duda, nos resulta inevitable ponernos de mal humor, y sentirnos mal luego de ser despertados bruscamente. Porque, aunque probablemente sin intención, nos han arruinado el día. Nos han quitado la fortuna de ese sueño que quizás lograría dejarnos contentos durante el día o mejorarnos el humor del día anterior. Nos han quitado la alegría que nos estaba dejando esa fantasía, que aunque sea solo un sueño, y que sepamos que es totalmente irreal, nos dejaba algo que nadie más puede ofrecernos y que es diferente en cada soñador.
Pero si desean pruebas por todo lo dicho, solo puedo darles mi testimonio…
Esta mañana alguien me ha robado el humor y la sonrisa.

NADIE Por Jorge Dágata

Vivía en una casa que aunque pequeña debió ser agradable, tras un cerco vivo que separaba el jardín de la vereda y con un solo árbol alto y magnífico destacándose contra el cielo como un gigante de buen augurio.
El cerco enmarañado dificultaba el paso por la vereda y hacía mucho tiempo había ahogado al jardín. Del árbol, truncado un día con ferocidad, quedaba un tocón reseco del que aún emergían unas pocas ramas peladas, cada año más blanco al descascararse los últimos restos de corteza.
La casa se veía desastrada y hueca, rara vez iluminada, sin voces. Muy de tanto en tanto y más espaciada cada vez, recibía una visita, siempre breve.
Deambulaba desaliñado, casi en harapos, sin mirar ni saludar a nadie. Eludía a los conocidos, bordeaba los festejos, se descubría ante los cortejos fúnebres, caminaba mucho.
Envidiaba a los pájaros y odiaba a los perros. Algo hallaba en ese entregarse a la distancia sin frontera, a lo desconocido sin huellas, que le evocaba una ansiedad nunca satisfecha, una simpatía extraña por las posibilidades imaginarias, inalcanzables.  Una cicatriz en el muslo le recordaba un mal trance callejero y olvidados ya los detalles, esa dentellada había multiplicado la aversión a toda una especie, con el tiempo transformada en odio. Apedreaba a los perros con sólo verlos cruzar su vereda o asomarse a la senda que quería recorrer; los mantenía tan lejos como deseaba viajar con los pájaros, odio y amor, furia y ansiedad entrelazadas con momentos de su vida, borrados y revividos una y otra vez con un ladrido, un trino, un aletear o el olor repulsivo de las heces, tan similares a las humanas, que los perros dejaban con llamativa insistencia en las proximidades de su casa.
Si andaba entre los árboles y veía a un grupo de chicos, honda en mano, desarrollar la crueldad que alcanzaría plenitud más adelante en sus vidas, nada decía, nada hacía tampoco. Se  apartaba, invisible, sentado por ahí, hasta que la cacería terminaba o se alejaban los depredadores. Entonces recogía los muertos: un gorrión despanzurrado, una paloma decapitada. Se arrodillaba, abría un hoyo entre las hojas y la tierra suelta y echaba una última mirada deshecha al lugar, para alejarse luego cabizbajo. Si alguna de esas criaturas aún conservaba algo de vida, la apañaba en la gorra y le daba el lugar más confortable que encontrara entre sus cosas, para verla recuperada y entregarla otra vez a la libertad, o repetir la ceremonia lúgubre del entierro sin palabras.
Un día entre tantos, desde una cavidad formada por montículos de tierra y rocas, al borde del camino, le llegó un gemido débil y persistente. Quiso seguir pero al darle la espalda sintió un fuerte impulso, el de asomarse para descubrir de qué se trataba. Curiosidad o sensibilidad exaltada, sorpresa o vulnerabilidad de un solitario, el gemido lo arrastraba con la fuerza de su extrema debilidad, con la extraordinaria atracción de algo que expresaba su propia extinción y demandaba de él un momento. Trató, pero allá adelante se enfrentó al cielo brumoso y en el aire inmóvil percibió una ráfaga helada que desde muy adentro le repetía con insistencia no te vas a morir, no te vas a morir. Vio en el fondo del hoyo, a pocos metros, camuflado entre los pastos, un perro tembloroso, empequeñecido por su recogimiento fetal, con convulsiones que anunciaban un fin inminente. Pateó una piedra que rodó hasta el animalito herido y se mordió el labio inferior. Palpó con la lengua el dulzor de su propia sangre. Retomó el camino y a unos pocos pasos el gemido volvió a él, como un eco de los anteriores o el de otros en su memoria. Volvía a sentenciarle no te vas a morir, no te vas a morir. Lamía la sangre en el labio como el perro lamía penosamente, entre gemidos, su cadera. Bajó y trató de alzarlo, pero al mover el cuerpo un aullido de dolor lo obligó a desistir. Algún hueso astillado por un golpe debía clavarse en la carne y sólo pudo acomodar un poco la pata inerme sobre su campera. Regresó al rato con algo de alimento, unos calmantes que él mismo utilizaba a veces y una manta liviana y cálida con la que lo cubrió,  dejando libre sólo el hocico. Le dio a beber sosteniéndole la cabeza y acariciándosela sin darse cuenta. Ya no gemía y respiraba con regularidad. De afuera llegaban los sonidos de la noche, magnificados por la quietud del entorno. Murmullos, motores, voces diluidas, repentinos estallidos. Se recostó a su lado. En el aire que se enfriaba sus alientos se confundieron en un vapor blanqueado por la claridad de la luna menguante. Pensó en esa vida atrincherada contra la muerte invasora. Oyó el silencio completo del anochecer, creyó que era una tregua. Así llegó el amanecer y transcurrió otro día. Renovó sus atenciones una noche más y en los días siguientes. El animal comenzó a moverse y logró trepar al camino. Lo observó arrastrarse con dificultad. El perro volvió la cabeza,  invitándolo a seguirlo. Inmóvil, dejó que se alejara un poco más.  Dio media vuelta y apuró el paso, con un largo rodeo llegó a su casa, cerró todas las entradas y por varios días no salió. Desde entonces su vereda se mantuvo más limpia y no necesitaba ya apedrear a los perros, que se alejaban cuando lo veían venir.
Hacia fines de mayo colgaba del tocón reseco una bandera desteñida y deshilachada, la extendía con devoción y vigilaba que allí se mantuviera. Un día fijo de junio la arrancaba de un manotazo grosero, hacía un bollo y la abandonaba por otro año en el mismo rincón de donde la había rescatado.  Con el tiempo aquel trapo era un jirón de blanco grisáceo, sin bordes y cribado por el sol y las heladas; pero las dos ceremonias, solícita una y arrebatada la otra, se repetían separadas por la exacta cantidad de días que una vez había determinado y cumplía con puntualidad, al nacer del primero y en el crepúsculo del otro. El tronco vacío se recortaba el resto del año, rígido y estéril, contra el cielo cambiante y recurrente. Sólo en ese corto período parecía revivir con el movimiento del paño, vestido, como si un lugar insignificante de su mundo cobrara una momentánea importancia y se desvaneciera luego en su monótona realidad de esqueleto mutilado.
Una noche de sábado, tras revolverse durante horas en la cama, se levantó de un salto y aunque era pleno invierno se echó encima varios baldazos de agua, halló los utensilios para afeitarse y su ropa mejor compuesta y aparentando veinte años menos caminó las cuadras que lo separaban de una casona iluminada en las afueras de la ciudad. Sorteó los camiones y otros vehículos estacionados en las inmediaciones, entró por una pequeña puerta a un lugar donde las luces anaranjadas dejaban ver hombres deambulando sonámbulos, acodados a la barra o tanteando las paredes para mantener el equilibrio. Se sentó a una mesa en el rincón más apartado y pidió una cerveza. Una mujer casi adolescente se le acercó al rato, le acarició la espalda y le preguntó al oído si quería invitarla con una copa. La examinó con cuidado. No era delgada pero le gustó su expresión juvenil, de una desenvoltura inocente. Cuando iba a sentarse a su lado le preguntó el nombre.
-Soy Sandra fue la respuesta acompañada por un parpadeo cómplice.
Volvió a su cerveza y la ahuyentó con el mismo gesto que antes empleaba con los perros, que sólo la carencia de piedras le impidió completar.
La joven se alejó envuelta en una risa histérica que algunos de los concurrentes acompañaron, concentrando las miradas en ese raro bebedor de cerveza.
El hombre de la barra captó su aspecto huraño, llamó a la supuesta Sandra y se inclinó a escucharla unos instantes.  Luego fue hasta la mesa y mientras hurgaba en su campera con ademán aparatoso le dijo con un acento terminante que el lugar ya estaba reservado y debía retirarse.
Le respondió una mirada sin color, una demora que parecía aguardar a que la mano se decidiera a hacer lo que mandara la intención. El de la barra no la movió, pero le repitió su orden, esta vez con más énfasis y demandando con la otra mano el auxilio de los dos empleados que controlaban la entrada.
No cambió el gesto indiferente.
Al verlo rebuscar en los bolsillos el otro extrajo un arma de la campera y retrocedió unos pasos. Alrededor de la mesa se hizo un vacío expectante. La música suave del lugar sonó nítida.
Descargó sobre la mesa un fajo de billetes apretados que se abrieron en abanico y la cubrieron.
-¿Hay alguna que se llame Marina? preguntó estúpidamente, sin inmutarse por el que le apuntaba y el alboroto a su alrededor.
El de la barra guardó el arma con cierto alivio y recorrió con la mirada la mesa forrada de billetes en desorden. Miró a los que se iban acercando medrosos, buscando explicaciones, y atinó a preguntar:
