lunes, 14 de octubre de 2013

EPIGRAMAS - Autores varios

Extraídos del libro "Facetas" de Atilio A. Veronelli





Lleno de deudas don Febo 
solía enfermo decir: 
-No me deje Dios morir 
sin pagar a cuantos debo. 
Y no es poco lo que el tal 
pide a Dios; pues ciertamente, 
para pagar solamente 
tendrá que ser inmortal.

***

El médico Antón del Prado 
murió ayer con asma y chucho; 
de treinta años ha expirado; 
fue autor del libro afamado: 
"El arte de vivir mucho”

 Francisco Acuña de  Figueroa



Arte diabólica

Admiróse un portugués 
de ver que en su tierna infancia 
todos los niños en Francia 
supiesen hablar francés. 
Arte diabólica es 
dijo, torciendo el mostacho,
que para hablar en gabacho 
un hidalgo en Portugal 
llega a viejo y lo habla mal 
y aquí lo parla un muchacho.

Nicolas F. de Moratín




Con dinero producto de la usura, 
edifica diez casas don Ventura,   
y así afirma el grandísimo tunante 
que tiene una conducta edificante.

Vital Aza.




Ayer convidé a Torcualo: 
comió sopas y puchero, 
media pierna de carnero, 
dos gazapillos y un pato. 
Doy le vino y respondió: 
-Tomadlo vos, por mi vida, 
que hasta mitad de comida 
no acostumbro a beber yo.

Nicolas F. de Moratín




Domingos

Juan a Domingo reñía 
porque nunca trabajaba; 
y mientras Juan se enfadaba 
el buen Domingo decía:
-Yo no debo trabajar; 
estoy, Juan, en mi derecho, 
pues los Domingos se han hecho 
sólo para descansar.

Vital Aza




Consejo a un mal pintor

La casita que compre
dice un pintor chapucero-
la he de hacer blanquear primero, 
y después la pintaré.
- Al revés debes obrar 
-respondió un crítico adusto
; píntala antes a tu gusto 
y luego la haces blanquear.

F. A.  De   Figueroa

Importancia de la vida - Por Carlos Araujo

La vida es seria: cada día
verás en tu camino, a cada lado,
al prójimo infeliz, necesitado
de consejo, de pan o de alegría.

Rayo de luz serás en noche umbría,
si calmas la aflicción del desgraciado,
si das pan al hambriento, y con agrado
al ignorante das sabiduría.

Al prodigar consuelo a los que gimen,
o al conceder socorro a la indigencia,
evitas mucho mal, tal vez el crimen.

Y verás de tu vida la excelencia,
a pesar de los males que la oprimen,
cumpliendo tus deberes a conciencia.

Extraído del libro “Versos para niños”, año 1928

El niño y la noria - Por Manuel Osorio y Bernard

Si no aprendes bien la historia
le dijo a un niño su abuela-
te sacaré de la escuela
para tirar de una noria.

No sé si atendió a la riña;
pero el domingo siguiente
paseando el niño inocente
por una fértil campiña,

vio por una valla o puerta
que una mula trabajaba
en una noria, y sacaba
el riego para una huerta.

Quedóse  con atención
mirando el rudo trabajo
y se dijo por lo bajo:
- No ha sabido la lección.

El ratón dentro del queso - Por Pablo de Jérica

(Poesía para niños aunque no lo parece) Extraída del libro “Cielo Sereno” De Luis Arena


Incluido en la sección "Ronda Florida"



I

Mientras en guerra se destrozaban 
los animales con justa causa, 
un ratoncillo, ¡qué bueno es eso! 
estaba siempre dentro de un queso.

II

Juntaban gente, buscaban armas, 
formaban tropas, daban batallas; 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso!
Siempre metido dentro del queso.

III

Pasaban hambres en las jornadas, 
y malas noches en malas camas; 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso! 
siempre metido dentro del queso.

IV

Ya el enemigo se ve en campaña; 
al arma todos, todos al arma; 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso! 
siempre metido dentro del queso.

