sábado, 15 de febrero de 2014

PARED - Por María Victoria F. Torrez

Necesitaba un departamento para dormir. Nada más. Es la vida que sigue a recibirse de la universidad: un lindo título enmarcado, una cuenta bancaria con fondos de dos cifras, y un trabajo para pagar las deudas acumuladas. Con algo de suerte tiene uno tiempo para practicar algún deporte, comer y dormir, pero para nada más.
  Le parecía una locura pagar mucho por las seis horas por día que pasaría allí, y tal vez algún domingo de tanto en tanto. Por eso no dudó dos veces cuando la tía del novio de la amiga de su amiga le ofreció un departamento en un edificio grande, ubicado sobre una importante avenida, al precio de una habitación en casa de familia. Por eso no le importó la condición de la señora, con quien solamente habló por teléfono, de no traer visitas al departamento. Visitas. Apenas tenía tiempo para sí. Y tampoco era sociable.
  De alguna manera u otra le llegaron un juego de llaves y una carta escrita con letra tortuosa; tenía un nombre y el número de una cuenta bancaria. Entendió de inmediato que allí debía depositar el monto del alquiler cada mes. Y en ausencia de otras instrucciones, se limitó a regirse según las disposiciones que normalmente tendría un contrato de alquiler. Al fin y al cabo, esto era más bien un favor personal que un negocio.
  Y tal vez fuera el cansancio de la jornada diaria, o la grata sorpresa de encontrar un departamento enteramente equipado con muebles antiguos lo que le impidió notar aquello que de otra manera habría sido evidente a todo ojo. Pero la vida es así: para los dedicados, lo evidente es invisible a los ojos.
  Tuvo el primer síntoma de la particular situación que habría de vivir unas seis semanas después de mudarse. Era temprano por la mañana, pero ya tarde para llegar al trabajo. Subió al ascensor mientras terminaba de arreglarse la ropa, tocó el botón cero. El viejo ascensor se deslizó penosamente por un tiempo indefinido y luego se detuvo, vacilante. Tras unos segundos de refunfuño, abrió las puertas y dejó entrar a una señorita. El uniforme que traía dejaba en claro que se trataba de una enfermera. Tenía la piel de un color indefinido, casi grisáceo. Era pálida, de contextura mediana. Tras cruzar las puertas del ascensor, la enfermera apretó otro botón poco más arriba del cero y dándole la espalda, esperó a que el ascensor obedeciera su mandato, cerrara las puertas, volviera a deslizarse, volviera a detenerse. Y ante el nuevo refunfuño, nuevo abrir de puertas, la enfermera salió de la gran caja de madera apolillada tan silenciosa como había entrado. Vio con asombro cómo el ascensor cerraba las puertas y le quitaba de vista la presencia de la enfermera sin rostro.
  Planta baja, buen día al viejo encargado del edificio quien, como todas las mañanas, solo meneó la cabeza. Puerta, calle, caminar, oficina.
  En el sosiego de la hora del almuerzo, cuando las ideas suelen ser más creativas, le vino a la mente un detalle extraño: Esa era la primera vez que veía a alguien en el edificio. Fuera del portero, nunca había visto a otro ser vivo. Y no era seguro que el portero estuviera vivo. Tampoco había estado nunca en los otros pisos. Y tampoco había examinado el pasillo del suyo. En síntesis: no conocía el lugar dónde vivía.
  Y tal vez no le hubiera importado conocerlo de no haber sido por ese extraño corte de luz, pocas noches más tardes. En su mudarse con premura, no había previsto la compra de velas, y el corte de luz encontró su labor incompleta. Su reacción, por lo demás normal, fue dirigirse a los otros departamentos, a fin de preguntarle a los vecinos si ellos tenían electricidad, o si estaban a oscuras también.
  No encontró luz en el pasillo, pero tampoco podía recordar que alguna vez la hubiera habido. Se dirigió a la puerta más cercana. Golpeó. Silencio. Tal vez no habría nadie allí. Se dirigió a la puerta que seguía. Golpeó. Desde adentro dimanaba un sonido algo mecánico, como un motor en funcionamiento, o el ronroneo de un gato gigante. Pero nadie salió. Se dirigió a una tercera puerta, con iguales resultados. Una cuarta. Una quinta. Encontró la novena puerta abierta, y comprobó con asombro que era la suya propia. Esto le causó algo de asombro, puesto que podría haber asegurado que se movía siempre en dirección opuesta a su puerta.