-¿Marina?
-Marina. No me interesa cualquiera que no tenga ese nombre.
El otro hizo un cálculo rápido con los ojos, dio media vuelta y chasqueó los dedos. Una mujer madura avanzó decidida entre los curiosos y tras un cuchicheo acercó una silla y le dijo al oído, en la voz más cándida que supo lograr:
-Soy Marina y me acuerdo muy bien de vos.
Su mueca despectiva de incrédulo se fue ablandando al tasar las ojeras simuladas por el maquillaje, los labios dibujados con prolijidad, la cabellera oscura sujeta por detrás y una silueta atractiva.
Ya ella le rodeaba la cintura y al despachar la tercera cerveza jugueteó con la cabeza entre sus rodillas.
En la habitación poco iluminada se tiró en la cama. Marina se desnudaba con aires de pudor. Él mantenía los ojos cerrados y comenzó a morderse el labio inferior. Al sentirla tendida a su lado mantuvo firme el codo para que los cuerpos no se tocaran y la sorprendió con un rápido monólogo:
-Marina. Claro. Yo sí sabía. Te ibas a casar. El era aburrido. Te hartó. Lo dejaste. No era aburrido. No era así. No era el mismo. Desde que volvió no era el mismo. Lo querías. ¿Lo querías?
No lo interrumpió. Era la fantasía del cliente, una de tantas, convenía seguir el juego, la cubierta de la mesa valía eso y más.
Él se quedó pensativo.
-¿Lo querías? repitió-. No. Lo amabas. Estabas dispuesta a compartir tu vida con él, era divertido, era bueno, normal.
Apretó los dientes contra el labio. Brotaron las primeras gotas, que recogió con la lengua.
Marina miró hacia la puerta que por precaución no había cerrado con llave y se mantuvo silenciosa, sin apartar los ojos de esa boca de la que bajaba un hilo de sangre.
-Nunca lo viste desnudo. No hacía falta, si lo amabas. Así lo querían, les parecía valioso. Así se querían entonces. Esta será la primera vez, tu primera vez también.
No pudo evitar una sonrisa maliciosa, que se hubiese escuchado si la cara no estuviera tan apretada entre las manos. Pensó que era la elegida para representar a Marina precisamente por ser la más experta del lugar. Oficio de toda la vida que recordaba, con un antes breve, insignificante.
-Al principio trataste de ayudarlo, es cierto, lo querías, o lo amabas, como sea. Hiciste una fiesta para las dos familias, cuando volvió. Asado, tortas, música, qué suerte sano y en casa, decías, qué suerte, Marina, decían, sólo faltaba encontrar un departamento para alquilar y fijar una fecha, ¡ah!
Se interrumpió con un suspiro hondo y ella se alejó un poco más, al borde de la cama.
-¿Por qué él no decía nada, con el trabajo que se tomaron, el tuyo, el de las madres, y todos..?  Creyeron que no comprendía, ni siquiera escuchaba, no sentía las palmadas de afecto ni los elogios. Valiente, dijeron, valiente, ¡ah! Cuanto más hacían para alegrarlo era peor, si todos comprendían, si todos sabían bien que eso debían hacer, darle ánimo, ayudarlo a olvidar, ¡ah!
Los labios ensangrentados, la pera goteando ese rojo negruzco en la penumbra, la asustaron tanto que el cuerpo le temblaba, fuera de control. Se sostuvo los senos, inútilmente ofrecidos a un hombre que mantenía firme el codo entre los dos aunque ella ya no lo tocara, y con los ojos cerrados murmuraba:
-Te diste cuenta cuando pusieron esa canción, la que antes escuchaban juntos y bailaban, y él se fue al patio. No lo oíste sollozar, él no quería eso. No habían hecho nada mal, pero aún lo comprendían, había que darle tiempo, te necesitaba  más que antes, más que cuando te pensaba desde tan lejos y te escribía las cartas que no recibiste. Te necesitaba a vos, sobre todo a vos, con quien compartiría su vida, todo, claro que todo, lo bueno y lo malo. Cambió tu cara desde ese día, lo consolaste como se te ocurrió mejor, cada vez te costaba más, no sabías qué hacer, nadie lo sabía. Nadie. Nadie. Nadie, ¡ah!
Repetía ese nadie, nadie, cada vez más amargo y más empapado en la sangre que le caía por la camisa a las sábanas.
-Desapareció la primera vez y te encerraste a llorar, sentiste que algo se había derrumbado, por un tiempo lo buscaste, después ya no, ya no te importaba tanto un tipo así, por más que trataras de disimularlo.
Marina se había encogido en su rincón de la cama y estaba decidida a dejarlo solo en cuanto tuviera una oportunidad, pero el miedo le impedía decidirse.
-Después de esos tratamientos, las idas y venidas, como nada cambiaba con el tiempo, ese día que por fin pudiste hablarle le dijiste a lo mejor es preferible no vernos por un tiempo, comprendías que le hacías mal, porqué no probamos. Un tiempo, nada más que un tiempo para probar y después veremos qué hacer, lo mejor para los dos. El asintió, ya no hablaba, ya no te hablaba. Hasta hoy, Marina. Un tiempo que pasó. Así pasa y al  fin estamos juntos…
Comenzó a desnudarse, sin atender a la sangre que manchaba todo. Dejó caer la ropa al suelo y se volteó hacia su lado.
El primer asalto fue rápido y feroz. Tan torpe, tan ansioso, que Marina extendió los brazos y aflojó todo el cuerpo para que no la lastimara, mientras él jadeaba y le mordía el cuello, las orejas, los senos, veteándola de rojo oscuro. Sin pausa fue el segundo, más demorado en cada movimiento. Ella le ciñó los brazos sobre la espalda y acompañó las idas y venidas de los cuerpos, imitando lo que creyó le resultaría más placentero, ahora sin novedad,  es su loca fantasía se consolaba por dentro, sin dejar de sentirse burdamente usada como un objeto tibio, tan lejano como próximo parecía estar uno del otro, con asco por esa sangre que se mezclaba al sudor, maldita la suerte de esta noche con un chiflado, no es el primero, cierto, pero nunca habían llegado a ese extremo. Él suspiró muy hondo y Marina simuló un abrazo más intenso e intentó besarle la frente; él giró la cabeza y la aplastó contra la almohada, dio media vuelta y quedó tendido boca arriba, con los ojos cerrados, resoplando. Se oía palpitar su corazón. Le apartó la mano que quiso deslizarle por el pecho. Lo dejó para asearse en el baño, suponiéndolo dormido; gruñía o roncaba.
Volvió, se sentó en la cama para comenzar a vestirse y una presión vigorosa la obligó a recostarse. Bajo un mechón de cabellos escarchados vio los ojos, enrojecidos, centelleantes, clavados en su cara de susto con una fijeza que desconocía.
-Pagaré por otra hora le oyó decir-. Sólo por tu compañía.
Marina se incorporó sobre los codos y él la empujó contra la almohada.
-Ahí dijo en un tono neutro, que interpretó como una orden.
Así quedaron un largo rato, él sin moverse apenas y ella sin animarse a consultar el reloj; peinaba con los dedos el desorden en que había resultado la primera hora, lo oía balbucear algunas frases sin sentido, cortadas; hablaba inspirando el aire, hacia adentro para que no lo oyera. Sintió que le acariciaba un hombro y bajaba por los senos a las piernas. Era áspero y cálido, irradiaba energía, las caricias se convirtieron en un abrazo que la envolvió por completo. Le desordenó otra vez el pelo y quedaron los dos enredados en una lluvia nocturna, frotándose uno con el otro, sin una palabra separándolos.
-Nadie recomenzó él y la sintió temblar entre sus brazos-. Nadie repitió con una languidez que la entristeció-, nadie pudo amarte como yo, nadie, nunca, nadie, nadie…
La penetró demorándose en cada nadie, en cada nunca, suavemente, lento, los labios destrozados sobre los suyos, una mano en la espalda y otra en la cintura, atrayéndola con delicadeza.
Saboreó el dulzor de su sangre, la sal del sudor, ese extraño beso, el primero así, tan suyo, el primero que conocía en toda esa gran parte de su vida que ahora parecía borrada, el único beso con ese dulzor salado, como si a un tiempo pudiera absorberlo por todos sus orificios, poseerlo plenamente, no es mal macho, pensó, no es mal hombre, sintió, se dejaba llevar por algo tan distinto, fuera de la rutina, de la hartura de esa parte de su vida que dejaba súbitamente de existir, de otra anterior que revivía muy adentro; de esa olvidada belleza del descubrimiento que nunca creyó pudiera existir para ella, que nadie se había molestado por hacerle sentir, nunca, nadie, se repitió sin sonreír, nadie, nadie… Y no le importó darse cuenta de que estaba llorando.
Pasaron así buena parte de esa segunda hora, apenas alejados y aproximados de inmediato por el impulso de una sola voluntad, sintiendo ella cómo la virilidad se dilataba en ternura, sintiendo él cómo el objeto tibio se completaba en mujer, envuelto cada uno en el calor de los dos, resbalando en la sangre y el sudor, sujetos por las lágrimas sin dueños.
Mucho después, Marina recordaba que la despidió diciéndole el amor es mal pagador y no lo entendió. Lo oía repetir que para ella sería la primera vez y ya no pudo saber si era verdad. Se dejaba envolver en la evocación de ese hombre que había descargado una fortuna sobre la mesa y otra mejor en la cama. Con esa imagen se dejaba llevar muchas noches, buscando otra vez poseer plenamente y ser poseída de la misma manera, diciéndose con asombro que en ningún otro lugar quería estar sino ahí, junto al ensangrentado, junto a aquel que no volvió, ahí donde nadie, nadie, nadie…
Muchas veces después fue abril y junio, con el tocón desvestido que erguía su silueta reseca contra el frío blanco de las noches. Flameaba sólo la niebla en un silencio que violaba algún ladrido oculto, lejos.

