domingo, 7 de julio de 2013

ELLA - Por EGLE EDITH FRATTONI ROMANO

Cuando se anunció que ella iría a vivir con la familia, la tierra se abrió a los pies de Alicia. Es que Alicia no había participado en esa decisión,  más bien se había opuesto.  Había dicho: “tengo miedo”. No obstante, colaboró con entusiasmo, o con expectativa, desocupando el garaje para brindarle ese lugar, eligiendo su nueva cama en un compra-venta  de muebles antiguos (encontraron  una muy linda de estilo provenzal), comprando un placard nuevo, más pequeño, porque el de ella , extremadamente grande, no entraba en las dimensiones de que disponían.  Lo que no le convencía era tener que re-ubicar  las bicicletas en el semi descubierto patio, por el deterioro que, imaginaba, les acarrearía. Pero bueno, la máquina de coser de ella también estaría ubicada allí, así que eso estaba equilibrado. El resto del patio se llenó de plantas, algunas de Alicia, otras de ella.
Mas no llegó sola, trajo consigo el perro callejero que había refugiado en su casa años antes, cuando su esposo  aún vivía; un perro negro, viejo, buenazo, pero que, al poco tiempo, llenó de olor y de pelos la casa. Realmente, no había lugar para él en aquella casa, de tres plantas, atiborrada de escaleras y un patiecito de cerámicos. Sin embargo se quedó con ella.
El problema se suscitó cuando, debido a su gran vitalidad, pese a sus años, ella decidió hacerse cargo de la cocina y su presencia fue adueñándose de todos los ambientes, desplazando a Alicia de, prácticamente, todas sus funciones.
Por esos tiempos, además de ser ama de casa, Alicia había comenzado una carrera universitaria, de modo que se abocó a sus estudios  e intentó acomodarse a la nueva situación. No fue posible; ella trataba de demostrar que todo lo podía hacer mejor y más rápido: planchar, cocinar, bañar al perro, ocuparse de las plantas y hasta de las “necesidades” de su hijo y de los hijos de Alicia. Esta no lograba concentrarse en sus lecturas y, de cuatro materias, pasó a cursar una o dos por año, por lo que su carrera se atrasó ostensiblemente.
También se vio afectada su vida marital pues, en la cama, Alicia ya no veía el cuerpo de su amado compañero sino el de ella,  por cierto, bastante similar.
Los utensilios de la cocina comenzaron a deteriorarse, las cacerolas a abollarse, los
vasos y platos a romperse y los cubiertos simplemente a desaparecer, igual que los repasadores. Ella, efectivamente, abundaba en presteza, pero sus manos, incontrolablemente torpes, perpetraban y consumaban el exterminio fatal.
Una tensa inquietud se podía sentir hasta en las paredes;  olores extraños, ruidos diferentes  se percibían arriba y abajo, a través de las ventanas y por las escaleras.  Y la voz de ella, ensordinada a veces,  sonaba regularmente alta, gutural, verborrágica, insoportable.
Alicia comenzó a sentir que le faltaba el aire. La ira y la intolerancia se apoderaban de sus sentimientos cada vez más asiduamente. Era un ahogo que se tornaba insufrible, además de inoportuno. Salir hacia las clases de la facultad ya no le bastaba; necesitaba escapar de allí, aunque eso significara ceder su preciado terreno.
Por suerte sus hijos eran suficientemente grandes  y comprendían lo que estaba sucediendo;  también a ellos les afectaba esa prestancia abrumadora, enfadosa y sofocante. Y, aunque el respeto permanecía intacto, era evidente que los lazos afectivos sufrían un deterioro inconciliable e incontenible.
El ambiente, desafortunadamente, se había apestado.
Apestado - pensó Alicia  es el mejor adjetivo que define mi estado de ánimo, mi esplín.
Se sentía desdichada, infeliz, presa de la adversidad y, sin imaginar siquiera cómo sería su vida de allí en más, recordó lo que Albert Camus dice, en La Peste: “Una manera fácil de conocer una ciudad es indagar cómo se trabaja, cómo se ama y cómo se muere en ella”.  La misma manera de conocer una casa  se dijo -, averiguando cómo transcurren las horas  de las personas que viven y mueren en ella.  Aunque la muerte no sea física.
Porque esta muerte no era el simple límite temporal de la vida, al que no le queda ningún límite por venir, ningún “todavía no”, como dice Vladimir Jankelevitch  en  La Mort.
 Era otra especie de muerte.  O de vida.  O de muerte en vida.