V

A uno lo hieren, a otro lo atrapan, 
a otro lo dejan en la estacada; 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso! 
siempre metido dentro del queso.

VI

Por fin lograron con la constancia 
sin enemigos ver la comarca; 
y el ratoncillo, ¡qué bueno es eso! 
metido siempre dentro del queso.

VII

- Mas, ¿quién, entonces 
lograr alcanza 
el premio y fruto 
de tanta hazaña? 
- El ratoncillo, ¡qué bueno es eso! 
que siempre estuvo 
dentro del queso.

Los barateros, o el desafío y la pena de muerte Por Mariano José de Larra

Debiendo sufrir en este día... la pena de muerte en garrote vil... Ignacio Argumañes, por la muerte violenta dada el 7 de marzo último a Gregorio Cané...

Diario de Madrid del 15 de abril de 1836     


La sociedad se ve forzada a defenderse, ni más ni menos que el individuo, cuando se ve acometida; en esta verdad se funda la definición del delito y del crimen; en ella también el derecho que se adjudica a la sociedad de declararlos tales y de aplicarles una pena. Pero la sociedad, al reconocer en una acción el delito o el crimen, y al sentirse por ella ofendida, no trata de vengarse, sino de prevenirse; no es tanto su objeto castigar simplemente como escarmentar; no se propone por fin destruir al criminal, sino el crimen; hacer desaparecer al agresor, sino hacer desaparecer la posibilidad de nuevas agresiones; su objeto no es diezmar la sociedad, sino mejorarla. Y al ejecutar su defensa ¿qué derecho usa? El derecho del más fuerte. Apoderada del sospechado agresor, les es fuerza, antes de aplicarle la pena, verificar su agresión, convencerse a sí misma y convencerle a él. Para esto comienza por atentar a la libertad del sospechado, mal grave, pero inevitable; la detención previa es una contribución corporal que todo ciudadano debe pagar, cuando por su desgracia le toque; la sociedad, en cambio, tiene la obligación de aligerarla, de reducirla a los términos de indispensabilidad, porque pasados éstos comienza la detención a ser un castigo, y, lo que es peor, un castigo injusto y arbitrario, supuesto que no es resultado de un juicio y de una condenación; en el intervalo que transcurre desde la acusación o sospecha hasta la aseveración del delito, la sociedad tiene, no derecho, pero necesidad de detener al acusado; y supuesto que impone esta contribución corporal por su bien, ella es la que está obligada a hacer de modo que la cárcel no sea una pena ya para el acusado, inocente o culpable; la cárcel no debe acarrear sufrimiento alguno, ni privación que no sea indispensable, ni mucho menos influir moralmente en la opinión del detenido.
De aquí la sagrada obligación que tiene la sociedad de mantener buenas casas de detención, bien montadas y bien cuidadas, y la más sagrada todavía de no estancar en ellas al acusado.
Cualquiera de nuestros lectores que haya estado en la cárcel, cosa que le habrá sucedido por poco liberal que haya sido, se habrá convencido de que en este punto la sociedad a que pertenecemos conoce estas verdades y su importancia, y en nada las contradice. Nuestras cárceles son un modelo.
Era uno de los días del mes de marzo; multitud de acusados llenaban los calabozos; los patios de la cárcel se devolvían las estrepitosas carcajadas, desquite de la desgracia, o máscara violenta de la conciencia; las soeces maldiciones y blasfemias, desahogo de la impotencia, y los sarcásticos estribillos de torpes cantares, regocijo del crimen y del impudor. El juego, alimento de corazones ociosos y ávidos de acción, devoraba la existencia de los corrillos; el juego, nutrición terrible de las pasiones vehementes, cuyo desenlace fatídico y misterioso se presenta halagüeño, más que en ninguna parte, en la cárcel, donde tanta influencia tiene lo que se llama vulgarmente destino en la suerte de los detenidos; el juego, símbolo de la solución misteriosa y de la verdad incierta que el hombre busca incesantemente desde que ve la luz hasta que es devuelto a la nada.