PENSAMIENTOS

- La mayor recompensa que todo hombre público puede desear, es la aprobación de su conducta por sus contemporáneos.
José de San Martín.


- La guerra, como el juego, acaba siempre por la ruina.
- Pudiendo ser rico, teniendo reputación, abierto y accesible el camino de los empleos lucrativos, he preferido la pobreza, la oscuridad de la vida en un país extranjero, antes de callar lo que he creído la verdad útil para mi país.
- El poeta que no sabe vivir sin aplausos; el poeta que necesita agradar para comer, porque vive del consumo de su manufactura; el poeta que no sabe vivir ignorado y morir desconocido entre la generación de ciegos y sordos que ha vivido con él, no será jamás poeta inmortal; la posteridad y el país de su cuna no tendrán jamás una poesía suya y original.  

Juan Bautista Alberdi

UN CUENTO PARA FRANCESCA Por Jorge A. Dágata

La ilusión del escritor y la del lector se reúnen en un libro, como los regalos  intercambiados en el banco de plaza de este cuento que te dedico con cariño.


A Marita y a Miguel los separaban muchos, de veras muchísimos años de edad, pero los unía el mismo interés por las cosas curiosas que la gente pierde en la calle.
Cuando Marita volvía de la escuela guardaba de la merienda algo en el bolsillo para su amigo Miguel y corría a buscarlo al banco de siempre, en la plaza que estaba a la vuelta de su casa.
Don Miguel, como todos le decían, mantenía barrida y prolija toda esa manzana arbolada y surcada por caminos sinuosos, limpiaba los juegos de los chicos y revisaba que no quedara un clavo o un alambre suelto que pudiera lastimarlos. Era un trabajo que no le correspondía hacer, pero lo cumplía desde hacía tanto que todos los vecinos lo consideraban su deber. Él no se quejaba ni reclamaba a cambio más que el sonido alegre de las risas, cuando se sentaba a recuperar el aire en ese banco donde Marita corría cada tarde a encontrarlo.
La cuestión era saludarse con un apretón de manos, como Miguel le había enseñado, y contarse rápidamente las novedades del día. Cosas de la escuela, casi siempre las mismas, o de la plaza, también muy parecidas de una semana a otra.
Miguel le agradecía la media luna o el pedazo de pan aplastado que Marita le entregaba, saboreaba lentamente y aunque no siempre esos restos de merienda llegaban hasta él en muy buenas condiciones, invariablemente le decía que estaba riquísimo y era lo mejor que había comido en mucho tiempo. Marita sentía como un cosquilleo de felicidad al ver que su regalo era apreciado y por eso ni una sola tarde, aunque llegara con hambre de la escuela, dejaba de apartar algo para su amigo. Si volvía de un cumpleaños traía en una servilleta una porción de la mejor de las tortas para Miguel, aunque fuera la última y ella se quedara sin probarla. Marita era delgada como alguna niña que he conocido por ahí, y eso que estaba muy bien alimentada.
Después de darle las gracias Miguel hurgaba, como distraído, en el bolsillo más hondo de su pantalón y extraía algún objeto oculto en el puño apretado. Los ojos de Marita se agrandaban de curiosidad. ¿Qué habría encontrado hoy? ¿Qué había debajo de los dedos que él abría uno tras otro, como si contara? Una moneda oxidada, un brazo de muñeca, una honda con la goma cortada, una cadenita que corría por su mano como una serpiente inofensiva, las perlas pálidas de un collar disperso… Todas brillaban como por un encantamiento y parecían agrandarse cuando Miguel las dejaba caer sobre su mano pequeñita, como si le entregara un tesoro para que ella lo guardara, mientras le decía:
-Esto es lo que hoy cayó del cielo. Es un regalo de Dios, como el sol y la lluvia. Desde ahora es tuyo.
Marita llevaba coleccionadas tapitas con figuras extrañas, dos autitos sin ruedas, pañuelos suaves como plumas,  seis bolitas pesadas de acero, un vidrio redondeado de un color tan extraño que nadie podía nombrar, docenas de lápices y gomas de borrar y tantas otras cosas que aún no había aprendido a contar. No sabía que Miguel  encontraba otras que devolvía a sus dueños, cuando lograba hallarlos, o las dejaba en algún lugar donde pudieran recuperarlas. Sólo aquellas que nadie reclamaría eran lo que él llamaba el regalo del cielo, y las guardaba para su amiga.
Muchas veces había pasado que Miguel sacaba el puño del bolsillo, como siempre, lo abría con la misma demora, pero Marita descubría desencantada que estaba vacío.
Entonces él se encogía de hombros, levantaba la vista hasta más allá de la copa de los árboles y decía simplemente:
-Hoy no encontré  nada.
Después de un suspiro, continuaba:
-¿Sabés qué? A veces pienso que los lugares vacíos son los que reserva Dios para recuperar el aire. Si a mí me pasa con solo barrer y mantener esta placita, lo cansador que debe ser el inmenso trabajo que le dan el mundo y la gente.
Marita también se encogía de hombros, como dándole la razón, los dos sonreían, miraban al cielo y disfrutaban del sol o las nubes, o de los trinos de los pájaros o de las risas de los chicos en los juegos. Ella pensaba entonces que Miguel estaba equivocado, porque esos debían ser ese día el regalo de Dios, que nunca descansa. Entonces, como si hubiera escuchado sus pensamientos, Miguel le despejaba la frente con suavidad y le respondía:
-Muy bien razonado. Es que no siempre uno debe pensar con la cabeza, ¿no?
Y como ella, sin decírselo, se preguntaba con qué otra parte puede uno pensar, él le contestaba apoyando el puño sobre el lado izquierdo del pecho y aprovechaba ese momento de silencio, de paso, para recuperar el aire.
Esos días, cuando llegaba a su casa, abría la manito vacía en un hueco que había dejado entre las cosas que coleccionaba, la volcaba como si igual llevara algo y sentía que un poco de sol dorado o el algodón de una nube, o un trino alegre se acomodaban ahí para descansar.
Una tarde muy gris Marita corrió hasta la plaza con el bolsillo inflado de galletitas. Se había escurrido después de la merienda para que su mamá no se diera cuenta, porque si no seguro que no la dejaría salir.
Desde la esquina vio que el banco estaba vacío. Miró debajo de los árboles, donde Miguel solía refugiarse, en los juegos, en los senderos. Pero nadie andaba por la plaza esa tarde, nadie que pudiera perder el regalo, ni tampoco quien pudiera recogerlo para ella. No oía trinos ni risas, no estaba el  cielo, ni siquiera las nubes, sólo una niebla opaca que le mojaba la cara. Había pasado lo mismo en otros días malos y Marita pensó que Miguel no tardaría en llegar. Se sentó a esperarlo en el banco húmedo,  y así estuvo un largo rato, hasta que sintió frío, pensó que su mamá la retaría si se demoraba más, y volvió a su casa.
Miguel no fue tampoco al otro día, ni al siguiente. Marita oyó que los vecinos comentaban que era una lástima que el lugar quedara descuidado, porque no iban a designar a ningún reemplazante del placero. Alguien dijo una palabra que ella no comprendió del todo pero le recordó la tristeza de esa tarde de llovizna en que Miguel, por primera vez, había faltado a la cita.
Nadie volvió desde entonces a arreglar las hamacas o martillar los clavos del tobogán, ni a recoger los alambres y los vidrios peligrosos. Sólo de vez en cuando una máquina mantenía el pasto cortado, sin impedir que los senderos se fueran angostando hasta desaparecer.
Pasó el tiempo y Marita no volvió al banco de la plaza. A veces la cruzaba sin verla, preocupada por las tareas de su nueva escuela y por otras cosas que fue encontrando mientras crecía. Después se alejó del barrio, estuvo mucho tiempo en otra ciudad, estudió, salió a bailar, se enamoró, se casó y tuvo tres hijos, dos varones y una niña muy deseada a la que pusieron su nombre.
Cuando su hija Marita fue creciendo ella, sin darse cuenta, comenzó a recordar cada vez con más frecuencia a aquel viejo amigo, Miguel, al que nunca había olvidado del todo. Cerca de su nueva casa no había plazas, era muy poco el cielo que se veía detrás de los edificios y muy escasos los árboles entre el cemento. La gente se apuraba por las calles, el tránsito no dejaba un minuto de silencio para oír risas ni trinos.
Pero una tarde descubrió que su pequeña Marita, después de merendar, se guardaba unos trozos de pan en el bolsillo y salía a la puerta. La espió, curiosa, y vio que los entregaba a uno de los tantos chicos que deambulaban por el barrio pidiendo monedas. Esa noche, más que en ninguna otra, recordó a Miguel. Buscó en los muebles aquellas cosas que había coleccionado de niña, sin saber si se habían extraviado en las mudanzas o por casualidad las encontraría esperándola en algún rincón. Fue inútil. Aquel vidrio de un color que nadie sabía nombrar, aquellas bolitas de acero, los pañuelos como plumas… Solo estaban, aunque muy vivas y reales, apenas en su memoria.
Esa noche, en la sobremesa de la cena, Marita le contó a su familia sobre Miguel, su apretón de manos, las gracias que le daba cada tarde, cuántas cosas hacía por esa plaza que después todos olvidaron.  Les describió los regalos del cielo y les dijo también que estaba agradecida por todo lo que habían conseguido con gran trabajo, por tantas cosas que llenaban la casa y más todavía porque estuvieran unidos. Se detuvo un momento, se acarició la frente y agregó que siempre se debe dejar entre todas las cosas un hueco, un lugar vacío para que Dios, como Miguel, pueda recobrar el aire. Al principio no la comprendieron. Entonces ella palpó el bolsillo de su hija Marita, la abrazó muy fuerte, apoyó la mano sobre su pequeño corazón y le contó que había visto entregarle su pan a uno de los chicos de la calle, y que ese vacío que ahora tenía en el bolsillo, el que había dejado su entrega, era un hermoso lugar donde seguramente Dios estaría descansando de la grave tarea que le dan el mundo y todos nosotros.
Desde entonces y dondequiera que vayan, los cinco se cuidan muy bien de llenar por lo menos uno de los bolsillos, para que al regresar puedan sentirse felices de palparlo vacío.
La gente sigue perdiendo y encontrando cosas, pero ahora el placero del mundo tiene cinco rinconcitos tibios más donde recuperar el aire, en medio de su inmenso trabajo.