Un proyecto serio y útil para construir un hospital de incurables, en provecho universal de todos los súbditos de Su Majestad. (Fragmento) Por Jonathan Swift

«Creo que de esta especie de incurables tendría que haber un número limitado de admisiones anuales, y nada debería tentarnos a exceder dicho cupo, ni la preocupación por el beneficio y la tranquilidad de la nación, ni cualquier otra razón pública o caritativa, porque, si hubiese que admitir en esta fundación a todos los que puedan ser considerados incurables por este motivo y si fuera posible que desde lo público encontrásemos algún lugar lo suficientemente grande para acogerlos, no me cabe la menor duda de que todos nuestros colegios de abogados, que se hallan tan repletos hoy día, serían desalojados en breve por sus inquilinos.»
«Supongamos que un joven noble que dispone de diez o veinte mil libras al año fuera recluido aquí como incurable. Yo destinaría al mantenimiento del hospital tan sólo aquella proporción de su propiedad que él gastara igualmente si se hallara en libertad. Y a su muerte, los beneficios de la propiedad pasarían debidamente al próximo heredero legal, fuera varón o mujer.»
«El motivo personal que me lleva a solicitar tan pronto ser admitido es el siguiente: que a menudo las personas que diseñan planes y proyectos terminan abocadas a la mendicidad, mas, si soy acogido en el hospital, bien como imbécil o como escritorzuelo incurable, esta desalentadora observación quedará
de una vez por todas rebatida públicamente, y otros hermanos que, como yo, realizan proyectos, tendrán asegurada una pública recompensa por su trabajo (...) espero que nuestra sabia asamblea legislativa tome este proyecto en seria consideración y que promueva una fundación que ha de prestar tan distinguido
servicio a multitud de improductivos súbditos de Su Majestad, y que, con el tiempo, puede que les sea de utilidad a ellos mismos y a la posteridad.»
«En cuanto a los escritorzuelos incurables, de cuya sociedad yo tengo el honor de ser miembro, son probablemente innumerables, y en consecuencia sería de todo punto imposible hacerse cargo de una décima parte de esta cofradía. Sin embargo, como esta clase de incurables se ve más afectada por la pobreza que
ninguna otra, sería doblemente caritativo admitirlos en la fundación. Sería caritativo para con el mundo, donde son una plaga y una molestia habituales, y sería caritativo para con ellos mismos aliviarlos de su miseria, de su desprecio y rebeldía, de sus quejas y de otros síntomas de esa naturaleza a los que son siempre propensos.»

LOS HOMBRES VANOS (1925) Por T.S. Eliot

Un penique para el viejo Guy


I

Somos los hombres huecos
Somos los hombres rellenos
Inclinados unos con otros
La cabeza llena de paja. ¡Pobres!
Nuestras voces secas, cuando
Susurramos juntos
Son suaves y sin sentido
Como el viento sobre el pasto seco
O pies de ratas sobre vidrio roto
En nuestra bodega seca
Figura sin forma, sombra sin color,
Fuerza paralizada, gesto sin movimiento;
Aquellos que han cruzado
con mirada decidida, al otro reino, al de la muerte
Recuérdennos, -si es que lo hacen- no como perdidas
Violentas almas, sino sólo
Como los hombres huecos
Los hombres rellenos.

II

Ojos que no me atrevo a encontrar en sueños
En el reino de los sueños de la muerte
Ellos no aparecen
Allí los ojos son
Luz solar sobre una columna rota
Allí, está un árbol balanceándose
Y las voces son
En el canto del viento
Más distantes y más solemnes
Que una estrella desvaneciéndose.
Déjame estar lejos
En el reino de los sueños de la muerte
Déjame también ponerme,
Tales disfraces deliberados
Saco de rata, piel de cuervo,
Cruces del campo santo
Que se comportan como el viento se comporta
No mas cerca -
Ni siquiera en ese encuentro final
En el reino de las penumbras

III

Esta es la tierra muerta
Esta es tierra de cactus
Aquí las imágenes de piedra
Se levantan, aquí reciben
la súplica de la mano de un hombre muerto
Bajo el parpadeo de una estrella que se desvanece.
Es así
En el otro reino de la muerte
Despertando sólo
A la hora en que estamos
Temblando con ternura
Labios que podrían besar
Componen rezos para piedras rotas.


IV

Los ojos no están aquí
Aquí no hay ojos
En este valle de estrellas que agonizan
En este valle hundido
Esta mandíbula rota de nuestros reinos perdidos
En estos últimos lugares de reunión
Vamos a tientas, juntos
Evitando hablar
Reunidos a la orilla del río caudaloso
Ciegos, a menos
Que los ojos reaparezcan
Como la estrella perpetua
Rosa multifoliada
Del reino crepuscular de la muerte
La única esperanza
De los hombres vacíos.

V

Aquí vamos alrededor del espinoso peral
Espinoso peral espinoso peral
Aquí vamos alrededor del espinoso peral
A las cinco en punto de la mañana.
Entre la idea
Y la realidad
Entre el movimiento
Y el acto
La sombra cae
Porque tuyo es el reino
Entre la concepción
Y la creación
Entre la emoción
Y la respuesta
La sombra cae
La vida es muy larga
Entre el deseo
Y el espasmo
Entre la potencia
Y la existencia
Entre la esencia
Y el descenso
La sombra cae
Pues ligero es el reino
Pues ligero es
La vida es
Pues ligera es la
Así es como el mundo acaba
Así es como el mundo acaba
Así es como el mundo acaba
No con una explosión sino con un gemido.