domingo, 23 de junio de 2013

Textos extraídos de la Revista "Nativa"

Nuevamente hemos trascripto poemas y un relato de la hace mucho tiempo extinta revista “NATIVA”, preguntándonos: “¿cuándo volverán a aparecer ese tipo de revistas en nuestro país?” No sólo estamos huérfanos de cultura (tanto en este municipio como en el país), sino también de manifestaciones artísticas que nos representen.  Duele ver que estamos pensando y actuando en otro idioma, y que nuestra argentinidad se reduce a las limitadas muestras de siempre. Pareciera que desgraciadamente aún no nos hemos puesto de acuerdo en ser argentinos. Esto no significa que debamos dejar de lado el gran legado cultural de la humanidad, pero… ¿y el nuestro? ¿está también allí? ¿Cuándo dejaremos de ser buenos imitadores de lo ajeno para darle también el mismo o mayor valor a nuestra propia idiosincrasia cultural?





SERRANILLA 
Por G. Coria Peñaloza

Yo te lo dije clarito:
m´hijita, no lo querás;
pal caso que me habís hecho,
vos sabrás;
¡ai tenís, pa que vos viás!

Cuando te traje de Jáchal,
Como choco vino atrás,
Se te arrimó, lo dejaste,
Porfía nomás;
¡ai tenís, pa que vos viás!

Y como ya te ha botao,
Vos te la arreglarás,
Yo no quiero compromisos.
¡Ya te me vas!
¡ai tenís, pa que vos viás!

Y el bultito que te deja
Y que va a nacer nomás,
¿con qué apelativo viene?
Vos sabrás;
¡ai tenís, pa que vos viás!

A vos, chei, te estoy hablando,
Hacete las que llorás;
¡mandate a mudar de aquí!
¡ya te me vas!
¡ai tenís, pa que vos viás!

La moza juntó sus calchas
Sollozando sin cesar
Y al alejarse sin rumbo
Sintió a la madre gritar:

¡Hijita de mis etrañas!
¿y te vas a dir nomás?
Vení, lloremos juntitas,

¡no te me vas!



ROMANCE DEL DESPEÑADO 
Por Antonio Esteban Agüero

Doradas velas de cera
al niño le están velando.
Por el cielo de l noche
van corderos enrulados,
corderos de lana leve:
nubecillas de verano.
El niño murió en el cerro,
de peña en peña rodando.
Salía con las calandrias
tornaba con el ocaso,
cuando el negro grillo tañe
su esquila de vidrio claro.

Las cabras le conocían,
y el perro de pelo largo,
los helechos del arroyo
y cada casa del campo,
que en todo quedó la seña
pura de su pie descalzo.
Sus años eran tan pocos
que cabían en sus manos;
su honda tan conocida
por el tordo y el vilano
que huían o se escondían
al verle venir silbando;
sus ojos eran de negros
como acero empavonado;
su risa como un cencerro;
su boca sin un pecado.

Ahora sobre la mesa
la gente le está velando
y cuatro velas lo lloran
con un lagrimón dorado.
Murió en los cerros azules,
de peña en peña rodando,
y cada peña le abría
un gemido colorado;
y la última la peña
tan dura junto al remanso-
acogió al difunto niño
abierta como un regazo.
Arriba quedóse el perro
hacia el aire verde aullando.

Anoche el niño venía
jinete sobre su asno;
anoche venía el niño
y ahora le están velando.
Ayer el niño corría
detrás del cordero blanco;
Ayer el niño sentía
un latido en su costado
y en toda su sangre viva
las cigarras del verano
cantaban un canto nuevo…
Y ahora le están velando.
Murió en los cerros azules,
de peña en peña rodando…
arriba, quieta, una cabra
quedóse al niño mirando.
Ay, por qué? por qué? por qué
al niño le están velando?

Traed una quena fina
y venid, tocad llorando;
traed una esquila rota
y venid, tocad llorando;
traed violín pequeño
y venid, tocad llorando…


REGRESO  
Por Juana de Ibarbourou

He de tener mis sauces, mis mastines,
mis rosas y jacintos, como antes.
Han de volver mis duendes caminantes
y mi marina flota de  delfines.

Retornarán los claros serafines
mis circos con enanos y elefantes,
mis mañanas de abril alucinantes,
en mi caballo de alisadas crines.

He de beber la vida hasta en la piedra
y en el menguado zumo de la hiedra
y en la sal de la lágrima furtiva,

¡Porque regreso de la muerte y tengo
el terror del vacío de que vengo
y la embriaguez hambrienta de estar viva!


EL ARRIERO 
Por Alcira Mensaque de Zarza

Con el rostro signado y desafiando
la esquirla de los vientos en la altura,
obre el cansancio de la frente oscura
su propio corazón va cabalgando.

Siempre las mismas piedras orillando
entre la esgrima de la penca dura;
siempre el mismo horizonte sin ternura
de lucero, a lucero, repechando.

Ya su alargado canto, es una estela
que sesga el aire de pesadas brumas
mientras la lumbre de la tarde vela…
Y en aquella hermandad de piedra y cielo







DESPUÉS DE LA CENA 
Por Eufemio Muñoz

En la cocina de “El Tague” solamente habían quedado Berle, “peón delantero y de patio”; Charque seco, el capataz, y la Jefa, una perra galga, negra.
-Che. ¿Cómo fue que dijo el patrón? Contame, que la perra es muda.
-Dijo contestó verle- que en todo hombre sin moneda, hay un estoico a la fuerza y un hedonista en potencia.
-Y ése ¿qué idioma es?
 -Inglés, pero parece castellano.
-¿Y por qué lo dijo, che?
-Y… de verdad no lo sé; pero creo que por eso. Usted sabe que al patrón no le gusta la radio.
-¿No le gusta, che? ¡Parece mentira! El, un hombre tan rico; y ella, una osa tan linda…
-Y ahí tiene don… Dice que por una cosa que te gusta tenés que oír quinientas que no te gustan, y que si el mate hacía haraganes, la radio los eleva a no sé qué potencia…
-Tarjá… -comentó Charque Seco-
-Eso pensé yo prosiguió Berle- El viejo las tiene con las potencias, pero razón no le falta… y con la verdad no ofendo ni temo… como las onzas orientales dice él.
-Seguí.
-Bueno, el mayordomo estaba escuchando la radio a eso de las tres y media, que ahora son entre las quince y las dieciséis… y vaya viendo como le metemos… ¡si hasta el tiempo anda más ligero! Estaba oyendo un chamamé: “Taitalo vino del Chaco” . Taitalo es un paisanito que vuelve del algodón, en donde ha habido buenas pagas, y, correntino, viene bien borracho.
-Si, para el trago no hay nación como Corrientes. Seguí.
-Sigo. El patrón oyó cuando decían: “hace bien que se divierta / para eso gana la plata”, Y por eso, comentando, arrimó su frase. Y como tuvo que explicársela al mayordomo, yo ligué algo de su sabiduría.
-Bueno preguntó Charque seco- ¿y quiénes eran los estoicos?
-Dijo que de una gente que vivió antes de Nuestro Señor.
-Que señor, ¿el patrón?
-No don Charque… de Cristo… muy prosista y discutidora, se habían hecho dos partidos, algo así como blancos y colorados…¿comprende?,,, con divisas, si, pero, entones, sin lanzas ni facones… Estos peleaban con la lengua, así como se hace ahora, en las plazas, e las fondas, y hasta en los atrios de las iglesias.
-¡Gente hereje!
-Mucho… los estoicos, dijo el patrón, usaban un letrero en el chambergo: “Sufre y abstente”
-¿El qué?
-Abstente. Son palabras inglesas: el patrón explicó que eso quería decir que en la vida no está de más privarse de muchas cosas y aguantar sin hacer morisquetas.
-Como nosotros opinó don Charque-
-Vido?...¡No, si el hombre rumbea!
-Y los otros ¿qué decían en su partidaria?
-No me acuerdo bien, pero era una cosa así como aquella leyenda que usaron algunos orientales el 97, asigún dicen “aire puro y carne gorda”
-Que es como decir: “Tajo grande y vista al campo”; métale mientras haya, échele arrayán al fuego, y si se ha de empeñar ¡que se funda! añadió el capataz-
-Eso mesmo. Y todo se le ocurrió por lo de: “hace bien que se divierta / para eso gana la plata”
-Qué gente dijo- Se matan burreando para enriquecer al bolichero. No se acuerdan de que tienen hijos; no piensan en  mañana; no le taren una camisa a la china.
-Che, como verdad, es tamañaza. ¿Pero quién corta, ahora, la correntada?
-Eso digo yo también. Es el sino.
Bostezó don Charque: ¿Por qué no apagás el fogón?