PATRIA Por Alfredo R. Bufano

Patria es el valle y el ancho río,
la mies madura y la montaña enhiesta;
Patria es mi cielo azul y patria es esta
tierra labrada del terruño mío.
Patria es el ave y patria la floresta
en donde anida el caudaloso estío;
Patria es la piedra y el jaguar bravío,
y el sol que en nuestra pampa se recuesta.
Patria es el duraznero florecido;
yunque, arado, cincel y el brazo fuerte
por el rudo trabajo ennoblecido.
Patria es la luz que sobre el mundo vierte
nuestro amor al la tierra convertido
en recio talismán contra la muerte.

EL SOLDADO ARGENTINO Por Leopoldo Díaz

Porque “Dios y la Patria” lo han querido,
va sonriente al horror de la batalla,
y su cuerpo destroza la metralla,
y su nombre se pierde en el olvido.

Solo, hambriento, desnudo y perseguido,
agita su pendón en la muralla,
y si enemiga muerte le avasalla,
muerto lo encuentra, pero no vencido.

¡Coronad de laureles al soldado
que sólo al fin de la jornada espera,
de sus cien cicatrices adornado,

con la frente rugosa y altanera,
para cubrir con su pecho ensangrentado,
unos jirones de la azul bandera!

PRONTO VENCEREMOS (Canción popular norteamericana) Adaptada y cantada por Maria E. Walsh

En mi alma yo sé
con honda fe
que pronto venceremos

Pronto venceremos,
pronto venceremos,
juntos lucharemos
hasta el final.

Quiero que mi país
sea feliz
con amor y libertad.

Sólo con justicia,
sólo con justicia,
nos haremos dueños
de la paz.

No tenemos miedo,
no tenemos miedo,
no tendremos miedo
nunca más.

En mi alma yo se,
con honda fe,
que pronto venceremos

Pronto venceremos,
Pronto venceremos,
juntos lucharemos
hasta el final

Quiero que mi país,
sea feliz,
con amor y libertad
Solo con justicia,
solo con justicia,
Nos haremos dueños
de la paz

Quiero que mi país,
sea feliz
con amor y libertad

No tenemos miedo,
no tenemos miedo
no tendremos miedo
nunca más.

Quiero que mi país,
Sea feliz
con amor y libertad
Con libertad.

BICENTENARIO MAS UNO..... ¿Más de lo mismo?

En esta entrega, un artículo de la revista “NATIVA”, ya conocida por todos (Qué, ¿usted no la conoce?) y algunas poesías conmemorando el bicentenario más uno de nuestra Patria. Avisamos a los lectores que cualquier parecido entre la Patria y la política actual y los políticos, es imposible. No son sinónimos.


EL DÍA DE LA PATRIA  /  Por Julio Díaz Usandivaras

El 25 de mayo es, por excelencia, el día de la patria, porque no hay otro de mayor significación en la historia nacional. Equivale a decir que es el día de todos los argentinos y el día, también, de muchos sudamericanos a cuyos países libertó el general San Martín. Pero este 25 de mayo cobra, a la vez, otra significación  para las naciones de casi el mundo entero: la económica, de donde resulta que tiene carácter universal. Sí, ´porque en el transcurso breve cuando se trata del tiempo- de 137 años, la república Argentina se ha vinculado al comercio mundial, cuyo cambio de productos le ha proporcionado la grandeza material de que hoy día puede hacer gala. Bien; un país que trasciende así, vertiginosamente, debe ser necesariamente grande, como ya lo sabemos que lo es el nuestro. Seguirlo engrandeciendo, por parte de los argentinos, debe ser la consigna. Esto no se logra solamente con el esfuerzo físico. Se realiza también con el sentimiento patriótico. El patriotismo de cada cual, representa el mejor aporte a estos efectos. Pero hay que saber interpretar cabalmente ese sentimiento. Muchos no lo entienden y otros no lo quieren entender. Los verdaderos patriotas son modelos de argentinos. Estos son los que se inspiran en el porvenir de la patria en todas sus obras y acciones. Se diferencian de los patrioteros, que abundan y que no nos hacen falta, en que piensan y obran calladamente, mientras aquellos alardean de patriotas con actitudes y vociferaciones torpes y falsas. Los jefes de la revolución de mayo, no hablaron mucho; fueron a la obra de emancipación, directamente. El patriotero es hasta peligroso, porque en cualquier instante puede hacernos quedar mal en las relaciones exteriores, vínculo principalísimo del cual viven las naciones y se engrandecen.
Este 25 de mayo nos encuentra en paz y en armonía con el mundo entero. Es una felicidad. Hay que procurar conservarla, que no otra es la tradición argentina. Y nos encuentra también en plena realización de la obra americanista de confraternidad entre los pueblos de América. Esto es algo muy importante que hace ya mucho tiempo debería haberse realizado. La escuela es una gran base para ello. El hogar también lo es. Hay que enseñarle a los niños, que los grandes ya lo saben. Hay que conservar a toda costa la paz, única garantía de felicidad entre las naciones. No hay desgracia más grande que la de ver destruido un país por efectos de la guerra, con la cual hoy en día nadie gana; ni siquiera aquellos que salen vencedores. Antiguamente podía decirse que la guerra era un negocio, porque el vencido entregaba territorio y pagaba indemnizaciones. Ahora el vencido queda inutilizado para cumplir con deudas de guerra, al carecer de medios. Y el vencedor pierde igual que si hubiera sido vencido porque no se cobra la tremenda destrucción de sus pueblos ni las cuantiosas sumas de dinero invertidas en la contienda. Las poderosas armas de guerra actuales, se diría que han terminado con las guerras. Es mejor creerlo así. La guerra, en síntesis, no conviene a nadie, aparte de ser un crimen inaudito de la civilización. Preguntad a cualquier distinguido militar de conciencia, patriota de verdad, qué es la guerra y para qué sirve, y su respuesta será terminante y negativa. Y para que no haya guerras en el mundo es indispensable ir consumando esta gran obra de acercamiento espiritual de las naciones del continente. Que otros hagan lo mismo en otros puntos de la tierra. América, en este particular, está dando un ejemplo al mundo. Hay que intensificar esta obra, que será salvadora de la humanidad en este resto del mundo. La libertad, la independencia, la grandeza económica, sólo se conservarán con el trabajo y la paz.
Y ahora que nos hemos entregado a obra tan patriótica y hermosa como lo es ésta de acercamiento y estrechamiento del vínculo de amistad de los pueblos americanos, pensemos un poco internamente en los sucesos de nuestro país, en su vida política, en sus consecuencias. Pues resulta que, mientras estamos haciendo obra de pacifismo y de amistad americanas, nos estamos peleando entre nosotros; así ocurre en muchos pueblos a menudo, de América como si fuera un desmentido a esa otra obra humana y grande. La política, cuando no se interpreta con el debido patriotismo, es la causa de la discordia interna, que divide al pueblo en vez de unirlo en el pensamiento y la acción. Los partidos políticos todos, creen, cada cual, ser mejor que el otro. Cada uno discute su plataforma electoral y pretende imponerla como la mejor. Y es que no siempre ha existido el verdadero concepto del patriotismo-, político y política, deberían ser sinónimos de patriotismo. No debería concebirse un gobierno que gobernase sin patriotismo, y si sólo atendiendo a sus conveniencias políticas. No son los hombres los que deben interesar, sino la nación. Cualquiera que posea méritos y capacidad tiene derecho a gobernar el país como lo anticipa la carta constitucional. Pero debe estar dotado de ese noble sentimiento; el más amplio de todos los sentimientos, porque quiere decir fraternidad, verdad, paz y trabajo, independencia y libertad. Cuando está de por medio la imagen de la patria, todo interés particular debe deponerse. Lo que los partidos políticos necesitan es saber gobernar para el país y no para unos cuantos que componen un partido. Buscar el bienestar de todos es ir derecho a la grandeza de la patria y es saber gobernar. Pero hay ideales muy grandes que no se pueden cumplir cuando están primero los intereses bastardos. He ahí los defectos de nuestra política desde remotos tiempos, que podríamos depurar y organizar con la base del bien de todos y para todos y antes que nadie para la patria.