En aquellos días existían en esa cárcel dos hombres: Ignacio Argumañes y Gregorio Cané. Los hombres no pueden vivir sino en sociedad, y desde el momento en que aquella a que pertenecen parece segregarlos de sí, ellos se forman otra fácilmente, con sus leyes, no escritas, pero frecuentemente notificadas por la mano del más fuerte sobre la frente del más débil. He aquí lo que sucede en la cárcel. Y tienen derecho a hacerlo. Desde el momento en que la sociedad retira sus beneficios a sus asociados; desde el momento en que, olvidando la protección que les debe, los deja al arbitrio de un cómitre despótico; desde el momento en que el preso, al sentar el pie en el patio de la cárcel, se ve insultado, acometido, robado por los seres que van a ser sus compañeros, sin que sus quejas puedan salir de aquel recinto, el detenido exclama: «Estoy fuera de la sociedad; desde hoy mi ley es mi fuerza, o la que yo me forje aquí». He aquí el resultado del desorden de las cárceles. ¿Con qué derecho la sociedad exige nada de los encarcelados, a quienes retira su protección? ¿Con qué derecho se sigue erigiendo en juez suyo, siendo los delitos cometidos dentro de aquel Argel efecto de su mismo abandono?
Pero dos hombres existían allí: dos barateros; dos seres que se creían con derechos a imponer leyes a los demás y a retirar del juego de sus compañeros un fondo piratesco; dos hombres que cobraban el barato. Cruzáronse estos hombres de palabras, y uno de ellos fue metido en un calabozo por el alcalde, ley de aquella colonia. A su salida, el castigado encuentra injusto que su compañero haya cobrado él solo el barato durante su ausencia, y reclama una parte en el tráfico. El baratero advenedizo quiere quitar del puesto al baratero en posesión; éste defiende su derecho, y sacando de la faltriquera dos navajas: «¿Quieres parte?», le dice, «pues gánala». He aquí al hombre fuera de la sociedad, al hombre primitivo que confía su derecho a su brazo.
El día va a expirar, y los detenidos acaban de pasar al patio inmediato, donde entonan diariamente una Salve a la Madre del Redentor, Salve sublime desde fuera, impudente y burlesca sobre el labio del que la entona, y que por bajo la parodia. Al son del religioso cántico los dos hombres defienden su derecho, y en leal pelea se acometen y se estrechan. Uno de ellos no debía oír acabar la Salve: un segundo transcurre apenas, y con el último acento del cántico, llega a los pies del Altísimo el alma de un baratero.
La sociedad entonces acude, y dice al baratero vivo:
-Yo te lancé de mi seno, yo te retiré mi amparo, yo te castigo antes de juzgarte con esa cárcel inmunda que te doy; ahí tolero tu juego y tu barato, porque tu juego y tu barato no molestan mi sueño; pero de resultas de ese juego y ese barato, tienes una disputa que yo no puedo ni quiero dirimir, y me vienen a despertar con el ruido de un cuerpo que has derribado al suelo; me avisan de que ese cuerpo, de que en vida yo no hice más caso que de ti, puede contagiarme con su putrefacción; y por ende mando que el cuerpo se entierre, y el tuyo con él, porque infringiste mis leyes, matando a otro hombre, aun entonces que mis leyes no te protegían. Porque mis leyes, baratero, alcanzan con la pena hasta a aquellos a quienes no alcanzan con la protección. Ellas renuncian a amparar, pero no a vengar; lo bueno de ellas, baratero, es para mí, lo malo para ti; porque yo tengo jueces para ti, y tú no los tienes para mí; yo tengo alguaciles para ti, y tú no los tienes para mí; yo tengo, en fin, cárceles, y tengo un verdugo para ti, y tú no los tienes para mí. Por eso yo castigo tu homicidio, y tú no puedes castigar mi negligencia y mi falta de amparo, que solos fueron de él ocasión.