Algo, esta noche...besos del alma Por DIANA LUZ BRAVI

Marcos, en la esquina

Yo quiero hacer por vos un pido al escondido.
Rápido, seguro, piruetas inocentes.
Tus manos resbalan por el asfalto,
transpiran el techo de mi coche
                           espejo indiferente, vidrio frío.
Irás al otro lado,  será conmigo.
                                    Numeroso y único
te veo  venir
¡Si fueras mío!
Quiero hacer por vos un pido al escondido
                                      Soledades  tenés
boca menguante,

Y en cubos de basura
                                    la niñez esparcida

Tu nariz  carece de pertenencia firme,
te tomo yo,   TE DOY
                                   mis manos llenas
                                                              a tiempo
VENÍ, vení ya,
no  podés esperar,
                                     ni yo
¡Si fueras mío!
Quiero hacer por vos un pido al escondido
Tengo la llave que te lleva a destino
                         la que abre el espejo indiferente y frío,
y el otro lado  espera, creciente, sostenido.

Colla muerto en el ingenio Por Raul Galan

Apenas se durmieron los cebiles
la noche derramó sus brujerías
y ya lo están llorando los candiles.

Que bajen a rezar las tres Marías
y que el ángel Fidel que lo guardaba
le cante las mejores letanías.

No era más que un cardón que caminaba,
no era más que un cardón con sus espinas
y la flor milagrosa que lo honraba.

Pero, por él las tardes campesinas
conocieron la melga y las majadas
y eran las estrellas sus vecinas.

Largo tiempo soñó con las quebradas
cuando luego las fábricas del llanto
molieron sus fatigas y jornadas.

Por amigo del cerro tan lejano
lo acompañaban siempre sus ayeres
y llevaba el silencio de la mano.

¡Ay, qué exiliado está de sus quehaceres,
tan gravemente muerto y de cuidado,
sin flores y sin llanto de mujeres!

Se murió sin querer, casi forzado,
¡y vino el capataz rompiendo vales
a dejarlo cesante por finado!

¡Cómo lo han de extrañar los carnavales!
Lo extrañarán a fondo sus quebradas
y las carpas de diez cañaverales.

¿Qué remotas, qué cándidas majadas,
cuidarán sus afanes pastoriles
en las altas y azules hondonadas?

Pero ya se durmieron los cebiles
y en la negra capilla del boliche
sollozan, tartamudos, los candiles.

Mientras muelen su sombra en el trapiche.

Madrigal Por Nicolás Guillén

Ser ave quisiera
cantar mis canciones al pie de tu reja que el sol besa y dora

de modo que aquel que me oyera
dijera:
-Un hombre que llora.

Mi pena, que es tanta,
al pie de tu reja bañada de luna, rimarla quisiera,
de modo que aquel que me oyera
dijera:
-Un ave que canta.

Elegía por cincuenta toneladas de Patatas Por Álvaro Yunque

Fue en Baldwin el delito, miserables,
fue el crimen, corazón de yanquilandia,
donde el dólar predica:
-”Democracia, señores, Democracia”
(Whithman se cubre el rostro, pero impreca.
Withman, callado, canta.
Lincoln se cubre el rostro, pero ruge.
Lincoln, callado, habla.)
“¡Democracia, señores!”
Donde se linchan negros, “¡Democracia!”,
donde la libertad - ¿La tuya, Washington?-
tiene una enorme estatua.

Lo dicen con patético cinismo
las dos líneas no más de un cablegrama:
“En Baldwin (Alabama) se quemaron
cincuenta toneladas de patatas”...
¡Cincuenta toneladas, hambrientos,
cincuenta toneladas, niños parias,
madres sin leche, viejos mutilados,
cincuenta toneladas de patatas!

(Franklin se cubre el rostro, pero llora
Franklin, callado, brama.)

Hambre, miseria, carestía; el dólar
os grita: “¡Democracia!”
La libertad en el cubil del ogro
tiene una enorme estatua.
(¿Aún se allá traerías tus maestros?...
y Sarmiento también, ceñudo, calla.)

¡Ciencuenta toneladas, desdichados,
cincuenta toneladas de patatas!

Pueblos que se muren de hambre en todo el mundo,
quema el dólar cincuenta toneladas,
cincuenta toneladas, infelices,
cincuenta toneladas de patatas.

Seguid bebiendo, pobres, el narcótico
que os suministra el dólar: “¡Democracia!”
Postraos de rodillas ante el mito:
La libertad se congeló en estatua.
Y siempre esa obsesión de pesadilla,
¡Cincuenta toneladas de patatas!

Hay libertad para prenderles fuego
y el dólar ululando: “¡Democracia!”
cincuenta toneladas en cenizas,
cincuenta toneladas,
cincuenta toneladas hechas humo,
cincuenta toneladas de patatas.

Sueña Por Amado Nervo

Si vivir es sólo soñar,
hagamos el bien soñando.
Sueña que vives amando,
que es tu sólo fin amar,
y sueña que, sin cesar,
vas los bienes derramando

Del salón en el ángulo oscuro Por Gustavo Adolfo Bécquer

Del salón en el ángulo oscuro,
del dueño tal vez olvidada,
silenciosa y cubierta de polvo,
veíase el arpa.
¡Cuánta nota dormía en sus cuerdas,
como el pájaro duerme en las ramas,
esperando la mano de nieve
que sabe arrancarlas!
¡Ay! -pensé- ¡cuántas veces el genio
así duerme en el fondo del alma,
y una voz, como Lázaro, espera
que le diga: “¡Levántate y anda!”

Sueño Por Enrique Banchs

Suena en la palidez lunar el viejo
hierro de la cadena y la roldana.
¡Ay!; de la luna al pálido reflejo
he visto el esqueleto de Morgana.

Todo de blanco mármol resaltaba
en medio de la noche en el pozo seco,
y Morgana espectral allí se escuchaba
del pozo del Ensueño, sólo el eco.

-Hermana mía, deja la cadena
que en vano baja y sube, en vano suena.
-Agua quiero subir del pozo viejo:
bajo la luz lunar será mi reflejo.

-¿Para qué has de sacarla, hermana mía?
Si te ves, tu pupila lloraría.
-Unas brujas me han dicho que no existo.
¿Soy siempre bella?, di, tú que me has visto.

-Sigue bajando el cubo en sombra vana,
sigue bajando el cubo, hada Morgana.
(Agua, no subas nunca; agua, sé pía,
porque si te saca, lloraría.)

Pensando (Prosa) Por Amado Nervo

-La mejor forma que os crean capaces de haber realizado una acción buena y desinteresada, es decir “Que en el fondo la ejecutasteis por egoísmo”. La sola idea de que hubieras hecho el bien por el bien, humillaría, molestaría y escandalizaría a los demás.

-El automóvil, una de las más bellas conquistas modernas, sólo ha servido hasta hoy para que los imbéciles vayan de prisa.

-No se sabe cuál hora es más larga, si la que precede a la primera cita de amor, o la que sigue al primer desencanto... Si aquella en que esperamos a la mujer amada, o aquella en que deseamos que se vaya.

-La vanidad e hinchazón no son en el fondo más que la sorpresa de un éxito que la conciencia sabe que no merece.

-El colmo de un literato soporífero: dormirse leyendo su propia obra.

-Véngate del mundo siendo mejor que el mundo. ¿Dices que en el mundo reina la crueldad? Pues sé tú piadoso. ¿Dices que impera la fuerza bruta? Pues respeta tú a los débiles. ¿Dices que la injusticia
hiere a los buenos? Pues tú sé justo hasta con los malos. ¿Afirmas que un planeta donde acontecen tantos horrores no es posible encontrar la huella de Dios? Pues que esa huella se encuentre en tu espíritu y en tu corazón: te aseguro que basta y sobra.

-Los que afirman que aman “como no han amado nunca”, se parecen a los que pretenden que “este verano ha sido más caluroso que los anteriores”

-Yo me he vengado del desconsuelo de mi vida, consolando a otros.

-El órgano del conocimiento divino no es el cerebro, sino el corazón. Por eso vemos a tantos hombres de gran talento titubear en las tinieblas y perderse en los recodos de todas las filosofías, sin encontrar a ese Dios a quien encontró ya la celeste ignorancia de tantos humildes.

RESCATAMOS ALGUNOS TEXTOS EXTRAÍDOS DEL LIBRO “PAMPA ARGENTINA - FOGÓN DE LAS TRADICIONES”

Era Médico 
(Enviada por Sara Crámer del Pont)

El Dr. Eduardo Wilde, nuestro gran humorista, llega a un puerto de Irlanda. Los empleados de aduana inspeccionaban su equipaje.En el fondo del baúl aparece un revólver.
El empleado toma el arma y mira significativamente a su propietario.
Wilde le dice entonces, despectivo:
- Quédese con el revólver... No lo necesito... Soy médico.



Paisano Bárbaro

Había notado don Lucas Córdoba que un teniente de su compañía, de apellido Villafañe, pasaba las formidables siestas riojanas leyendo constantemente. Día tras día observaba a éste, y le admiraba su contracción al estudio y la paciencia con que soportaba el calor reinante.
Viendo en él pasta de un futuro general, que por su ilustración daría gloria al ejército y a la patria, resolvió felicitarlo y alentarlo en sus estudios, y con tal propósito se le aproximó una tarde, justamente a la hora de la siesta.
El teniente, absorto, con los ojos clavados en el libro, ni siquiera advirtió la presencia de don Lucas.
-¿Estudiando, amigo, siempre estudiando?
-No, mi capitán: estoy matando moscas.
-¡Cómo!
-Sí... Espero a que una se pare entre las hojas, cierro el libro de golpe, y... iá está; ió las mato así.