Artículo aparecido en la revista “Nativa” N° 281 del 31 de mayo de 1947

UNA CITA GLORIOSA Por Luis V. Varela

En aquellos días del heroísmo sublime, en que unos cuantos buquecillos mal equipados se batían con escuadras formidables, Lorenzo Rosales y Tomás Espora eran dos de los mejores capitanes argentinos que acompañaban a Brown en sus proezas.
Eran amigos y compatriotas. La Patria era su única inspiración. Jamás los celos ni las rivalidades los habían alejado; pero llegó un momento en que por un detalle por cuestiones de servicio, se creó en ellos un abismo tan profundo como el mar en que tantas veces habían vencido.
Brown tenía su insignia en el buque que Espora mandaba. Una señal mal transmitida por la capitana o mal interpretada por Rosales, en medio de un combate, dio lugar al entredicho. Los dos bravos marinos se cambiaron cargos desde sus buques respectivos, cuando una tormenta les obligó a suspender el fuego  y retirarse.
El duelo era inevitable. Apenas fondeados, simultáneamente Espora y Rosales se enviaban sus respectivos carteles de provocación.
Brown supo del incidente, y llamando a ambos a su presencia les habló de la patria, del honor y del deber.
Les dijo que bravos como ellos no podían rehuir un lance de honor después de las ofensas cambiadas.
- Una muerte oscura, en el secreto de un duelo vulgar, sin gloria y sin provecho para nadie, no corresponde a dos soldados como ustedes  dijo Brown-
- Mañana, al rayar el alba  agregó el almirante- continuaremos el combate que el temporal nos ha hecho suspender hoy. Ése será el momento en  que ustedes diriman sus cuestión personal. El primero que abrace el palo mayor de tal buque enemigo, ése será el más bravo y habrá vencido al otro. ¡El testigo del duelo será Dios; el premio, la gloria; el juez, yo!
Cuando, a la mañana siguiente, se trababa de nuevo el combate, el buque enemigo que Brown había designado se veía simultáneamente acometido por babor y estribor, por los barquichuelos que mandaban Espora y Rosales.
Era inútil el esfuerzo de las naves brasileñas que venían en protección del buque atacado, Parecía que las dos embarcaciones argentinas desafiaran todos los peligros y volasen en alas de un propósito.
Por uno y otro costado se acercan, en medio del fuego del cañón y los fusiles, las naves de Espora y Rosales.
Éste logra amurar primero por babor y exclama:
- ¡Al abordaje, muchachos!
Y saltando sobre la cubierta del buque brasileño, le grita a Espora, que ya lega también por estribor:
- ¡He vencido! ¡Soy el primero!
Y Espora le replica:
- ¡Aún no! ¡La cita es en el palo mayor!
La tripulación de ambos buques se bate sobre la cubierta del buque brasileño. Espora y Rosales luchan cuerpo a cuerpo, al arma blanca, con cuanto se opone a su paso por llegar al palo mayor de la nave abordada.
Espora avanza por un costado, Rosales por el otro. Hay momentos en que el combate les acerca, y las tripulaciones que obedecen a uno y a otro se prestan mutua protección en aquel abordaje tremendo.
De pronto, el enemigo arría su bandera. El buque brasileño está tomado. Sus gentes se entregan , rendidas. Los compañeros de Rosales y Espora les llaman y les buscan para que se hagan cargo de los vencidos, pero antes han corrido hacia el palo mayor del buque tomado.
Llegan jadeantes, juntos, cubiertos de sangre propia y ajena, derramada en el combate horrendo, y al ir a precipitarse sobre aquel mástil, sitio anhelado de la cita, se encuentran... con el almirante Brown que, cruzado de brazos y dando órdenes, espera allí a sus dos héroes, seguro que sólo la muerte les habría impedido llegar a aquella cta de gloria.

HUMORISMO DEL GENERAL BELGRANO (Anécdota)

Días antes de la batalla de Tucumán, que tuvo lugar el 24 de septiembre de 1812, el coronel español Huici fue tomado prisionero. El jefe de las fuerzas realistas, general Pío Tristán, envió a Belgrano cincuenta onzas de oro para que fuesen entregadas al militar español. Al mismo tiempo le advertía sobre el trato que debía darse al prisionero, amenazando con aplicar idéntico procedimiento a los patriotas que se hallaban en su poder.
¡Cuán lejos estaba Pío Tristán de conocer la nobleza del general Belgrano y su respeto por la persona del vencido!
La comunicación concluía con estas jactanciosas palabras: “Campamento del Ejército Grande, septiembre 15 de 1812”
Belgrano, haciendo  gala de exquisita generosidad, devolvió a Tristán las cincuenta onzas. En su mensaje le pedía que las repartiese entre los prisioneros patriotas y le informaba, asimismo, que él entregaría al coronel Huici una suma igual. La nota terminaba con estas palabras reveladoras de un fino humorismo: “Cuartel del Ejército Chico, 17 de septiembre de 1812”
Siete días más tarde, el Ejército Chico obtenía una aplastante victoria sobre el Ejército Grande.
El triunfo de Belgrano en Tucumán respondió, con la elocuencia de los hechos, a las arrogantes palabras del jefe realista.

DECORO DEL HOMBRE Por Celso Tindaro

No aceptes a ningún precio la servidumbre ni la tiranía. No reniegues de la libertad, decoro del hombre. De ella viene todo progreso; de ella depende todo bienestar humano. Todo lo que no sea libertad, corrompe, anula, envilece, mata al hombre. Quien te arrebata tu libertad, es tu verdugo

HÁBIL SENTENCIA De “El libro del escolar” de Pablo Pizzzurno

El último presidente que tuvo la republica  Sudafricana del Transvaal se llamaba Kruger y era tan justiciero y bondadoso que sus conciudadanos lo adoraban. Lo consideraban como el padre de una gran familia y a su decisión, como juez, sometían a menudo hasta las querellas domésticas y los conflictos de intereses. He aquí un caso contado por un diario de París, para mostrar cuán merecida era la confianza que todos depositaban en su rectitud y sabiduría:
“Un día, día vecinos y parientes le eligieron como árbitro. Se trataba de repartir entre ambos un bien del que tenía la propiedad indivisa, y no lograban ponerse de acuerdo respecto a la proporción que a cada uno debía corresponderle. El presidente Kruger, sentado bajo el cobertizo de su casita y lanzando al cielo nubes de humo, escuchaba silenciosamente sus quejas. Los contendientes se excitan, cambian palabras agrias, la discusión se envenena. De pronto, Kruger, los interrumpe:
- Tú dividirás la propiedad en dos partes y como te parezca mejor.
Y al otro litigante le dice:
- Y tú tomarás de esas dos partes la que más te convenga.

LOS LIBROS Del libro “Entre Amigos” de Luis de la Vega



Al dirigirse a la escuela, la atención de Manuel se sentía atraída por una ventana. Detrás de ella, sentado ante una modesta mesa, un hombre escribía unas veces y leía otras.
Y Manuel pensó: ese debe ser uno de los tantos ociosos que hay en este pueblo.
Manuel se hizo hombre y formó un hogar. Un día llegóse a una librería en procura de algunos libros `para su hijo enfermo.
¡Con qué alegría los recibió el niño! ¡Y cómo brillaban sus ojos de contento mientras recorría sus páginas!
Un noche Manuel leyó esos libros. ¡Qué hermosos relatos! ¡Qué cuentos tan interesantes y
Entretenidos aquellos! Y Manuel
pensaba: ¡Cuánto bien ha hecho a la humanidad el que escribió estos libros! ¿Qué habrán dado los hombres al autor de estos tesoros?
Pasaba una mañana por la calle que recorriera años atrás como estudiante, y reconoció la ventana donde se había detenido tantas veces su mirada.
Detrás de ella vio al hombre aquél, anciano ahora, que seguía escribiendo, escribiendo siempre.
- ¿Qué escribirá este hombre? preguntó Manuel al amigo que lo acompañaba .          
- ¡Cómo! ¿No lo conoces? Sin embargo ,vi ayer en manos de tu hijo los libros que él escribe...

UNA DE BORGES...

Cierta vez, un empresario hizo una enorme fiesta para celebrar la publicación del primer libro de su hijo. De repente, llegó como un invitado más a la fiesta, Jorge Luis Borges; todas las personas que estaban en el salón se quedaron en silencio ante la presencia de l célebre escritor. El padre del chico, un poco turbado, se le acercó y le dijo:                                                          
 - Maestro, yo soy el padre de mi hijo.
A lo que Borges respondió sonriente:
-Si, esas cosas suelen suceder.

