domingo, 17 de agosto de 2014

UN DÍA DE ASUETO - Por Chamico (Conrado Nalé Roxlo)

         El señor Joroboán Pérez tiene una familia solícita y cariñosa. Su mujer, la mamá de su mujer, la hermana de su mujer, las hijas de su mujer y suyas, y hasta la cocinera, se desviven por él.
      El amigo Joroboán goza de muy buena salud. Su esposa siempre lo afirma de este modo:
-Lo que es mi Joroboán no ha tenido nunca un sí ni un no con la medicina.
Pero no hay cuidado de que lo dejen en una corriente de aire, aunque el calor raje las piedras; ni de que no le calienten la cama; ni de que le sirvan una comida muy condimentada. Las hadas familiares velan por él constantemente.
El señor Pérez hace veinte años que concurre a una oficina pública en calidad de empleado. Es una buena oficina, vista desde adentro, pues cuando una persona llega a la ventanilla a preguntar por un expediente, se le toman los datos y se le dice que venga la semana que viene. Si vuelve, se le pregunta:
-¿Usted es el que estuvo la semana pasada?
Y a la respuesta afirmativa se le responde:
-Su asunto marcha. Venga dentro de quince días.
Y cada vez se alargan más los plazos, hasta que el importuno comprende su error y se dirige a otra oficina.
De este modo la oficina es un lugar agradable y tranquilo, al que ninguno de sus habituales concurrentes rentados ha encontrado el más mínimo pero. Pero, con todo, el señor Joroboán sintió un día el deseo de faltar, de puro calavera.
Cuando doña Camelia, su esposa, lo despertó, le dijo:
-Hoy no voy a la oficina.
-¡Que no vas a la oficina!... ¿Por qué? ¿Hay acaso trabajo?
-No, pero no me siento bien respondió él por no entrar en explicaciones.
A la esposa se le cayó la bandeja del café con leche, y huyó gritando, con las manos en la cabeza:
-¡Dios y los santos nos asistan, Joroboán está enfermo!
La cuñada, que era persona de gran presencia de ánimo y de la otra, trató de serenar a la desesperada esposa, y dijo:
-Déjenlo por mi cuenta. Siempre tuve vocación de enfermera. De no haber sido tan niña cuando la otra conflagración...
Y resuelta y valerosa se encaró con la situación y con el enfermo: ¿Qué sientes, Joroboán? Nada..., un poco de dolor de cabeza. La cuñada cruzó los brazos, apoyó la barbilla en el hueco de la mano y pensó en todas las enfermedades que comienzan por un dolor de cabeza, desde la gripe benigna hasta la fractura del cráneo.
Las hijas, mudas y temblorosas, esperaban de pie, como las tres gracias, con algo de estatua del Comendador. Doña Camelia lloraba en un rincón.
-Te pondremos unas rodajas de papas en las sienes como primera medida.
Y se las puso. Pero la menor de las hijas, que era muy golosa, insinuó:
-Tía, ¿y si en lugar de papas le pusiera batatas, que son más dulces?
-No son terapéuticas dictaminó la dama. Media hora después, don Joroban creyó que ya podía darse por curado y dijo:
-¡Qué remedio maravilloso! Ya no me duele e intentó sacarse las papas.
Pero la familia en pleno dio un grito de espanto. La mano temeraria se detuvo, y el señor Pérez paseó por los presentes una mirada interrogativa y angustiosa.
Pero nadie le respondió; una a una su esposa e hijas fueron desfilando hacia el patio con el pañuelo en los ojos. Solo la valiente cuñada permaneció al pie de la cama, como un granadero napoleónico al pie del cañón. Y explicó:
-No te asustes, Joroboán; al fin y al cabo eres un hombre... Esa mejoría, tan repentina, no es normal: es lo que el vulgo llama mejoría de la muerte.
-¡Qué muerte ni qué expediente perdido! gritó, volviendo en sí, el desdichado señor. Estoy perfectamente bien; en mi vida me he sentido mejor, y ahora mismo voy a levantarme para que lo vean.
-¡Deliras, Joroboán! exclamó la cuñada, a la que también abandonaba el valor.
Del patio venían los sollozos ahogados de su familia V los hipos de la sirvienta.
Joroboán, en el colmo de la indignación, saltó del lecho, se puso un pijama y salió al patio.Pero la familia en pleno, puesta de rodillas, le imploró que volviera a la cama.
Algunos vecinos oficiosos asomaban ya la cabeza por encima de la medianera. Y el pobre señor Joroboán, para que el escándalo no fuera mayor, tuvo que resignarse a volver al lecho.
-Llamen a un médico ordenó, en la esperanza tic que el hombre de ciencia demostrara a la asustada familia que no tenía nada.
Poco después el doctor hizo su entrada en la habitación del doliente.
-Déjennos solos pidió el dueño de casa.
Y explicó con entera franqueza lo ocurrido al científico caballero, que lo escuchaba con aire preocupación, y que cuando terminó le dijo:
-Bien, bien, pero permítame usted que lo revise.
El examen fue largo y minucioso, lleno de preguntas indiscretas y de posturas molestas.
Todas las respuestas del presunto enfermo eran interpretadas de modo inesperado para él por el médico. Y el resultado final fue que al despedirse le dejó varias recetas, píldoras, bebidas, gotas y un régimen alimenticio más severo que el de una actriz en trance de adelgazar.
El señor Joroboán Pérez oyó a su esposa que preguntaba al médico, ya en el corredor:
-¿Hay alguna esperanza, doctor?
-Señora respondió el galeno, aunque la expresión sea poco científica, le diré que mientras hay vida hay esperanza.
Después la casa fue tomando un aspecto lúgubre: se velaron las luces, se caminaba de puntillas, se recordaba en voz baja como murieron el tío Anselmo, la tía Clara y el primo Basilio..,
Y a eso de las diez de la noche el señor Joroboán pidió con voz débil que le tomaran la fiebre: había entrado él también.

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