La solemnidad de Rivadavia 
(Enviada por Isabel Del Ponte Cabrera)

Don Segundo Rodríguez, honrado barraquero y buen ciudadano de la naciente república, era amigo de infancia de Rivadavia. Tuteaba, pues a don Bernardino.
        Cuando Rivadavia fue elegido presidente, Rodríguez fue uno de los primeros en acercarse a felicitarlo:
- Gracias... Pero... no olvide usted que no se tutea a un presidente de la república.
Rodríguez enmudeció por un instante; luego, recobrándose le dijo:
- ¿Me permites que te tutee una vez más todavía?
- Sea -consintió solemnemente el gran estadista-
- Entonces te podés ir a …. la gran charca con tu solemnidad y todo.
Y Rodríguez se alejó disgustado para siempre de su amigo de la infancia.


Libertad de sufragio 
(Enviado por Isolino Manzanares Rosny)

En gira por el norte de la república, detúvose el general Roca en Tucumán, coincidiendo el día de su llegada con unas elecciones locales.
Era a la sazón gobernador de la provincia el hoy legendario Lucas Córdoba, para quien, naturalmente, fue la primera visita del general.
Como en el curso de la conversación el general Roca insinuara a su amigo la necesidad de ampliar las libertades electorales, don Lucas se defendió diciendo:
- No puedo hacer más, Julio. Me acaba de informar Montenegro (jefe de policía) que tendrá que cerrar el comicio, pues son tantas las libertades, que hay quienes han votado más de diez veces.


Se escapó raspando
(Enviado por José Alvarez)

De vuelta de Buenos Aires, a donde había ido “por negocios”, don Romualdo se trajo un revólver que siempre andaba con ganas de probar. Una mañana su compadre Arcadio, que habitaba un rancho vecino, estiraba los últimos sorbos de su cimarrón apoyado en la tranquera, cuando llegó Romulado, que con gran agitación le dijo:
-Compadre, anoche estuve en grave peligro de perder la vida.
-¿Qué te pasó? -Preguntó Arcadio.
-¡Casi nada! Resulta que me desperté a media noche y vi un bulto blanco que se movía a los pies de mi cama. En menos que canta un gallo tomé el revólver y ¡pum! ¡pum! Le hice dos disparos. Encendí entonces un fósforo y ¿sabés lo que era?
-No caigo
-¡Mi camisa! ¡La había atravesado de parte a parte!
-Muy gracioso -comentó Arcadio-, pero no veo que tu vida estuviera en peligro...
-¡Como no, hombre! -le interrumpió Romualdo-. Imagínate que me hubiera ocurrido dormir con la camisa puesta.



Suerte que venía de punta...
(Enviado por Eduardo Trangoni)

Allá por 1898 llegóa ala casa de su padrino, que vivía a unos 3 Km. De Mercedes y cerca de la vía férrea, un paisanito de unos 18 años, que nunca había visto el tren. Al padrino se le ocurrió que al muchacho le gustaría conocer la ciudad, y al efecto lo invitó a visitarla; pero como él no tenía caballos y no era el caso de ir los dos montados en el caballo del ahijado, decidieron ir a pie.
Tomaron el camino, pero como era día de fuerte viento, había mucho polvo, por lo cual cruzaron el alambrado y echaron a andar por las vías, camino a Mercedes, ante el asombro del muchacho por lo desconocido.
No habían caminado ni un kilómetro cuando vinieron venir un tren que apareció en una cueva cien metros adelante. El padrino tomó al muchacho de un brazo y rápidamente se hicieron a un lado, justo a tiempo para que la locomotora y los 20 coches que arrastraba pasaran entre una nube de polvo.
Tardó un rato el muchacho en recobrarse del susto, y cuando al fin pudo hablar, exclamó:
-¡Qué suerte hemos tenido!
-¿Por qué? -le preguntó el padrino.-
-Y... porque si en lugar de venir de punta, hubiera venido atravesado, ¡no hubiéramos tenido un tiempo de hacernos a un lao!



Los anteojos del zapatero
(Enviado por Miguel Rigo)

El cura de la parroquia fue llamado a decir una misa en una capilla del campo. Allí encontró a unos vecinos reunidos, a quienes informó que su costumbre era cobrar antes de realizar el trabajo, pues le había ocurrido muchas veces que después de decir la misa no le habían pagado.
-Aquí tenemos la costumbre de pagar una vez hecho el trabajo, padre cura -le contestaron.-
-No, no la puedo decir así- replicó el cura- además me he olvidado los anteojos y sin ellos no puedo decir misa, pues soy muy corto de vista.
-Si es por eso, el zapatero le emprestará unos.
Por la cara de los vecinos el cura comprendió que de no decir la misma lo iba a pasar mal, y tuvo que aceptar los anteojos que le prestó el zapatero.
Terminado el oficio le pagaron al cura lo debido y él entonces, contento como unas pascuas, fue a devolverle los anteojos al zapatero.
-¡Muchas gracias, amigo! -le dijo-. Gracias a usted he podido cumplir... Son muy buenos sus anteojos.
-¡Ya lo creo, padre! -contestó el zapatero-. Pero ahora no es nada, ¡cuando tenían vidrios sí que eran guenos!


Se iba a enojar
(Enviado por Nazareno Pesci)

El propietario de la estancia “Los Ñanduces” venía en su automóvil por el camino que conducía a la entrada de su establecimiento, cuando justo en la vuelta del Ombú vio a Perico, muchacho de unos diez años hijo de un chacarero vecino del lugar, que lloraba junto a un gran carro de pasto dado vuelta en la zanja de la orilla.
Condolido el bueno de don Pedro paró el coche, y llamando al muchacho le invitó a almorzar en su establecimiento, diciéndole que después de comer tenían tiempo de dar vuelta el carro.
-Si lo sabe mi padre se disgustará -argumenta Perico que no parece muy encantado de la invitación.
Pero el estanciero insiste y al fin logra que lo acompañe a almorzar.
Durante la comida el chico da muestras de encontrarse muy nervioso. Repite que u padre tendrá una rabieta cuando se entere que él ha almorzado en la estancia.
-Pero ¿por qué demonios se va a enojar tu padre, puedes decírmelo? -exclama don Pedro cansado de oír las quejas del muchacho.
-Porque él quedó apretado debajo del carro- contestó Perico.


Refranes criollos

-Como novillo de invernada: pura guampa y cuerpo nada.
-Algún día ha se ser verano… dijo un viejo y se murió en agosto.
-Largo… como agonía de pampa.
-Más claro que lágrima de avestruz.
-Agua no enferma, ni emborracha, ni adeuda.
-Amigo que no presta y cuchillo que no corta, que se pierda, poco importa.
-Ensució el palo como gallo dormido.

Yo soy la mujer Por María Gutiérrez. Las Palmas-Canarias-España

Para todas las mujeres, con mi afecto grande,
porque ellas sostienen el mundo.

Yo soy la mujer
Yo grabé las figuras en la pared de las cavernas
Descueré a las bestias y curtí sus pieles
Yo cocí la carne y la sequé para servirla en las noches frías del invierno
Cosí con los tendones y agujas de sus huesos
/el calzado de los padres de mis hijos
Los guerreros que me forzaron. Los valientes cazadores
Los jefes de los clanes. Los chamanes. Los bufones

Yo soy la mujer
Yo limpié sus mocos y su semen
Yo amamanté a sus bestias huérfanas. Y a las mías
Yo mantuve vivo el fuego
Amasé el barro de sus vasijas y las levanté, y las llené,
/ y llené sus bocas y sus vientres
Y lo seguí hasta las trincheras para coser su camisa y sus heridas
Para llenar sus balas y secar sus ojos de la muerte

Yo soy la mujer
La esclava invisible
La niña mutilada por el hombre de la cuchilla sucia
La puta lapidada
La bruja de la hoguera
La loca amordazada
La concubina

Yo soy la mujer
Nunca en mí
Nunca mi dueña
Siempre en otras manos mi destino
Mi cuerpo
Mi esperanza
cercenada desde el centro

Yo soy la mujer
Yo caliento la cama de los hombres
Yo madrugo para besar su frente a pesar de su silencio
Y podría comprender su mirada ausente de garras despiadadas
pero no quiero
No cerraré los ojos por más tiempo
ni ofreceré mi cerviz otro milenio

Viraré mi rumbo al sur de su camino
No voy a restañarlo de más guerras
Dejaré mi carga espesa de dolor y culpa
/y que la mar se lleve el pus del tiempo

Yo soy la mujer
Y con mis manos de tierra y miel
amasaré las horas y el pan cada mañana
Y un día cantaré

Algo Por Mayte Sánchez Sempere -Madrid España

Algo hay
que me permite
amar sin esperanza,

Sonreír
sin rencores
al dueño de la herida
y ser rama
agitada
que besa en los labios
al viento que me arranca cada hoja

algo hay tan sencillo
que pocos lo comprenden
en la entrega del río
cuando cae en cascada
el fluir de miríadas
de partículas niñas
que se abrazan y juegan y sonríen y aman

algo hay
que no entiende
de silencios helados,

algo,
hierro candente
que perfora el letargo
en que mueren muñecas
con el alma de trapo
que se pintan los ojos
follan
ríen
y luchan
por un hueco en el pozo
y un pedazo de tumba

algo hay
en la tierra,
en su húmedo vientre,
en la matriz podrida que abona este espanto,
algo en la espina afilada de mis huesos
algo
cierto
ancestral
esencia de lo humano

y también está el miedo
a nombrarlo
y matarlo  

CUANDO ME FUI Por Belkis Larcher De Tejeda

Enciende su sermón de viento
una resonancia de invierno
que abrasa / que lame / que desangra
la cornisa de la memoria.