LA RESISTENCIA BALCARCEÑA - Por ENRIQUE SPINELLI

Muy pocos lo saben, pero Balcarce fue invadida por alienígenas. Una perversa estrategia de estos individuos hacía que la mayoría de los balcarceños no lo percibieran. Unos pocos -los distintos- advirtieron esta situación y organizaron “La Resistencia Balcarceña.”
Los invasores, entre otras cosas, implantaron una instalación que denominaban “la fábrica”. Esta cosa se tragaba a los balcarceños 8 horas por día, los largaba sólo para su recarga y volvía a tragárselos el día siguiente. Además, todo el tiempo inundaba el pueblo con un tufo de fábrica que mantenía a sus sometidos en un estado alienado, casi hipnótico.
Estos tipos tenían planes a largo plazo, por eso también buscaban dominar a los niños. Lograron sacarlos del potrero para alienarlos en estaciones de juego, donde mediante horas sobre una pantalla, eran instruidos en la nada. Para esto, eliminaron todos los potreros y los reemplazaron por edificios con habitaciones de 2x3. Los niños tenían 4 o 5 amigos entrañables y se los cambiaron por 1024 en la red social; el perro pulgoso por un prolijo “pet” y la pelota por un “link”. De esta manera, estos impiadosos seres controlaban toda comunicación que pudiera atentar contra su control. Control era su palabra preferida, su inicio y su fin. Para conseguirlo implantaron formidables instrumentos, como la internet, el celular, los semáforos y los horarios.
Así fue cómo poco a poco, estos tipos fueron inoculando a los felices habitantes del pueblo y los transformaron en usuarios. De alguna manera consiguieron que los balcarceños, personas amantes del tiempo y la amistad, vivieran apurados, llegando siempre tarde a donde antes no iban. Los amables taxistas del pueblo luchaban por ganar cada esquina como si les fuera la vida en cada encuentro. Nunca supieron por qué.
Como si todo esto fuera poco, los alienígenas se robaron el aroma y el sabor de los tomates, vaya a saber para qué; dejando unos preciosos tomatitos con sabor a tomatito precioso.
Digamos que si la vida es lo que disfrutamos, en Balcarce quedaba muy poca vida. Por suerte, era muy fácil identificar a invasores y colaboracionistas: vestían traje, celular y jamás usaban efectivo. En general, para estar seguros, vivían en countries donde eran custodiados por guardias pobres, que fajaban a cuanto pobre intentara acercarse al country. Cuando terminaban su turno, estos poderosos pobres guardias se retiraban a sus pobres casas, entre sus vecinos pobres que gustosamente los fajaban. A veces, los colaboracionistas les daban la mano a sus guardias y ¡hasta les hacían chistes! Sólo el alineamiento impuesto por los alienígenas hacía posible mantener este delicado equilibrio.
Los invasores tomaron el control; pero no pudieron con todos, algunos dejaron sus empleos y se hicieron poetas, músicos y artesanos. Otros, como los muchachos del Alas, tomaron una actitud más combatida, pero todos ellos de uno u otro modo lucharon por la liberación de todo Balcarce.
La resistencia balcarceña, comenzó con sus actos combativos en el pueblo mismo, intentando debilitar a los invasores. El Dr Garsú, con la ayuda de un sobrinito medio nerd, logró jackear facebook. A todos quienes estaban conectados ese día a las 3 de la mañana, se les presentó una pantalla con los ojos saltones del Turco Alcoyana y un mensaje: “Son las tres de la mañana, todos tus amigos están culiando …¡y vos con la computadorita!”. La idea era buena, pero su efecto fue nulo. Rápidamente, todos los usuarios, comunicándose mediante mensajes de texto, advirtieron que no era verdad. La compañía de telefonía celular facturó 30.000 mensajes en 5 minutos.
Los muchachos rastrillaron todo Balcarce buscando la central invasora. No la pudieron encontrar, pero descubrieron que el control se realizaba desde el exterior: un edificio en Buenos Aires. Hacia allí viaja La Resistencia Balcarceña con un camionero que los alcanza hasta el puerto, donde encuentran la central pero también importantes medidas de seguridad: había guardias en la entrada y en cada uno de los pisos. En primer lugar enviaron a Soguita, más acostumbrado a escurrirse, que ingresó disfrazado de zócalo. El quinielero venía bien, pero un seguridad lo descubre mediante visión infrarroja cuando ya estaba dentro del edificio. Soguita se ve acorralado y le cruza la cara de un alpargatazo. En el apuro, en lugar de darle con la suela le da con el interior del calzado. El alien cae y muere antes de llegar al piso. Apenas alcanzó balbucear mimnio athesa eio…
La avanzada abre una ventana por donde ingresan todos. La Resistencia llega sin inconvenientes al piso restringido, pues van por las escaleras. Los muchachos desconfían de los ascensores y más aún de esos que cierran las puertas solos. Los alienígenas jamás pensaron que alguien podría subir por las escaleras, en realidad no sabían cuál era su utilidad.
Finalmente llegan al piso 18 donde se aloja la cúpula y la sala de control. Marmorato rompe la puerta blindada de un cabezazo y Alcoyana ingresa con una escopeta del 12 listo para liquidar a los invasores. Se encuentra que 4 de estos tipos manejaban todo el pueblo, sometiendo todo Balcarce robando niñez, sueños, charlas y poesía. Ahí estaban, en sus impecables trajes y con tres celulares cada uno sobre su mesa. Sólo por un instante miraron a Alcoyana, que les apuntaba con un ciego agujero negro, y continuaron tecleando como si nada. En sus computadoras tenían abiertas 14 ventanas que atendían con fruición, al mismo tiempo que atendían los mensajes de texto en sus celulares.
El turco sólo les dijo -tal vez lo saco de alguna película-: -Pidan su última voluntad. Los 4 respondieron al unísono: -¿Me deja revisar el e-mail?
Alcoyana y sus amigos quedaron paralizados por el espanto. El Turco los reventó y destruyó la central de control, pero sólo por impotencia: el problema era mucho más grave de lo que parecía.
Los muchachos regresan colados en un tren hasta Mar del Plata. Recobraron algo de esperanza cuando 3 tipos con cuchillos de acero intentaron robarlos. Después de la paliza que les dieron a los chorros se sintieron algo más vivos. En agradecimiento les dejaron un banderín del Alas Balcarceñas.
Finalmente llegan a Balcarce. -Gente, vamos al "Zorzalito Criollo" y con lo que nos quede, nos robamos un chancho y lo asamos en el Alas.
El pueblo era la desolación. Todos caminaban como zombies sin rumbo por las calles. Con el tiempo la gente se comenzó a organizar y autogestionándose, organizaron cooperativas y lograron reabrir las fábricas, el facebook balcarceño, activaron el email, los celulares, etc, etc, etc



LA ESPOSA ABNEGADA (Anónimo, extraído de un Manual de la Caja de ahorros del año 1950)

Cuéntase que Gustavo Flaubert fue declarado cesante en su modesto empleo administrativo. Volvió a su casa atribulado. No era fácil encontrar acomodo en aquel rincón provinciano. Él no era muy apto para otras labores que no fueran las de la pluma.
Cuan do su mujer se enteró de lo sucedido asombró a Flaubert con una sonrisa que expresaba casi un sentimiento de satisfacción.
- ¡Hombre, no es para afligirse tanto!...
Y ante la mirada interrogadora del marido, prosiguió:
- ¿No decías que para ti era un tormento llenar planillas y copiar informes? ¿No te lamentabas de la falta de tiempo para poder escribir tus fantasías?
- Si, querida  repuso Flaubert con tristeza-; me gustaría mucho poder dedicarme por entero a escribir; pero mientras llegue la paga de las primeras producciones ¿de qué viviremos?
- Con el producto de nuestros ahorros.
- ¿De nuestros ahorros, dices? ¿Has podido ahorrar sobre mi flaco sueldo de oficinista?- - Si, Gustavo; acomodando los gastos a las entradas. ¿Recuerdas mi proposición de no tomar coche los domingos para llegar a la granja de nuestros amigos, porque la caminata resultaba saludable? ¿No advertiste que el botellón de vino contiene siempre un tercio escaso al comenzar las comidas? ¿Y la supresión del café porque a la noche produce insomnio? ¡Cuán fácilmente nos acostumbramos a la limitación de algunos pequeños placeres! ¡Y qué satisfacción la mía cada vez que apartaba unos francos para el fondo de reserva! Y cuándo tú te lamentabas de las tareas rutinarias que te robaban horas magníficas que hubieras podido dedicar a escribir, yo me decía: “Llegará un día en que mi Gustavo podrá disponer de todo su tiempo; y escribirá novelas; y viviremos de su producción literaria, y él se sentirá feliz, y yo, yo...”
- Y tú interrumpió Flaubert abrazándola tiernamente- , tú eres la más maravillosa de todas las mujeres; eres un ángel...
- ¡No, no, no!, me complace mucho más el modesto papel de esposa cuerda y sensata, de buena ama de casa, de compañera fiel de un hombre que será famoso por sus libros; porque estoy segura de que escribirás cosas admirables. Ya verás cómo nos arreglaremos mientras das término a esa novela que tienes empezada.
Y, efectivamente, aquel día comenzó la carrera brillante de uno de los más excelsos escritores de Francia. Sus novelas, consideradas como la más acabada muestra de perfección literaria, fueron posibles gracias a la sabia y previsora política doméstica de su abnegada compañera.

Con la misma moneda (Enviado por Clara P. Pastoriza)

En una aldea cercana a La Rioja vivía un campesino llamado Serapio. Cierto día fue a la iglesia del pueblo para que el padre Miguel le cantara una misa en memoria de sus finados, entregándole en pago una moneda falsa.
Como se le hacían falta algunas cosas, el padre Miguel mandó al sacristán al almacén de la esquina a comprarlas, dándole para pagarlas la moneda que le entregara el bueno de Serapio. Pero el almacenero, al ver que la moneda era falsa, no la quiso recibir, y el muchacho se volvió con ella.
Pasó algún tiempo y un buen día volvió Serapio al pueblo para confesarse y recibir la comunión; el padre Miguel, ni bien lo vio, puso la moneda falsa en el copón, y cuando le tocó el turno a Serapio, en lugar de la santa hostia le introdujo la moneda falsa en la boca. Este hizo esfuerzos para tragarla, pero como no lo consiguiera se acercó al padre y le dijo en voz baja:
-Padre; no pasa.
-¡En el almacén tampoco, hijo mío!