   Decidió subir un piso y preguntar a los vecinos de allí. A veces los oía mover muebles y, siendo ya bastante tarde, sin duda estarían en casa. Se dirigió a las escaleras. Subió un escalón, dos, tres, nueve, catorce, veintidós. La escalera llevaba así su huésped al piso superior. Golpeó la primera puerta junto a la escalera. Aquí tampoco había nadie. Golpeó la puerta siguiente. Cuatro puertas. La sexta puerta estaba abierta, y cuál no fue su sorpresa al encontrar que era la suya. Sus intentos por entender qué había hecho mal en la escalera fueron infructuosos, y se conformó con pensar que tal vez la oscuridad del edificio le había jugado una mala broma.
   Se dirigió por segunda vez a la escalera, y comenzó a ascender. Veintidós escalones. La escalera volvió a dirigir su carga hacia el piso superior. Se encaminó a la puerta más cercana, pero esta vez hacia el otro lado. Golpeó, y en consonancia con el resto de las puertas, nadie contestó. Fue así, puerta por puerta, hasta llegar a una puerta abierta que, con inquietud, descubrió le era familiar.
  La situación le causó por lo pronto más molestia que malestar. Dudaba de si entrar a su departamento, o no, o tal vez bajar, o por qué no volver a subir. La luz de la sala se encendió, dejando el motivo de su encuesta obsoleto.
   Dormía con placidez una noche, solo pocos días después del corte de luz, cuando un ruido le interrumpió el sueño. Parecía el ruido de una termita hambrienta. O tal vez de un roedor. Se levantó apresuradamente y buscó la fuente de tal ruido. Extrañamente, se trataba de un portero eléctrico que nunca antes había notado, empotrado en la cocina. Levantó el tubo y a un corto saludo le siguió una explicación, torpe y poco modulada, sobre un problema de pareja traducido en un problema de bebida. Se trataba de una amistad lejana a quien no veía a menudo. A la explicación le siguió un pedido de asilo por tan solo una noche. Recordó entonces la advertencia de la dueña del departamento, y dudó. Pero estrictamente hablando, esto no era una visita, sino más bien una imposición. Sin duda ella lo entendería, si alguna vez se enteraba. Y así establecido, se dejó llevar por el ascensor, piso tras piso hasta la planta baja, abrir la puerta, y dejarlo entrar. Al volver a abordar el ascensor, notó que el portero seguía en su lugar, amarillento como siempre. A causa de sus prolijos horarios, no sabía que el portero estuviera allí toda la noche. No era posible. ¿Pero entonces, cómo? Tal vez fuera una excepción. Sacudió la cabeza, sacudió a la imposición adormecida contra la pared del ascensor, tocó un botón con un número borroso y, al ser depositados en el piso elegido, condujo a la visita al sillón. Dos mantas y una almohada. Mañana a despertarse temprano.
   Y temprano fue que se despertó. Se dirigió a la sala, con un poco de mal humor por la noche de descanso interrumpida. Encontró para su asombro que su compañía se había ido ya. Las mantas estaban estiradas sobre el sillón, un poco desacomodadas, la almohada ligeramente hundida en el centro. Reflexionó sobre esto un instante. Seguramente tendría vergüenza por los sucesos de la noche y se habría retirado muy temprano para no tener que dar explicaciones. O para no agradecer. Se vistió, desayunó, se dirigió a la puerta, giró la llave, abrió, y salió sin notar que la puerta había estado cerrada por dentro todo el tiempo.
   Un día en que el cansancio que tenía era especialmente grande, tras saludar al portero y aceptar la invitación del ascensor a entrar en él, presionó el botón equivocado, y salió un piso antes del suyo. Se dirigió a la puerta que en el piso correcto sería la suya, intentó girar la llave y no tuvo éxito. Intentó una vez más, con poco resultado. Giró sobre sus talones y caminó por el pasillo, buscando encontrar en qué número de piso se encontraba. Las puertas eran idénticas; el piso, gemelo del suyo. No tenía manera de saber de qué piso se trataba. Llamó al ascensor, pero el artefacto encaprichado nunca vino. Habría quedado trabado en algún lugar, donde un vecino desconsiderado había cerrado mal la puerta. Tras reflexionar por unos segundos, concluyó que si subía un piso, o bajaba un piso, tal vez encontraría el número que buscaba. Y habiéndolo así decidido, se dirigió a las escaleras y se dejó llevar arriba veintidós escalones.  Llegó al piso superior; no solamente no había número allí, sino que además era idéntico en todo a los otros. Decidió subir otro piso; obtuvo el mismo resultado. Entonces vino a su memoria la noche del corte de electricidad. Una duda empezó a formársele: ¿Y si al subir realmente no subiera, sino que llegara siempre al mismo punto? Entonces tomó un pañuelo, lo extendió prolijamente en el suelo junto al último escalón, y Se dejó guiar por la escalera los veintidós escalones hacia arriba. Fue con un ademán de horror que al llegar encontró su pañuelo, justo como lo había dejado. Entonces las escaleras eran un truco de mal gusto de algún arquitecto de antaño. Decidió bajar las escaleras en vez de subirlas y encontró con alivio que su pañuelo no estaba allí. Decidió volver por su pañuelo, pero sin éxito: poco sabia que lo había perdido para siempre. Bajó las escaleras hasta la planta baja, descubriendo mientras seguía la escalera que todos los pisos eran idénticos; subió al ascensor que allí lo esperaba y se dirigió al piso correcto. Puerta, llave, al hogar.