Multiplicación de paciencia / su corazón
tejía y destejía cálidas entrañas
confinando caminos de lana
para aquellos duendes en crecimiento
para este latido de horizontes...


Abejas sus manos panaleaban
siestas / sol / cartas / estufa...
El pensamiento era un credo
o un remanso
escardador de promesas
trasmutador de  ausencia.


La imagino allí / en la raíz del hogar
clavando los maderos del recuerdo
construyendo la ilusión del regreso
bebiendo el dolor de la distancia.


La imagino así / remendando anhelos
amasando huellas
resurgiendo abrazos...


Ahora comprendo cómo y  cuánto
/mi madre me esperaba

Ahora que tengo que olvidarte Por Diana Bravi

Me acuclillo en las  raíces secas
del ombú de la placita.
Las ramas  suben,  protestan,
                                   y yo  ahora,
cuando el olvido llega
no quiero seguirlas a lo alto
Amanezco hacia abajo, hacia mí misma.
Ahora yo debo
                                    olvidarte
Olvidarte del sur de las mañanas
Del latir del locutorio frío,
                          Del pulso húmedo
de mi sudor  atado a tu destino.
Ojala llueva tanto
desde las raíces…
y  el olvido fiel  encauce
                            al borde de mi cama.
Ahora que tengo que olvidarte
                                      Ahora

Ir Por Lilí Muñoz Obeid.

 A  Alejandro Faus Avella por regalarme la idea

A la isla misteriosa
iré contigo
a una tierra  de fantasía
irás conmigo
al país de irás y no volverás
iremos juntos
entonces
el mundo será sur
y  este  poema.

Ciudad de Neuquén, noviembre 2010

UNA NOCHE DE ENERO - Por Jorge Dágata

Aunque me cueste, voy a contar lo que vivimos Alicia y yo aquella vez, sólo porque no soporto callarlo por más tiempo. Es como un tumor que llevo adentro. Año tras año se ha ido pudriendo y yo con él: a veces lo siento en la boca del estómago y ando días enteros sin probar comida; otras se me sube a los pulmones, el aire me parece apestado y se me hace imposible respirar; me tortura durante noches enteras y al día siguiente voy a mis cosas tan agotado como si volviera de una guerra.
            Creo que a Alicia le está pasando algo similar, porque al cruzarme con ella la noté lánguida, triste, como si la vida ya le pesara a los cuarenta.
            Fue una noche a mediados de enero, cuando éramos novios y la pasaba a buscar por la quinta de sus padres, que todavía está en pie aunque cambió de dueños. Dábamos una vuelta por el centro, tomábamos un helado, mirábamos vidrieras y si encontrábamos amigos nos quedábamos a charlar bajo los tilos, en un banco de la plaza.
            En aquellos tiempos las calles parecían tranquilas. Casi todos nos conocíamos y se podía andar a cualquier hora y hasta dejar las puertas de la casa sin llave, como costará creerlo ahora.
            Nos preparábamos para el gran festival, el que desde hacía unos años ocupaba tres o cuatro noches de las primeras de febrero. Se iluminaba un espacio del cerro abierto al cielo, una antigua cantera, y desfilaban por su escenario los artistas más renombrados de la época, hasta clarear y más también. La Negra Sosa, bien enraizada en la tierra, los Indios Tacunau, con esa Marcha de San Lorenzo que nos hacía vibrar las cuerdas del corazón, Horacio Guarany, que amanecía de pie sobre una mesa cantándole a un vaso, Larralde, consagrado ahí mismo con su Quimey-Neuquén...   Una multitud llenaba las piedras con sus mantas y el mate infaltable. Desde ese hueco que hacía de caja, la música y el canto resonaban a muchas cuadras de distancia. Sólo los cubrían de vez en cuando los aplausos y aclamaciones con que se premiaba una buena actuación. Hasta recibíamos turistas que se surtían de golosinas en una confitería en cuyo frente habían escrito, en grandes letras, debajo del nombre del pueblo:


                                                ¿Quién no te quiere?
                                                ¡Sólo quien no te conoce..!