Sección Herboristería: Hoy Colletia paradoxa, vulgarmente llamado Curro Por Jerome Bompland

Cierta vez, en una exposición de cuadros de naturaleza muerta, un conocido muralista me hizo la observación de que todos los cuadros expuestos en esa galería, cualquiera sea el motivo, tenían pintadas unas matas de curro. Obviamente, le pregunté por que se hacía tal cosa, y me contestó que el curro es un símbolo; quizás el más genuino de Balcarce. Está en casi todas las expresiones artísticas, médicas, políticas, económicas, sociales, técnicas, nodales... y que en lo personal, ella creía que no había casi lugar alguno en el que dicho arbusto no estuviera presente.
Notando mi escepticismo, me explicó que si me tomaba una dedicada molestia, podía observar que este arbusto, tan grande, gordo y bien alimentado, se extendía por casi todo el partido y era raro el lugar donde no hubiese aunque sea alguna plantita de él. Que si bien es exclusivo de la Tandilia sedimentaria, el curro de Balcarce era único por lo persistente y extendido que estaba. De paso, es muy común encontrar dicho curro junto con la cicuta, sin que uno conviva en detrimento del otro.
“El curro decía-, es más que un simple arbusto; es toda una institución. Me extraña que una planta así no se haya colocado en el escudo de esta ciudad” y seguidamente comenzó a ponderar las virtudes de éste.
Consultado cierto amigo, botánico de profesión, que estaba de visita en la ciudad, luego de describirlo como un arbusto de mediana altura de hojas engrosadas terminadas en espinas (por lo que no cualquiera puede hacer o recoger un curro, sino personas expertas en eso), me hizo notar cuánto curro hay en este lugar y que si bien el arbusto está disminuyendo en las sierras y campos, el curro aumenta en plena ciudad gracias al esfuerzo de la gente por no destruirlo, como vulgarmente se hace con la retama (que de paso, los que la cortan dicen que al menos sirve para hacer fuego al igual que el curro, aunque a éste, si se lo quema, provoca una densa humareda capaz de esconder cualquier bulto). Es por ello que entidades gubernamentales y no gubernamentales, tales como los ecologistas, optan por fortalecerlo y hacer que crezca por todos lados, llevándose muchos de sus representantes cuando viajan algún curro como recuerdo para acallar la nostalgia por su terruño.
También me dijo que hay recolectores o gente que se dedica exclusiva e  incansablemente a los curros: Se los denomina “Curreros” y los hay de todas layas y profesiones. “No cualquiera es currero sentenciaba mi amigo-. Hay que saber mucho para diferenciar bien los tipos de curros y elegir entre los ejemplares más desarrollados o “gordos” de los que no reportarán beneficio alguno al currero”.
Notando en mí un aire de extrañeza dado que desconocía totalmente que hubiera semejante profesión siguió diciéndome: “En toda la Argentina existe una cofradía de curreros que, reuniéndose en regulares grupos cada tanto, buscan el codiciado vegetal o curro para su propio beneficio, alegando que de alguna manera, el preservar esta especie hace bien a la sociedad. Y acto seguido, convocan a un par de “currerías” u operativos para conseguir la mayor cantidad de curros posibles”.
Le pregunté si el oficio de currero era anterior al curro o viceversa. Me respondió que era como preguntar lo del huevo y la gallina. Eso si, me recalcó que dadas las circunstancias y el desarrollo de nuestro ecosistema nacional, hay curro para rato y, claro, curreros.
“Tan importante es su profesión observó un amigo jubilado- que aparecen por todos lados: en los medios periodísticos, ya sea escribiendo artículos o como columnistas invitados; presentando proyectos; programando conferencias; dando cursos o discursos; actuando en educación; filosofando en los sindicatos; colaborando -desinteresadamente- en grupos de todo tipo, gubernamentales como en algunos consejos deliberantes-; nodales o de ecosistemas; en compañías de servicios (agua, gas, luz, residuos, reciclajes), o simplemente esperando pacientemente algún reconocimiento a su tarea”.
Mencionó de paso que la mejor herramienta para la recolección de curros era un artefacto, cuanto más largo, a más curro podía acceder el currero. Dado que hay muchísimos especialistas en confeccionar dicha herramienta, ésta sola da trabajo a tantos que por eso lleva parte del nombre de su presa: “Currículum”.
En el breve paseo que tuvimos, me mostró varios ejemplares que crecían en la sierra, en los campos, en las estancias, cerca de los pozos de agua, en los basureros (hoy futuras plantas de reciclado), y hasta pequeños brotes que estaban diseminados en plena ciudad, plantados disimuladamente en los canteros de la plaza, junto a la pirámide; y hasta me ha mostrado que en ciertas dependencias municipales, bancarias, empresariales, agropecuarias, comerciales, educativas, compañías de electricidad,  sindicatos, etc. han incorporado por patriotismo o simpatía este elegante arbusto en muchas de sus dependencias, ya sea como adorno o recordativo de la importancia que tiene éste con el devenir ecológico de la ciudad.
Quien suscribe, en estos últimos tiempos ha estado caminando por varios lugares de esta ciudad y viendo cómo se reproduce este Colletia paradoxa o Curro en casi todos los lugares que ha visitado. Es un placer, más en estos tiempos de tanta suspicacia y malos entendidos, donde el trabajo honrado escasea o brilla por su ausencia, el ver tantos curreros ir en pos de todos los curros que encuentren para garantizar sus bienes y el de sus entenados, aunque en verdad, mis amigos nunca me dijeron cuál es el bien que le podría hacer este oficio a aquellos que no lo practicamos en absoluto.


DISCURSO QUE TENDRIA EXITO Por Roberto Arlt (De “Aguafuertes Porteñas”)

  He aquí el texto del discurso:
 "Señores:
  "Aspiro a ser diputado, porque aspiro a robar en grande y a `acomodarme' mejor.
  "Mi finalidad no es salvar al país de la ruina en la que lo han hundido las anteriores administraciones de compinches sinvergüenzas; no, señores, no es ese mi elemental propósito, sino que, íntima y ardorosamente, deseo contribuir al trabajo de saqueo con que se vacían las arcas del Estado, aspiración noble que ustedes tienen que comprender es la más intensa y efectiva que guarda el corazón de todo hombre que se presenta a candidato a diputado.
  "Robar no es fácil, señores. Para robar se necesitan determinadas condiciones que creo no tienen mis rivales. Ante todo, se necesita ser un cínico perfecto, y yo lo soy, no lo duden, señores. En segundo término, se necesita ser un traidor, y yo también lo soy, señores.
  Saber venderse oportunamente, no desvergonzadamente, sino "evolutivamente". Me permito el lujo de inventar el término que será un sustitutivo de traición, sobre todo necesario en estos tiempos en que vender el país al mejor postor es un trabajo arduo e ímprobo, porque tengo entendido, caballeros, que nuestra posición, es decir, la posición del país no encuentra postor ni por un plato de lentejas en el actual momento histórico y trascendental. Y créanme, señores, yo seré un ladrón, pero antes de vender el país por un plato de lentejas, créanlo..., prefiero ser honrado. Abarquen la magnitud de mi sacrificio y se darán cuenta de que soy un perfecto candidato a diputado.
  "Cierto es que quiero robar, pero ¿quién no quiere robar? Díganme ustedes quién es el desfachatado que en estos momentos de confusión no quiere robar. Si ese hombre honrado existe, yo me dejo crucificar. Mis camaradas también quieren robar, es cierto, pero no saben robar. Venderán al país por una bicoca, y eso es injusto. Yo venderé a mi patria, pero bien vendida. Ustedes saben que las arcas del Estado están enjutas, es decir, que no tienen un mal cobre para satisfacer la deuda externa; pues bien, yo remataré al país en cien mensualidades, De Ushuaia hasta el Chaco boliviano, y no sólo traficaré el Estado, sino que me acomodaré con comerciantes, con falsificadores de alimentos, con concesionarios; adquiriré armas inofensivas para el Estado, lo cual es un medio más eficaz de evitar la guerra que teniendo armas de ofensiva efectiva, le regatearé el pienso al caballo del comisario y el bodrio al habitante de la cárcel, y carteles, impuestos a las moscas y a los perros, ladrillos y adoquines... ¡Lo que no robaré yo, señores! ¿Qué es lo que no robaré?, díganme ustedes. Y si ustedes son capaces de enumerarme una sola materia en la cual yo no sea capaz de robar, renuncio "ipso facto" a mi candidatura...
  "Piénsenlo aunque sea un minuto, señores ciudadanos. Piénsenlo. Yo he robado. Soy un gran ladrón. Y si ustedes no creen en mi palabra, vayan al Departamento de Policía y consulten mi prontuario. Verán qué performance tengo. He sido detenido en averiguación de antecedentes como treinta veces; por portación de armas -que no llevaba- otras tantas, luego me regeneré y desempeñé la tarea de grupí, rematador falluto, corredor, pequero, extorsionista, encubridor, agente de investigaciones, ayudante de pequero porque me exoneraron de investigaciones; fui luego agente judicial, presidente de comité parroquial, convencional, he vendido quinielas, he sido, a veces, padre de pobres y madre de huérfanas, tuve comercio y quebré, fui acusado de incendio intencional de otro bolichito que tuve...
  Señores, si no me creen, vayan al Departamento... verán ustedes que yo soy el único entre todos esos hipócritas que quieren salvar al país, el absolutamente único que puede rematar la última pulgada de tierra argentina... Incluso, me propongo vender el Congreso e instalar un conventillo o casa de departamento en el Palacio de Justicia, porque si yo ando en libertad es que no hay justicia, señores..."