   Su mente, sin embargo, ya no estaba en paz. Había descubierto algo que no podía explicar, y que demandaba alguna explicación.
   Al siguiente domingo, salió de su departamento con varios papeles de colores. Bajó todos los pisos dejando un color en cada uno, e intentó subir las escaleras. Sin importar cuánto lo intentara, siempre volvía a la planta baja. Intentó pedirle explicaciones al portero. Este le dirigió una mirada ictérica, y deslizó los ojos lentamente de vuelta a la puerta, como si no hubiera oído nada de lo que le preguntaba. Volvió a la escalera. La miró, miró los escalones, el lugar. Y entonces una idea brillante le dibujó una sonrisa: Subiría por las escaleras a mucha velocidad, todos los pisos que pudiera.
   Con paso firme y sereno subió los primeros dos escalones, y luego corrió a toda velocidad escalera arriba.
   Al detenerse para tomar aire, encontró para su asombro que estaba en una torre, una torre de campanario en alguna construcción gótica. Miró por la ventana y a mucha distancia por debajo de su vista se encontraba sin dudas la calle en la que estaba el edificio. Eso significaba que estaba aún en el edificio, pero en alguna parte de él a la que nunca había accedido. Vaciló, pero el miedo pudo más, y decidió bajar. Bajó un piso, y descubrió que estaba aún en el mismo lugar. Subió entonces un piso y se encontró más arriba en la torre, rodeado de telarañas. Bajó otro piso, sin resultados. Y entonces corrió escaleras abajo, impulsado por la idea más bien débil de que, al haber llegado allí de esa manera, debería de salir de allí de la manera contraria. Corrió. Corrió hasta que no pudo sentir las piernas, y entonces se detuvo.
   El portero le dirigió una mirada, como si mirara una pared. Y tal vez es que era, dentro de ese edificio con vida, tan sólo una pared. Corrió hacia la calle, gritando, un grito de pecho, de claro terror.
   Al día siguiente sus hermanas mandaron a buscar sus cosas al departamento. Solo la ropa había de enviarse al hospicio.

LOS AMANTES DE LA MUGRE - Por José Rodolfo Espasa Muñoz- España

-Tienes que armarte de paciencia, Micaela- dijo el médico.
- Además, debes quitarte los apósitos y lavarlos con agua y jabón suave todos los días. No los empapes demasiado, procura secarlos con cuidado y trata de evitar que se formen fuelles.-continuó, mirándola con ternura.
- ¿Y cuando me seduzca la mirada de un hombre enamorado?-dijo melancólica, Micaela.
-Tu hermosura te librará de inquietudes - exclamó el médico.
-¡Miente! ¡Miente!- gritó Micaela.
A lo lejos el gran río color de león sacudía su lomo y derramaba su humedad sobre la piel de Buenos Aires.
Los ojos de Micaela parecían dos celosías azules enmarcadas por unas afiladas y simétricas cejas; su cabello caía suavemente sobre sus senos y de sus manos se desprendían efluvios de dulzura. ¿Qué hombre podría resistírsele?
El veinte de Febrero de 1942, Micaela, concurrió con sus padres (como de costumbre) a presenciar los carnavales porteños. Histórico evento, al que no le escatimaban críticas ciertos círculos intelectuales de la época.
“…una suerte de degradación de la comparsa…”, así se pronunciaban, cuando se
referían a la murga, por ejemplo.
Las murgas adoptaban las características exclusivas de cada barrio. A pesar de que la crisis del año 30 afectó decididamente el brillo y la calidad de los carnavales; a partir de los años 40 se fueron transformando y, al desaparecer la mayoría de los instrumentos melódicos, fueron cediendo paso al voluminoso bombo y al rimbombante platillo de bronce.
El reloj marcaba las 10 de la noche, la garúa caía molesta y persistentemente.