            Y así era.
            Habían pasado los festejos de fin de año, Reyes, y se acercaba el otro, el que esperábamos disfrutar plenamente porque el verano, de tan tranquilo, se volvía un poco bastante aburrido.
            Por suerte la tenía a Alicia. Era alegre, tan fresca con sus dieciséis años, con esas ganas de salir a bailar y su facilidad para soltarse cuando encontrábamos la oportunidad de estar solos.
            Allá íbamos, subiendo por la calle lateral al cerro, hacia el tanque de agua que abastecía al pueblo. Era una mole poligonal de cemento, gris, que interrumpía el cerco alto de alambre con que se impedía entrar durante las noches de fiesta. O se intentaba impedir, porque doy fe que muchos traviesos de entonces se avergonzarían hoy de confesar que asistieron más veces de las que pagaron la entrada. Para el resto del año los vecinos abríamos huecos, pero el celo de los organizadores ya los había clausurado con alambres de púas.
            Así que nos quedamos bajo una planta de laurel muy desarrollada que nos ocultaba por completo. Era mejor entre las piedras del cerro, más íntimo, pero no estaba nada mal el colchón de césped abajo y arriba el cielo despejado, el aire tibio sobre la piel. Alicia me transportaba a otro mundo y yo a ella, a un tiempo que no era tiempo y pasaba sin darnos cuenta hasta que ella recordaba que debía volver a su casa.
            Al costado de la calle se abría un zanjón con el piso de tosca dura, por el que solía correr el agua noches y aún días enteros, cuando las bombas sin control seguían funcionando y el tanque desbordaba. Era nuestro balneario de chicos y esa vez el murmullo del torrente agregaba un encanto más al sitio perfecto de nuestro amor.
            Nos disponíamos para salir, pero vimos que un auto con las luces apagadas se detenía cerca del tanque. Nos escondimos detrás del laurel, pensando que era otra pareja detenida por el cerco. Pero no. Era un Falcon oscuro y bajaron de él tres hombres. Uno daba órdenes y los otros dos abrieron el baúl y arrastraron un bulto hasta la escalinata de hierro que conducía a una claraboya cuadrada, cerrada por una chapa, por la que se accedía al interior del tanque. Estábamos tan cerca que nos dimos cuenta de que se trataba de un cuerpo humano. Uno de los hombres lo cargó al hombro, trepó con bastante esfuerzo, descorrió la chapa y lo arrojó al agua. Hicieron lo mismo con otro bulto que sacaron del baúl, mientras el que daba las órdenes se quedó sentado en una piedra enfrente de nosotros y se puso a fumar tranquilamente. El que había subido al segundo muerto, agitado, se paró ante él y le preguntó:
            -¿Qué hacemos con ese, teniente? -mientras señalaba al auto.     Levantó la cabeza, exhaló una bocanada y se sonrió de una manera muy extraña, pasándose la lengua por los labios.
            -Mándenlo adentro, también. ¡Que se refresquen todos estos! –creo que al decirlo señalaba aguas abajo.
            -¿Así nomás, teniente?
            -¿Y qué te parece, pelotudo? ¿Ya te cansaste? –se había levantado, amenazante.
            El que no había intervenido en la conversación fue al auto, abrió la puerta trasera y se colgó al hombro un joven que parecía adormecido. No debía tener más de veinte años. Lo llevó caminando hasta el pie de la escalera. Cuando pasaron a nuestro lado pude sentir que el muchacho respiraba con dificultad y se quejaba débilmente. Tenía la cara amoratada, el torso desnudo y los pantalones ensangrentados.
            El teniente extrajo un arma, lo sostuvo de los pelos mirándolo de frente y le disparó un tiro en el pecho. El que había discutido con él lo subió hasta el agujero y lo arrojó al agua. Los tres volvieron al auto y se alejaron. Unos metros más allá encendieron las luces y desaparecieron.
            Alicia temblaba entre mis brazos. Creo que tenía convulsiones. Bajamos la cuesta a los tropezones y antes de llegar a la esquina tuvimos que detenernos porque comenzó a hacer arcadas y vomitó el helado. No supimos qué decirnos, ni esa noche ni los días que siguieron.
            Todo parecía igual: la gente, los preparativos. Nosotros estábamos cambiados. Nos hablábamos poco; cada uno sabía lo que el otro pensaba, pero no pasábamos de esos diálogos tontos que no llevan a nada:
            -¿Qué te parece?
            -No sé...
            Por primera vez desde que éramos novios dejamos de vernos algunos días, como si nos tuviéramos miedo.
            Lo mío, además de eso, era curiosidad. Daba rodeos para evitar el tanque, lo que me obligaba a caminar unas diez cuadras de más cada noche. Pero no podía eludir un impulso que me atraía a esa abertura siniestra de nuestro secreto. Una tarde me compré una linterna de bolsillo, dejé a Alicia cuando caía el sol y enfilé para el cerro. Debí disimular tan mal que cualquiera que me viera caminar, apretando la linterna en una mano y mirando al suelo, hubiese sospechado que estaba por cometer un crimen.
            Llegué al pie de la escalera y después de mirar varias veces alrededor trepé como lo había hecho otras veces, aunque de día, años atrás. Descubrí el cuadrado negro por el que salía el ruido característico del remolino de agua cuando cargaban las bombas. La luz de la linterna era escasa, pero pude ver claramente los tres cuerpos flotando, hinchados, girando y girando en la prisión de cemento. Dos de ellos estaban de espaldas y el otro, semidesnudo, miraba a la bóveda del techo como si esperara que alguien llegara para cerrarle los ojos. Era el que habían bajado vivo y se me ocurrió que aún lo estaría, aunque era imposible porque ya había pasado una semana. Descendí trastabillando y me alejé corriendo y sin mirar atrás. Perdí la linterna y no recuerdo si alcancé a cerrar la abertura con la chapa.
            Esa fue la primera noche que no pude dormir y muchas más sufrí después, por el resto de mi vida, este insomnio maldito que me arruina los días.
            En el pueblo empezaron a notar algo. El agua salía de las canillas con un gusto raro. Dos semanas después, algunas cañerías se obstruyeron y al destaparlas aparecían pedazos de piel inflada y coágulos. El líquido exhalaba un olor dulzón, pegajoso.
            El diario local se hizo eco de la situación y los encargados de mantener el tanque fueron a ver de qué se trataba. Aunque oficialmente no se dijo nada más sino que se tenía previsto desinfectarlo, corrió la voz de que en el agua corriente nadaban tres cadáveres descompuestos.
            La manera en que el interventor militar solucionó el problema pude conocerla, en parte, gracias a un ordenanza de la municipalidad. Me contó una conversación telefónica de la que él, mientras servía café, sólo podía escuchar una parte:
            -Entienda, mi coronel, que se están pudriendo ahí.
            -...
            -¡Y claro que tendrían que pudrirse todos, carajo! ¿Pero adónde los mandamos? Ya no se puede... Sí, entiendo. Entonces le encargo lo de los buzos tácticos. Yo... Sí, sí... La policía está ahora mismo. ¿Cómo que pasado mañana? ¿No puede ser antes? Ah, entiendo, entiendo, mi coronel...
            La policía cortó la calle y las entradas al cerro. Los buzos llegaron en una camioneta y a plena mañana hicieron su trabajo. La noche anterior habían desagotado el tanque y el zanjón estaba repleto. Esa tarde calurosa fue una fiesta para los chicos del balneario. La profundidad les permitía zambullirse en clavado desde la parte más alta y nadar sin estorbos en el agua renovada aunque el lugar se hubiera poblado más que de costumbre. Hasta que se hizo un curioso silencio y se agolparon todos en un recodo: habían encontrado flotando entre los pastos un pedazo de mano que apenas podía reconocerse, con los huesos asomando entre la piel desgajada por los hongos. El padre de uno de los chicos era policía, así que el patrullero no tardó en llegar. Desalojaron el zanjón y se llevaron el insólito hallazgo en una bolsa de plástico. Como siempre en estos casos, no hubo más información que la que circuló boca a boca.
            Se hizo el festival, pero ese año fue distinto, o por lo menos a mí me lo pareció.
            El despliegue de luces y sonidos era el de siempre. La gente me parecía cambiada. Apática, desentendida del escenario, como si cada uno estuviese concentrado en sí mismo. Los aplausos sonaban más apagados y no llegaban a tapar la música de los parlantes, cada vez más potente y mejor diseñada por los ingenieros de sonido.
            ¿Era yo o eran los demás? Me preguntaba a cada momento qué había cambiado en esas bocas después de tomarse el agua de los muertos, si las sonrisas tenían algo de diabólicas o besarían igual cuando besaran a los vivos, impregnadas como yo las veía de ese gusto dulzón que bien conocíamos aunque no pudiéramos confesarlo. Notaba que las palabras se vaporizaban, inconsistentes, pura apariencia después de conocer la realidad sin aceptarla, pero no podía distinguir si era así o sólo se trataba de mi imaginación.
            Mi relación con Alicia se deterioró rápidamente. Creo que temíamos encontrarnos, porque aunque no dijéramos nada la noche fatídica estaba ahí, entre nosotros, como una muralla que ensombrecía el amor. Poco después decidimos cortar el noviazgo y quedamos como amigos, aunque esa fue sólo una fórmula que en la práctica significó un saludo lejano o un beso frío al cruzarnos.
            No pasaron grandes cosas en todos estos años. Por lo menos, nada que nos distinguiera de otros lugares: una tras otra llegaron las crisis económicas y mientras muchos se encerraban en sus exigencias diarias otros optaron por aparentar lo que ya no eran. Perdimos esas noches de verano con música y canto y hasta me parece que más se fue aguas abajo, aunque no sé, también cambié lo suficiente como para no animarme a juzgarlo.
            Del teniente no supe nada hasta dos años más tarde. Resultó el yerno de un colectivero muy conocido y querido en el pueblo que un día empezó a contar a los pasajeros el drama de su hija, casada con un militar que se envanecía de las hazañas con que se venía ganando un ascenso. Comenzó a hablar de pronto, sin que le preguntaran y muy contra su costumbre, de cómo se habían trastornado sus vidas. El teniente detallaba los operativos en que participaba de madrugada. La destrucción de familias indefensas a las que les secuestraban los hijos y les desvalijaban la casa. Las mujeres embarazadas que hacían desaparecer y la entrega de criaturas recién nacidas a familias de bien, como él remarcaba. Hablaba después de unos vasos de vino, en la mesa del domingo, sin consideración a nada ni a nadie. Una vez, con la cara roja de satisfacción, contó enfervorizado una sesión de tortura. La actuaba como si sus víctimas fueran los demás comensales. Ese mismo domingo su mujer, la hija del colectivero, se descerrajó un tiro en la boca que le destrozó el cerebro. Supongo que el arma sería la misma de aquella noche, junto al tanque. Al viudo, poco después, lo ascendieron.
            Y bueno... No encuentro más que poner, o no se me ocurre cómo. Yo seguí mi vida y Alicia la suya, cada uno tuvo sus hijos, como tantos en el pueblo, que prospera pero no crece.
            No sé por qué al dueño de la confitería se le ocurrió cubrir con pintura la leyenda de la fachada, con la que recibía a los turistas. A veces me sonrío cuando paso y alcanzo a leerla, aunque borrosa, como si quisiera recordarme un tiempo de ingenuidad que no volverá:


                                                ¿Quién no te quiere?

                                                ¡Sólo quien no te conoce..!   