Con este discurso, la matan o lo eligen presidente de la República.

Fin Por Ezequiel Feito

Puede devorarme el sol esta mañana.

Puede recortar mis ojos vacíos
y poner en ellos un azulado tiempo
sin importancia e infinito.

Disolver mi cuerpo en el aire
y darlo de comida a los ávidos pájaros del cielo,
o recortarme en pedazos y esconderlos en las nubes
para llevarlos a cualquier parte de la tierra.

Puede envolverme en su luz, de tal manera
que desaparezca como si nunca hubiese existido
o convertirme en sal y que en el agua
me vaya disolviendo de la forma más lenta y aburrida.

Su luz puede envejecerme, puede anestesiarme,
hacerme ver como soy, y con ello encontrar la muerte.

Si, la muerte, con sólo iluminarme
y volver mi alma transparente.

Esa alma que desea el regreso de la noche
para caminar, huérfana, por las negras calles.

Por eso amo el sol de la mañana.

Porque en él tengo la oportunidad de que mi nombre
sea borrado de todos los registros de la tierra
y el caos y la sombra se ocupen de mi ausencia.

Coplas Populares

El: -   Decime si me querés,
         No me andés con desconfianza.
         Me tenés acobardao
         Como a mancarrón de estancia.

Ella: -   Si te digo que te quiero
           Quien sabe lo que dirán,
           Y no diciéndote nada
           En duda se quedarán.

Perros en la noche Por Ezequiel Feito

Los perros ladran a lo inútil,
a las sucias monedas que caen en la calle,
al rodar de la cápsula de la bala del suicida
o al fragmento de una frase de amor trunco.

Le ladran a los papeles que naufragan en la zanja,
a las sombras que aún buscan a sus sueños
y a las lámparas quemadas que no terminan de apagarse.

Les molesta la inútil discusión de los grillos
o la cobarde quietud del pasto;
los mudos, sordos, ciegos, y todo aquello
que se esconde en la falsa seguridad de lo nocturno.

Greguerías Por Ramón Gómez de la Serna

- Los presos a través de la reja ven la libertad a la parrilla.
- Los recuerdos encogen como las camisetas.
- Al calvo le sirve el peine para hacerse cosquillas paralelas.
- El lápiz sólo escribe sombras de palabras.
- La felicidad consiste en ser un desgraciado que se sienta feliz.
- Búho: gato emplumado.
- El mar sólo ve viajar: él no ha viajado nunca.
- Hay quien se reserva para dar limosna a los pobres  que haya a la puerta del cielo.

Árboles en los cuarteles Por Ezequiel Feito

Los árboles florecen en los cuarteles;
una tardía quietud adolescente los invade
sin atender gritos ni órdenes
ni el paso redoblado que les llega como un eco.

Florecen,
mecidos por un suave viento con acritud de pólvora.

¡Oh, dulces plantas, cuyas flores
se nutren de la tierra amarga!

Buen ardid (Enviado por Elisa Marchese. Extraído del libro “Pampa Argentina - FOGÓN de las tradiciones”)

Don Ciriaco le había prestado 200 pesos a su compadre Lucio Morales, pero con la confianza recíproca que se tenían, no le pidió recibo que le diese constancia del préstamo. Ocurrió que poco después los dos hombres se enojaron y no volvieron a hablarse, con lo que don Ciriaco empezó a tener serios temores por la platita prestada.
Entonces, ya que había jurado no volver a dirigirle la palabra, se dirigió a él por escrito, diciéndole más o menos:,,,”Y si no me mandás de guelta de correo los quinientos pesos que te presté la vez pasada, te llevo al jujao y te hago embargar el campito o la majada...”
Poco después recibió la contestación. Don Lucio estaba furioso: “Siempre había maliciao que vos eras un sinvergüenza -decía la carta- perro ahora me acabo de convencer. Un sinvergüenza y un ladrón. ¡Eso es lo que sos! Vos me prestaste solamente doscientos pesos, y no quinientos como ahora me reclamás...”
Don Ciriaco se sonrió por debajo de la nariz. Ahora ya tenía constancia de la deuda y se juntaría con su platita en cuando quisiera.

No soy de esta calle Por Ezequiel Feito

Yo no soy de esta calle.
Sólo miro sus vidrieras
y entro, a veces, a algún negocio
para comprar cosas que nunca uso.
O camino
y luego
me paro en cualquier esquina,
en cualquier parada de colectivos
para tomar la primer mariposa que me lleve hasta la noche.

ACOSTARSE TEMPRANO Por Liliana Colavita

Habían ido al baile en el sulky. Eran unas pocas leguas y vestidos con las pilchas domingueras no quisieron ir cada uno en su caballo. Impresionaban. Eran dos hermanos buenos mozos, y bailarines. Unas cuantas chicas y también unas cuantas madres del barrio les habían echado el ojo. Trabajadores, buena familia, buenos partidos. Ellos lo sabían y se floreaban en esos bailes eligiendo compañera con galantería.
A veces los bailes no salían como se planeaba. Cierta vez que festejaban un casamiento, como había llovido, no pudo llegar la orquesta. Un vecino comedido se ofreció a tocar la verdulera para animar la fiesta, sabía una sola pieza: ¡Bailaron toda la noche La cucaracha!
Esa noche ataron el sulky al palenque y entraron haciendo pinta al baile. Al rato salieron los dos a bailar. A la pasada, en una vuelta, uno le dijo despacio al otro “tas empollando en nido ajeno”.
Y era cierto, la chica estaba medio comprometida con otro vecino que iba juntando bronca y caña.
No obstante, el baile transcurrió sin ningún problema hasta el final. Fueron saliendo en grupos y los hermanos se demoraron saludando y conversando entre ellos. Fueron los últimos en salir.
El sulky estaba, pero el caballo no. ¡Venganza! Pura, inocente y risueña venganza...
Mientras uno se quedó cuidando el sulky, el otro se caminó las legüitas hasta su chacra.
Ahí, con la cabeza apoyada en el tranquerón de entrada, esperando estaba el caballo. El fiel animal, cuando el vengador lo soltó del sulky, siguiendo su instinto “se volvió pa' las casas”.
Lo montó en pelo, ya no le importaron las pilchas domingueras, volvió al salón de baile donde había quedado su hermano. Ataron el sulky y cansados,  con sueño y riéndose del incidente volvieron a casa.
Ya clareaba cuando se acomodaron en sus camas de cuarto de soltero. Se durmieron enseguida. Tan enseguida como golpeó la puerta el padre para llamarlos a trabajar. El menor, le contestó
-Papá recién nos acostamos-
-Es que a esta hora no se tenían que haber acostado- replicó el padre.

LA FIESTA AJENA Por Liliana Heker

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
No me gusta que vayas le había dicho. Es una fiesta de ricos.
-Los ricos también se van al cielo dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
-Qué cielo ni cielo dijo la madre. Lo que pasa es que a usted, m'hijita, le gusta cagar más arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado.
-Yo voy a ir porque estoy invitada -dijo-. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó.
-Ah, sí, tu amiga dijo la madre. -Hizo una pau­sa-. Oíme, Rosaura dijo por fin, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
-Callate gritó. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
-Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.
-¿Monos en un cumpleaños? dijo. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
-Si no voy me muero murmuró, casi sin mover los labios.
Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
-Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura.
-Está en la cocina le susurró en la oreja. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: --'Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo". Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: "¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?". Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo:
-¿Y vos quién sos?
-Soy amiga de Luciana dijo Rosaura.
-No, dijo la del moño, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
-Y a mí qué me importa dijo Rosaura, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas.
-¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? dijo la del moño, con una risita.
 -Yo y Luciana hacemos los deberes juntas dijo Rosaura, muy seria.
La del moño se encogió de hombros.
-Eso no es ser amiga dijo. ¿Vas al colegio con ella?
-No.
-¿Y entonces de dónde la conocés? dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
-Soy la hija de la empleada dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
-Qué empleada dijo la del moño. ¿Vende cosas en una tienda?
-No dijo Rosaura con rabia, mi mamá no vende nada, para que sepas.
-¿Y entonces cómo es empleada? dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
-Viste le dijo Rosaura a la del moño, y con disimu­lo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban "a mí, a mí". Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba socio. "A ver, socio, dé vuelta una carta", le decía. "No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo".
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a ha­cer desaparecer.
-¿Al chico? gritaron todos.
-¡Al mono! gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
-No hay que ser tan timorato, compañero le dijo el mago al gordito.
-¿Qué es timorato? dijo el gordito.
El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había espías.
-Cagón dijo. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
-A ver, la de los ojos de mora dijo el mago. Y to­dos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
- Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó.
Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: "muchas gracias, señorita condesa".
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: "Viste que no era mentira lo del mono". Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
-Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momen­to antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: "Espérenme un momentito".
Ahí la madre pareció preocupada.
-¿Qué pasa? le preguntó a Rosaura.
-Y qué va a pasar le dijo Rosaura. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: "Y entonces, ¿por qué no le pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?". Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo: Yo fui la mejor de la fiesta.
Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y una bolsa rosa.
Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo:
-Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento.
Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
-Esto te lo ganaste en buena ley dijo, extendiendo la mano. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano exten­dida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.