Y el baratero:
-¿Hasta qué punto, sociedad, tienes derecho sobre mí? Ignoro si mi vida es mía; han dicho hombres entendidos que mi vida no es mía, y por la religión no puedo disponer de ella; pero si no es mía siquiera, ¿cómo será tuya? Y si es más mía que tuya, ¿en qué pude ofender a la sociedad disponiendo de ella, como otro hombre de la suya, de común acuerdo los dos, sin perjuicio de tercero, y sin llamar a nadie en nuestra común cuestión?
Y la sociedad:
-Algún día, baratero, tendrás razón; pero por el pronto te ahorcaré, porque no es llegado ese día en que tendrás razón y en que queden el suicidio y el duelo fuera de mi jurisdicción; en el día la sociedad a que perteneces no puede regirse sino por la ley vigente; ¿por qué no has aguardado para batirte en duelo a que la ley estuviese derogada? Por ahora, muere, baratero, porque tengo establecida una pragmática que así lo dispone. Una luna no ha transcurrido todavía que ha visto sofocado por mi mano a otro hombre por haber vengado un honor que la ley no alcanzaba a vengar...
Y el baratero:
-¿Y cuántas lunas transcurren, sociedad, que ven paseando en el Prado a otros hombres que incurrieron en igual error que ese que me citas, y yo?...
Y la sociedad:
-Esto te enseñará que ya que no pudieses aguardar para batirte a que yo derogase mi ley, cesando de intervenir en las disidencias individuales que no atacan a la corporación, debiste aguardar a lo menos a ser opulento o siquiera caballero... o aprender en tanto a eludir mi ley.
Y el baratero:
-¿Y la igualdad ante la ley, sociedad?...
Y la sociedad:
-Hombre del pueblo, la igualdad ante la ley existirá cuando tú y tus semejantes la conquistéis; cuando yo sea la verdadera sociedad y entre en mi composición el elemento popular; llámanme ahora sociedad y cuerpo, pero soy un cuerpo truncado: ¿No ves que me falta el pueblo? ¿No ves que ando sobre él, en vez de andar con él? ¿No ves que me falta el alma, que es la inteligencia del ser, y que sólo puede resultar del completo y armonía de lo que tengo, y de lo que me falta, cuando lo llegue a reunir todo? ¿No ves que no soy la sociedad, sino un monstruo de sociedad? ¿Y de qué te quejas, pueblo? ¿No renuncias a tus derechos en el acto de no reclamarlos? ¿No lo autorizas todo sufriéndolo todo?
Y el baratero:
-Porque no sé todavía que hago parte de ti, oh sociedad; porque no comprendo...
Y la sociedad:
-Pues date prisa a comprender, y a saber quién eres y lo que puedes, y entretanto date prisa a dejarte ahogar, y en garrote vil, porque eres pueblo y porque no comprendes.
Y el baratero:
-Mi día llegará, oh falsa sociedad, oh sociedad incompleta y usurpadora, y llegará más pronto por tu culpa; porque mi cadáver será un libro, y un libro ese garrote vil, donde los míos, que ahora le miran estúpidamente sin comprenderle, aprenderán a leer. ¡Hágase, en el ínterin, la voluntad de la fuerza: ahorca a los plebeyos que se baten en duelo, colma de honores a los señores que se baten en duelo, y, en tanto que el pueblo cobra su barato, cobra tú el tuyo, y date prisa!
Y el baratero debía morir, porque la ley es terminante, y con el baratero cuantos barateros se baten en duelo, porque la ley es vigente, y quien infringe la ley merece la pena; ¡y quien tal hizo que tal pague!
Y el baratero murió, y en cuanto a él, satisfizo la vindicta pública. Pero el pueblo no ve, el pueblo no sabe ver; el pueblo no comprende, el pueblo no sabe comprender, y como su día no es llegado, el silencio del pueblo acató con respeto a la justicia de la que se llama su sociedad, y la sociedad siguió, y siguieron con ella los duelos, y siguió vigente la ley, y barateros la burlarán, porque no serán barateros de la cárcel, ni barateros del pueblo, aunque cobren el barato del pueblo.


El Español, n.º 171, 19 de abril de 1836. Firmado: Fígaro.