TYBOR-AZUR por Jorge A. Dágata

            Bajó envuelto  en un cono de energía. Aunque el espacio de Luzquistán se veía desierto, sus detectores le informaron que millones de ocelos observaban atentos cada uno de sus movimientos. Caminó, silencioso, hacia la muralla espejada. Los edificios, colosales como montañas cortadas a pico, encajonaban  la luminosidad agresiva de las calles.
            Tybor-Azur, el Guerrero de la Paz, enviado plenipotenciario de Arnubia la Inmortal, la Eterna, irguió su figura orgullosa en medio de un paisaje deslumbrante. Palpó sobre el hombro las puntas sobresalientes de sus flechas: filos de titanio que con el calor de los dedos destellaron rojo, rojo, rojo, rojo. Un último rojo para el pulgar, más intenso que los anteriores, cuando lo deslizó por la armadura fina de una de las flechas, cargada de un poder implacable a punto de ser liberado. Bastaba un roce más.
            Recorrió por su cinturón cada uno de los botones mortíferos, que respondieron al contacto de su piel con destellos de alerta. Movió los hombros y sintió en la espalda el suave movimiento de los propulsores, intactos.
            Golpeó con los pies el espejo húmedo del suelo y tembló la calle entera en una vibración que se extendió muy lejos y trepó por los edificios monumentales, de los que asomaron lucecitas tímidas, los presentidos ojitos de insectos a los que de inmediato dominó con una mirada penetrante y firme.
            El desafío estaba lanzado. Arnubia la Inmortal, la Eterna, exigía la rendición incondicional de Luzquistán.
            Los insectos se retiraron a las cavidades más remotas. La sola presencia del Guerrero de la Paz bastaba para que la voluntad de Arnubia se impusiera.
            La victoria era completa.
            Vini, vidi, vinci, resonó como una carcajada en su voz triunfante. Trepó alto, rodó lejos: Vini, vidi, vinci.
            La reina Martysia ya estaba arrodillada a sus pies. La cubrían por completo sus rizos dorados de estrellas, una por cada satélite que hasta entonces dominara Luzquistán y ahora pasaban sin resistencia a depender de Arnubia la Inmortal, la Eterna.
            Martysia,  con la frente rozando la humedad del suelo, suplicaba con su gesto un poco de clemencia.
            Tybor-Azur, con las piernas arqueadas sobre ella y la mirada distante, se sintió dueño absoluto de ese país donde nunca se hacía de noche, la patria que se jactaba de ser la dueña de toda la luz del universo.
            El Guerrero de la Paz posó sus dedos sobre la cabeza de la reina vencida. Dibujó un círculo y una corona centelleante recogió todas las estrellas doradas del imperio, se cerró, espléndida por la voluntad del conquistador y la consagró, desde ese mismo momento, soberana del nuevo espacio sometido.
            Tybor-Azur sonrió. En Arnubia conocerían paso a paso sus hazañas y festejarían con un gran banquete un triunfo más en su larga historia.
            Ofreció su mano generosa a la repuesta reina y entraron, triunfales, al gran palacio imperial. Una lluvia extraordinaria de ojitos brillantes bajó por las laderas de los edificios y se alineó detrás de la pareja soberana en una larga cola de luz.
            El cortejo los acompañó hasta el doble trono construido de colores tan vívidos, tan completos, que conformaban un blanco intachable. Marchaban con un ritmo acompasado de voces que sonaron para Tybor-Azur con redoble de victoria y que la reina Martysia acompañaba en un susurro.
            El Guerrero de la Paz volvió a palpar, una a una, las flechas. Los rojos colorearon cinco veces el trono; en la última, con el más puro rojo, desconocido hasta para los habitantes del país de la luz.
            Había llovido la noche anterior y a la hora en que el colectivo paró frente al alto edificio, desde el cielo despejado bajaba potente el sol. El brillo de las calles y un poco de sueño lo enceguecieron.
            Los demás chicos ya estaban ubicados en sus bancos cuando Tiborio Azul asomó tímidamente por la puerta y la maestra lo invitó a entrar.
            Sin que se oyera nada, podía adivinar las risitas escondidas detrás de todos esos ojos fijos en él, dispuestos a desnudarlo de vergüenza.
            Se ajustó los grandes anteojos, aunque estaban bien fijos sobre la nariz. Ya sabía cómo lo iban a llamar, siempre pasaba lo mismo los primeros días. Para hacer algo con las manos se acomodó la mochila que llevaba colgada a la espalda.
            -Tiborio Azul –anunció la maestra, muy seria- es desde hoy el nuevo compañero de clase.
            Las risitas casi ni se oyeron,  pero se movieron de un extremo al otro del aula como una ola de burla.
            Tiborio se encogió, paralizado. Sentía arder la cara, enrojecida. La maestra se acercó para acompañarlo hasta su banco, el tercero contra la pared, después de la ventana.
            -¡Tiborio! –escuchó detrás, como una acusación- ¿Y por qué te pusieron un nombre tan feo?    
            -¿Azul como el color o Azul como la ciudad?- preguntó una vocecita aguda desde el otro extremo.
            La maestra impuso silencio, antes de que el desorden se desatara del todo. Tiborio oyó desde la calle un motor que aceleraba y sintió un gran frío que lo obligó a cruzar los brazos y mantenerlos apretados contra el cuerpo.  Quedaba, una vez más, abandonado al enemigo.
            Una voz cálida resonó desde un lugar impreciso:
            -¿Y qué tiene? Azul, como suena, no es un apellido feo. Peor el tuyo, Verconi, que ni verde sos.
            Se entrecruzaron respuestas cada vez más subidas de tono y la maestra debió imponerse otra vez.
            -Gracias, Marta- dijo a la dueña de la voz cálida-, pero no ayudes más.
            Y después, con una mano acariciándole la espalda:
            -Bienvenido a tu nueva escuela, Tiborio Azul.   
            La victoria parecía completa. La reina Martysia era una aliada incondicional. Pero el verdadero poder de Luzquistán no residía en el palacio, ni emanaba del trono. La energía y la vida del país surgían de los abismos del Gran Cráter, donde cada uno de los luzquistenses se sentía un auténtico rey, sólo obligado por una ley que dirigía los pensamientos y conducía las acciones; una ilusión, un ensueño, un cuento que habían heredado desde los tiempos más antiguos que recordaran, una quimera de la que el Guerrero de la Paz oyó hablar con una sonrisa despectiva, algo que nadie nombraba más que para sí mismo y pronunciaban en alta voz cuando cantaban su himno guerrero, un símbolo que no podía verse ni tocarse, porque no era más que una palabra, desconocida para el conquistador y nuevo soberano.
            La decía el murmullo que los había acompañado hasta el doble trono, con ella se saludaban sin pronunciarla los luzquistenses cuando se cruzaban por los caminos. El Guerrero de la Paz se encogió de hombros y respondió a las salvas que saludaban su victoria: Sea, si es lo que quieren, mientras el trono sea mío.
            Pronto comprendió que si pretendía el poder real debía ir a buscar ese símbolo tan extraño al Gran Cráter, rescatarlo desarmado y sin ayuda del abismo del caos donde se encontraba en estado puro y traerlo como cetro, para gobernar.
            Así que de inmediato dispuso los preparativos de la expedición. Las tropas que llegaban desde Arnubia la Inmortal, la Eterna, se unieron a los millones de luzquistenses alineados detrás de la reina Martysia.
            Comenzaron a trepar, encolumnados y en silencio, hasta el borde de fuego del Gran Cráter. Los ejércitos aliados subían en perfecta formación por el enorme cono coronado de luz.
            Tybor-Azur, con Martysia a su lado, entonaba su canción preferida:

            Arnubia, verdor en el desierto, tan larga es la memoria de tus bravos guerreros que no puede narrarse de una sola vez.

            Era la primera estrofa, la más antigua, del himno de su patria. Henchía el pecho al comenzarla para llegar a la última palabra con vigor.
            Detrás, los infantes de Luzquistán respondían con un coro grave que decía:

            Luzquistán es mi tierra donde nunca oscurece, donde nunca se apaga la amada libertad.

            Tybor-Azur avanzaba a grandes zancadas, sin sufrir la difícil pendiente ni comprender al coro de sus espaldas, y continuaba:

            Arnubia, en tus rincones se arroja el armamento, porque en tu paz y abrigo es feliz el guerrero, descansa y sueña sin temores de los días más duros, de penas y dolores.

            El coro respondía:

            Luzquistán, en tu fuego los bravos corazones, siempre van bien provistos del calor de la vida, para vivirla libres desde todos los tiempos, o entregártela entera cuando tu amor lo pida.

            Al Guerrero de la Paz lo halagaba ese rumor acompasado, redoblaba el entusiasmo por alcanzar la cumbre, inspiraba hondo y cantaba:

            Arnubia, manjar de los manjares, en tu mesa sabrosa descansan los viajeros que han honrado tu nombre por los rumbos lejanos del extraño universo.

            Y el coro:

            Será el hambre muy largo si lo quiere el destino y muy corto el reposo que nos brinde la paz, pues no hay honra más grande para tu pueblo altivo, que cantar Luzquistán, Luzquistán, Libertad.


            La reina Martysia  acompañaba al coro y trataba de  hacer lo mismo con las estrofas del himno de Arnubia, aunque al no conocerlas sólo podía repetir algunas palabras sueltas.
            Tybor-Azur cantaba:

            Arnubia, mi refugio más cálido de invierno, tan anchos son tus ventanales que el cielo más oscuro no deja de alumbrarte.

            Y el coro:

            Luzquistán, es tu fuego tu cielo y tu ventana, al alma de tus libres ninguna luz le falta.

