sábado, 25 de octubre de 2014

VALORES - por Jorge A. Dágata

        La lluvia de tres días lo ha dejado andar en paz esta noche que termina, con estrellas y barro, con las últimas luces ahogadas en el resplandor que crece para guiarlo.
Ha recorrido calle por calle, ha sentido en los buenos lugares que hizo falta más fuerza para seguir, y en los malos se ha encogido en su nada hasta esconderse en la primera sombra y estar vivo aún y no rendirse, para seguir andando aunque lo piensen desaparecido.
Lleva su fortuna detrás, tira y avanza, y adelante esa ansiedad de estas semanas que aplaca con pura paciencia, este apuro tan raro, un buen motivo, lo comprende, es tan pequeña y tan grande, nunca así se ha sentido, lleva detrás algo más que la taza prestada y el hoy y un poco más todavía, lo sabrá cuando llegue y separe, entierra las ruedas y mece, aprieta los dientes, sortea los charcos, cada vez más brillantes, cada vez más cerca.
Lleva detrás su tiempo niño abandonado, los desechos del mundo que quiere lindo y nuevo, tira y arrastra, lo que no pudo ser, lo que fue sin que pueda cambiarse, avanza y rompe y gana a cada paso unos gramos de luz que separan lo viejo de lo nuevo, lo nuevo de lo ausente, lo ausente con lo injusto revueltos en la noche que se acaba.
Un mate recibido, un gracias entregado, una pausa que apura las horas del amigo al que llaman sereno y le ha contado sus tormentos de noches sin dormir allá solo en la casa, y lo ha escuchado sonriendo la novedad inmensa de la suya, que ahora tiene llantos que no son dolor y mañanas que pagan las esperas, las dudas, el choque inevitable de tantos desencuentros, un mate recibido, un gracias entregado que vale por los labios que ha resecado el frío y vale más por ese roto silencio de sentirse escuchado.
Quiso entregar una moneda a la chica tambaleante que le ofrecía sus pechos para venderle la gana, pero no pudo hacerlo porque no la tenía, y ella y las demás festejaron un buen rato y él no supo si después, allá en la penumbra de la plaza, lloraba o reía mientras se alejaba.
Su furia le mandaba rayarle la pintura y patearlo a morir, pero ha pedido perdón al dios que siempre lo acompaña, refugiado como él, en la sombra, cuando lo provocan para encarcelarlo, y ha buscado un perdón para aquel hombre que le gesticulaba insultos, demorado por su culpa lo que dura un solo gesto. Sin querer lo había cruzado, apenas lo necesario para atracar el carrito de chapa con ruedas de bicicleta a la vereda repleta del local iluminado que nunca lo defrauda, lleno de tantas cosas tras las rejas. Tal vez el pobre hombre enfurecido vendrá a comprar algunas este día, tendrá otro dios generoso que lo complace sin esconderse, o una cuna también donde le sonríe su mañana. Si a lo mejor volvieran a cruzarse, entonces él sabrá dejarle libre el paso, tal vez el hombre tuvo una razón de apuro, lo salude, acelere y hayan comprendido, tal vez su dios ya lo haya perdonado.
Ahora baja un poco más, rueda al costado de los arroyitos que lo llevan al fondo de la calle, cansado y seguro, contento de este nuevo día en que podrán devolver la taza de arroz a la buena vecina, un tesoro de granos para los tres encierros de la lluvia.
Ha terminado su jornada de la noche y más tarde tendrá tiempo para separar los cartones del fierro, el cobre, el aluminio, los malos y los buenos recuerdos, pero antes gozará esta vida nueva de su casa, tan chiquita, que estará ahora mismo mamando su parte del arroz de la vecina, él podrá besarla y curará sus desalientos de llegar algunas madrugadas con el carro vacío y meciéndola en sus brazos liberados calmará ese frío de andar sin que lo vean.
Cuánto valdrá el cartón y cuánto el cobre, cómo es que cae el precio cuando cae la lluvia, que sean hoy dos tazas, una y una, y la balanza mire por lo duro que fue andar en el rastro inocente del agua, que resulte esta vez un poquito más fiel, unos gramos más justa.
Ya no será llegar y lo de siempre. Así la había imaginado, sana y alegre, y algo desde la confusión supo escucharlo. No besa en su carita rosada esa mancha oscura que siempre quiso torturarlo, no está su espalda abultada ni sus piernas torcidas, él quedó como un tonto al gritar que no hay en el mundo nada más hermoso. Es verdad, fue muy tonto, su mujer se lo ha dicho y los dos se han reído.
Él la hubiese querido tanto o más, como fuera, más no lo ve posible, cómo será, no sabe. Pero sabe que todos los mañanas será feliz si el carro se hace más lento por el peso y que nunca a su niña la correrán los otros ni quedará de lado cuando jueguen los otros,  ni tendrá que esconderse en una de esas sombras donde  hay un dios que puede comprenderlos, y una vez, cuando crezca, aprenderá a llenar los vacíos de lluvia con lo que haya, el azúcar, la harina, lo que otro necesite para que lleguen, renazcan y se queden, allá donde las calles y los solos callados se van borrando pero tiran y avanzan con sus noches pesadas y sus cunas livianas, los otros invisibles, esos nunca escuchados,  los siempre desaparecidos.

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