            Llegaron así al borde de fuego del Gran Cráter. Ningún volcán de la vieja Tierra podía compararse con aquel paisaje tremendo, que la vista no alcanzaba a abarcar sino después de un largo recorrido.
            Un círculo tan enorme como la órbita de un planeta encerraba allá abajo selvas de árboles que en lugar de hojas tenían llamaradas violeta, conductos cilíndricos y transparentes entrelazados como telarañas superpuestas, por los que iban y venían puntitos de distintos colores, entrecruzándose, dispersándose y volviendo a reunirse en recorridos sin sentido; ciudades que semejaban pozos de sombra en medio de un resplandor tan vivo, de las que emergían puntas diminutas, alfileres insignificantes en un inmenso almohadón rodeado de fuego; ríos de lava roja, amarilla, azul, se evaporaban en los recodos o en los saltos vertiginosos,  pero renacían vibrantes de calor hasta despeñarse en el mismo centro del Gran Cráter, el lugar inalcanzable hasta ese día, un tornado de luces que se hundía en las profundidades desconocidas, inexpugnable, misterioso.
            Tybor-Azur dispuso que las tropas formaran en semicírculo en el borde del abismo, ordenó que aprontaran las armas y extremaran la vigilancia con centinelas escalonados en la cuesta que acababan de recorrer, para cubrir la retaguardia.
            Tantos eran, quizás el mayor ejército que jamás había reunido Arnubia en toda su larga historia, que antes de contemplar ese extraordinario territorio creían poder rodearlo, y ahora apenas cubrían un arco que una sola mirada podía abarcar.
            Debía descender un guerrero, sin armamento, deslizarse por las telarañas complejas de la red que comunicaba todos los puntos del cráter sin tocar un hilo, para que su presencia no provocara alarma. Era imprescindible caminar lejos de las ciudades, no tenía posibilidad de sobrevivir si intentaba cruzar uno de los ríos de fuego, porque le sería fatal. Oculto entre los bosques de árboles violeta, debía explorar el centro mismo de aquel inmenso paisaje. Tal vez, dejarse arrastrar hacia abajo por el tornado, a lo desconocido, para descubrir la fuente de poder inconquistado de los luzquistenses.
            Sólo un guerrero extraordinario como él, Tybor-Azur, sería capaz de realizar la hazaña. Luego, volvería a trepar hasta el borde en el que aguardarían las tropas, dueño ya del símbolo con que dominaría sin luchar hasta al último de los luzquistenses.
            Ordenó a Martysia que se irguiera ante las tropas, que la aclamaron parpadeando. Una inmensa extensión de la ladera exterior del Gran Cráter se cubrió de puntos luminosos que se apagaban y encendían en señal de ferviente sumisión.
            Tybor-Azur, magnífico con sus flechas con puntas de titanio y su cinturón de poder, a punto de convertirse en un héroe legendario, recorrió con su índice el círculo de la corona dorada, una y otra vez, hasta verla encendida de un rojo tan espléndido que los puntitos luminosos de la ladera parpadearon con mayor excitación.
            Había entregado el mando. Se descalzó con solemnidad y fue depositando una a una sus preciadas armas en manos de la reina, que las recibió respetuosamente inclinada hacia él.
            Solo, liviano, seguro, valiente, comenzó el descenso.
            Tiborio Azul devoraba el almuerzo. Esa mañana lo había agotado. Su padre se reía al verlo famélico, su madre no alcanzaba a llenar el plato con una y otra comida, para calmarlo.
            A la luz artificial del departamento sin ventanas se veían algunos paquetes aún sin desatar.
            Después de preguntarle cómo le había ido y del “bien” hueco con que contestó, muy suavemente la madre le recomendó que en los demás días no dejara de repartir las golosinas de la mochila, pero que alguna se reservara para él. El padre le insinuó que también le costaba adaptarse a cada nuevo trabajo y no era bueno quedarse detrás de la puerta cuando los demás chicos se iban al patio.
            -Así fue en las otras escuelas –se consolaron, cuando él no podía escucharlos-. En poco tiempo hará nuevos amigos, hay que tener paciencia. Menos mal que esa chica, Marta, le tomó cariño desde que llegó. La maestra dice que lo está ayudando mucho. ¡Menos mal!
            -¡Menos mal! –suspiraron los dos.
            Bajar por la ladera era fácil y rápido. Se contenía para no tropezar con alguno de los hilos trasparentes y quedar al descubierto. Había tanta luz que se sabía invisible para los ocelos que pudieran detectarlo.
            Llegó al primer bosquecito y lo impresionaron unos árboles que sólo por la forma se parecían a los demás. Los troncos eran similares a los de grandes eucaliptos, se ramificaban también y terminaban en hojas. Lo novedoso era que ninguno se veía sólido, no había madera en ellos sino una luz del color de la madera, tampoco corteza sino otra de su color, y las hojas, también dibujadas por su propia luminosidad, eran de un violáceo que irradiaba y las hacía crecer y empequeñecerse, como si se agitaran al viento.
            Caminó un largo rato sobre la alfombra de un violeta más oscuro, siempre descendiendo, a cada paso un poco más abajo, más cerca del objetivo final de la misión y más lejos de Martysia y las tropas aliadas.
            El bosque terminaba en un río de fuego. Al principio creyó que era lava incandescente, así se veía desde arriba. Al asomarse en las barrancas advirtió que corría por el cauce luz y más luz, turbulenta, desenfrenada, despeñándose hacia el centro del cráter. De la superficie se desprendía un vapor que los movimientos teñían con distintos tonos, hasta elevarse en una niebla blanca, hecha toda de luz.
            Estaba obligado a bordear el cauce y a continuar descendiendo a su vera, sin animarse a cruzarlo ni a sumergirse en él y dejarse llevar, ya que desconocía lo que podía pasarle.  Esto le daba la ventaja de caminar hacia su objetivo, en una línea casi recta, y emprendió la marcha con mucho ánimo, cada vez más seguro de llegar.
            Sin darse cuenta, comenzó a entonar el himno de su patria:

            Arnubia, verdor en el desierto, tan larga es la memoria de tus bravos guerreros que no puede narrarse de una sola vez.

            Inspiró para continuar con la segunda estrofa:

            Arnubia, en tus rincones se arroja el armamento, porque en tu paz y abrigo es feliz el guerrero…

            Y escuchó, asombrado, que una voz detrás suyo completaba:

            …descansa y sueña sin temores de los días más duros, de penas y dolores.

            Más grande aún fue su asombro al darse vuelta y comprobar que había pasado, hacía un segundo, junto a otro joven guerrero semejante a él. Descansaba sentado en un tronco del color de la madera y dejaba caer de sus manos manojos violáceos que temblaban en el aire. También estaba completamente desarmado y se levantó para saludarlo con una reverencia, a la que Tybor-Azur respondió con otra. El nuevo guerrero cantó:

            Arnubia, manjar de los manjares, en tu mesa sabrosa descansan los viajeros…

            Tybor-Azur completó, entusiasmado:

            …que han honrado tu nombre por los rumbos lejanos del extraño universo.

            Ya lo decía el himno y no necesitaron preguntarse más: llevaban el mismo destino, venían de la misma patria, ahora Tybor-Azur tenía un hermano con quien compartir el lejano rumbo del extraño universo. Juntos conquistarían el preciado trofeo que les daría, para la amada Arnubia, el mando absoluto de Luzquistán. Su compañero era Alejzar, el Guerrero de la Justicia.
            Continuaron descendiendo un buen rato, siempre bordeando el río y bajando cada vez más hacia el torbellino del centro del Cráter.
            Llegaron al primer inconveniente serio de la misión y se tiraron boca abajo a mirar atentos las interminables redes transparentes, recorridas por puntos de color que se entrecruzaban y se perdían en la gran telaraña. Era el complejo sistema con que Luzquistán se comunicaba instantáneamente de un extremo a otro del Gran Cráter. Tocar un hilo significaba delatarse y la misión quedaría arruinada. Sin embargo, debían cruzarlo para seguir descendiendo. Un reducido espacio quedaba entre la red y el suelo, por el que empezaron a arrastrarse. Los hilos, como las hojas del bosque, simulaban moverse con los destellos de luz. Al tenerlos sobre sus cabezas se convencieron de que no había riesgo de chocarlos si se mantenían pegados al suelo, ya que la distancia era constante y suficiente.
            Tybor-Azur andaba adelante, como correspondía a su jerarquía de titular del trono, y su compañero Alejzar seguía su rastro, como encajaba perfectamente en un Guerrero de la Justicia.
            En una oportunidad Tybor-Azur intentó mirar hacia atrás y sin querer rozó uno de los hilos. Toda la red parpadeó con puntos de un color único, desconocido. Duró lo que un parpadeo y quietos, sin respirar, comprobaron aliviados que el tráfico de señales retornaba a la normalidad, después de mantenerse apagado por completo durante unos momentos.
            Siguieron reptando hasta que vieron adelante, lejos, el espacio oscuro erizado de agujas de una gran ciudad. La red peligrosa se elevaba y se perdía en la luz, para volver a verse bajando en ondas de una curva muy suave y larga, más destacada aún la malla sobre el fondo en penumbras.
            Acordaron desviarse con el río, que continuaba con un extenso rodeo matizado de tanto en tanto por bosquecillos de un violeta cada vez más tenue.
             La boca del fondo del Gran Cráter, donde todos los ríos de luz terminaban su recorrido, no se veía tan grande ni destacaba en el marco de aquel imponente territorio por el que Tybor-Azur y Alejzar habían descendido.
            Los bosquecillos quedaban lejos. Las redes de hilos transparentes pasaban muy alto; de ellas se desprendían cabos sueltos que colgaban sobre el pozo y desprendían acompasadamente gotitas de distintos colores.
            Lo impresionante y temible era el torbellino. Un tirabuzón que giraba frenético y sin pausa abarcaba el diámetro de la boca y se hundía afinándose en la profundidad. Era un embudo móvil y contenía todas las formas cambiantes que habían conocido en el Gran Cráter, desde las sombras de las ciudades con sus agujas hasta las hojas violáceas de los árboles, sueltas alrededor como cenizas que eran atrapadas y arrastradas hacia abajo, al vértice invisible donde todo se concentraba. El goteo permanente de los hilos alimentaba la luz del embudo, daba la sensación de imprimirle ese movimiento enloquecido y sin pausa.
            Los dos guerreros, por primera vez, tuvieron miedo. No se habían animado a nadar en los ríos de luz, pero ahora no les quedaba alternativa. Estaban obligados a sumergirse en esa tromba desconocida que los arrastraría hasta el destino final de la misión, o renunciar a ella cobardemente y reconocerse derrotados.
            Se miraron, sin hablar. Cada uno comprendió lo que el otro sentía. El Guerrero de la Paz, desarmado, emprendería una guerra a muerte con un enemigo invisible. El Guerrero de la Justicia lo acompañaría con las únicas armas de sus dudas.
            Se inclinaron al mismo tiempo sobre el último abismo y se dejaron caer.
            Tybor-Azur luchó con energía, agitando los brazos, para impedir que el torbellino lo obligara a girar con él. Caía cada vez más veloz y más comprimido por un túnel que se iba estrechando.
            Alejzar lo seguía en su caída, envuelto por una fuerza descomunal que anulaba su voluntad.
            Llegaron a un lugar tan estrecho que les era imposible seguir adelante. Quedaron suspendidos en una luz muy densa, completamente nueva para ellos, una barrera que los encerraba y les impedía moverse. Sentían los pies apoyados en el extremo más afinado del embudo y aunque careciera de consistencia era el sostén que los había detenido y el obstáculo para seguir descendiendo.
            En las paredes móviles comenzaron a aparecer millones de ocelos de todos los colores imaginables, que los vigilaban atentos. Eran iguales a los de los luzquistenses y al mismo tiempo idénticos a los puntitos de luz que conducían las redes transparentes afuera, en el Gran Cráter.
            El Guerrero de la Paz admitió que estaban prisioneros en el núcleo de poder de Luzquistán y no les quedaba ninguna posibilidad de luchar para liberarse.
            El Guerrero de la Justicia comprendió que la situación en que se encontraban era inevitable y ninguna decisión podría cambiarla.
            Los ocelos, sin dejar de girar y multiplicarse, se concentraron poco a poco alrededor de los guerreros vencidos, hasta formar una gran pupila de brillo límpido, bordeada por un halo oscuro.
            Forcejearon aún, apretados por el torbellino, sin ningún resultado.
            Era el fin. El fracaso de la misión.
            Quisieron inclinarse uno ante el otro, para morir dignamente, pero el cerco de luz se los impidió.
            La pupila pestañeó.
            Fue como si por un instante el torbellino desapareciera y todo el espacio se apagara y les devolviera la libertad. De inmediato volvió a encenderse y con ella los barrotes circulares.
            El Guerrero de la Justicia comprendió. Luzquistán, magnánimo, les ofrecía una tregua. Otro parpadeo, más demorado esta vez, lo confirmó.
            El Guerrero de la Paz intentó rebelarse en el intervalo. Alejzar, sujetándole los brazos, se lo impidió.
            Tybor-Azur lo hubiera golpeado con los puños de buena gana, si el apretón de luz no le mantuviera inmovilizados los brazos.
            Con el único dedo que pudo mover, Alejzar le señaló hacia abajo, el vértice del torbellino. Vieron que en él descansaba, cubierto con una coraza de ocelos, imperturbable, el Guardián de la Verdad. Por intervalos se destacaba, nítido, y entonces el vértice del torbellino se opacaba; luego se confundía en luces y sombras y el vértice resplandecía en un punto lejano.
            Aunque hubiesen traído las armas más poderosas, ya no podrían descender ni un centímetro más. Del Guardián de la Verdad emanaba una potencia tan enorme que hacía imposible cualquier intento. La audacia, la valentía, el recuerdo estimulante de la amada Arnubia, todo era inútil. El paso estaba cerrado y así seguiría para siempre.
            Sólo les quedaba aguardar la clemencia de los luzquistenses, un nuevo parpadeo y otros más prolongados que les permitieran moverse hacia arriba, regresar a la boca del torbellino e intentar otra vez el camino hacia el borde del Gran Cráter, derrotados pero libres.
            El deseo les fue concedido. La pupila se apagó y dieron los primeros pasos hacia arriba. Cuando Tybor-Azur amagó con volverse hacia el vértice, un poco más libre al ensancharse el cono de luz, la pupila se encendió otra vez y Alejzar tiró de él, obligándolo a seguirlo.
            Ahora marchaba adelante el Guerrero de la Justicia, subiendo paso a paso, de un parpadeo a otro, seguido por el Guerrero de la Paz con gesto resignado.
            Volvieron a caminar entre los bosquecillos de hojas violeta, anduvieron río arriba y cruzaron arrastrándose bajo las redes transparentes.
            Fatigados, hambrientos, vencidos, llegaron al borde del Gran Cráter.
            Los ejércitos aliados habían desaparecido. Nada les quedaba del poder, aunque del suelo Tybor-Azur recuperó sus armas.
            Se encaminaron en silencio hasta el palacio. Ninguno de los dos se animó a cantar una sola estrofa del himno de Arnubia la Inmortal, la Eterna. Con ellos, había sido derrotada. Aún esperaban encontrar el doble trono, el símbolo de un pequeño poder que por lo menos aparentaba grandeza.
            En él los aguardaba Martysia, rodeada por la totalidad de las tropas. Los luzquistenses la habían secuestrado cuando las redes, que sin querer tocó Tybor-Azur al volverse hacia Alejzar, los delataron.
            Todo estaba perdido. Se habían liberado del torbellino y quedaban ahora prisioneros en el palacio, rodeados de enemigos. No podían usar las armas del Guerrero de la Paz, pues con semejante poder ellos mismos, y Martysia, acabarían destruidos.
            Tybor-Azur se desplomó a los pies del trono.
            Alejzar, cruzado de brazos, contemplaba atento.
            -No traigo el cetro del poder –dijo con tristeza el Guerrero de la Paz-. Reconozco mi derrota. El trono a tu lado ya no me pertenece. Regresaré a mi país, si me lo conceden, seré la vergüenza de mi patria, y nunca más volverán a verme.
            Martysia se puso de pie lentamente, con la majestad de una reina. Se quitó la corona dorada, sacudió con gracia la cabeza y un enjambre de estrellas echó a volar por el palacio.
            Los ocelos se avivaron. Un coro comenzó a escucharse, alimentado por voces que surgían de todos lados:

            Luzquistán es mi tierra donde nunca oscurece, donde nunca se apaga la amada Libertad.

            Tybor-Azur levantó la cabeza, sorprendido. Martysia se la había coronado con un círculo azul al que las estrellas fugitivas daban un fondo espléndido, infinito.
            -Trajiste el cetro en tu corazón, Tybor-Azur. Está en tus manos, en tu cabeza, en tus pies, el poder más grande que conocemos, el tesoro más valioso para cada uno de nosotros, los luzquistenses, y que ahora también te pertenece. Es un regalo del Guardián de la Verdad que muy de tanto en tanto un valiente debe ir a buscar para que el trono se renueve. Tuviste la suerte de encontrar a Alejzar y él te ayudó en las decisiones. No estás derrotado. La victoria es tuya, porque desde ahora también llevarás a todos lados el verdadero poder, el bien que más apreciamos: la Libertad.
            El coro acompañó sus palabras:

            Luzquistán, en tu fuego los bravos corazones, siempre van bien provistos del calor de la vida, para vivirla libres desde todos los tiempos, o entregártela entera cuando tu amor lo pida.

            Ya no era el hambre de uno. Ese día en la mesa contaba el de Martysia, el de Alejzar, el de los millones que formaban las tropas aliadas de Arnubia y Luzquistán. No se podía creer que comieran tanto, era imposible concebir manjares más sabrosos que esos panes, esa sopa, lo que vendría después…
            El padre desplegó, solemne, otra carta de traslado. Las letras no lo decían, pero en esas líneas aparecían otra escuela, otros enemigos, otra guerra de conquista, quién sabe, otro Gran Cráter con su torbellino.
            Tiborio Azul, de solo pensarlo, tuvo que desempañar los grandes anteojos.
            El padre alisó el papel con una mano y sin leer una sola palabra pensó en voz alta:
            -Alguna vez esto tendría que terminarse.
            -Sí. Alguna vez –confirmó la madre.
            -Tibor, querido, ¿te gustaría que consigamos una casa con ventanas grandes y nos quedemos a vivir en este lugar?
            No pudo contestar, sólo acompañar al coro alegre que cantaba:

            Arnubia, en tus rincones se arroja el armamento, porque en tu paz y abrigo es feliz el guerrero, descansa y sueña sin temores de los días más duros, de penas y dolores.