Impasible, Micaela, contemplaba el desfile sentada en la primera fila.
A metros de allí se encontraba un niño bien (disfrazado de Marqués) que no le quitaba
sus ojos de encima. Era alto, rubio, y tenía una boca increíblemente hermosa; sólo
pretendía relacionarse con alguna joven de su edad. Como miembro de una distinguida
familia porteña, consideraba al carnaval como una fiesta vulgar. El epíteto estaba
justificado, por el sólo hecho de pertenecer a dicha clase social.
¡Qué otra opinión... se podía esperar de alguien que frecuentaba los museos, los salones del Jockey Club y las veladas de gala del teatro Colón!
  Mientras la multitud se entusiasmaba al paso de los malabaristas, lanzallamas, estandartes y artistas, Micaela lo buscaba con su mirada intentando entrelazar sus ojos con los suyos. Por momentos, se quitaba su antifaz veneciano de macramé rosa para llamar su atención. El mozo, al percibir su acción, exclamó como un suspiro:
-¡Mascarita, mascarita mía…!
Imprevistamente la garúa se transformó en lluvia. En consecuencia, los carnavales se suspendieron hasta el próximo domingo veintidós de Febrero.
Aprovechando el receso, durante la tarde del sábado, frecuentó algunas jugueterías de la ciudad para comprarle un regalo que pudiera comprar su afecto.
Se detuvo en la juguetería Colón, ubicada en Santa Fe y Talcahuano. Miró por la vidriera. “Cien Pesos moneda Nacional”, decía el cartel debajo de un monito manicero (Gaspi), ocre sobre rojo y rojo sobre verde... ¡Fárrago! - exclamó, vio una muñeca China Dolls, vio una italiana Lady Lenci. ¡Bah…!-dijo disgustado.
El joven buscaba algo más, sin saber qué era ese algo más…de pronto descubrió una
Shirley Temple, recién traída de EE.UU. Cara, carísima (pensó).
-Después de todo no es mi novia, ¡Eh!- concluyó con desenfado.
Cuando las primeras sombras del crepúsculo se apearon sobre la ciudad, decidió regresar. En sus pies se le iba enredando… un fantasma de mujer.
La víspera del domingo se vio sumido en una gran inquietud.
-¿Por qué pienso?… porque pensar es comparar, ¿No?- monologó.
Y comparó, porque no podía no comparar y, además, tenía que calcular sus próximos
pasos.
La aristocracia con la plebe, la ópera con la murga, el gallardo disfraz con el disfrazado, el altivo salón con algún lúgubre patio trasero de la ciudad de Buenos Aires.
Cotejó y contrastó todo en su balanza emocional: y, trabajado por su ego y la belleza de la joven, decidió volver.
Llegó a las nueve y cuarto de la noche; cruzó raudamente la Avenida de Mayo y, dirigiéndose al palco oficial, recorrió el lugar con su mirada, buscándola sin resultado.
De repente…fue como si su alma le hubiera vuelto al cuerpo, porque la vio sentada, mimetizada entre la serpentina celeste y la gente. Llevaba, con elegancia, un fino vestido con escote en v de lamé azul y gasa brillante.
Buscando intimidad, se acercó y le hizo una seña para que se dirigiera al palco.
-¡No insista, caballero!- exclamó una mujer, sonrojándose.
Alguien le lanzó una mirada enlutada e intentó cerrarle el paso.
Impertérrito, como un caballo alazán que oteó a una sudorosa yegua castaña a pocas
varas de distancia, continuó con su plan. Al ver que no se levantaba, intentó acercársele, aún más, abriéndose paso entre las sillas y las mesas con tanta torpeza que la derribó de su poltrona. Micaela se desplomó decúbito dorsal,… sin piernas, sólo le afloraban dos muñones pequeños y amorcillados... enredados en su falda corta tipo enagua de color salmón. Era la imagen patética de la belleza y la tragedia expuesta al aire.
El joven elevó las mejillas, frunció su nariz, plegó sus párpados… y sintió compasión.
Quiso ayudarla, pero vaciló. Su pasado obraba como una rémora…, incesante.
Si Micaela era apenas una mancha azul derramada entre las mesas, él era una sombra
intentando justificar su culpa.
Entonces…
Recordó (no pudo impedirlo) unos ojos azules, detrás de una puerta cancel, en un caserío de Annecy, Francia; rememoró (no sin asco) el día en que sus amigos burláronse de un mendigo en Plaza Dorrego; trajo a su memoria la imperiosa pero dulce voz de su madre, enumerándole el decálogo del buen aristócrata; evocó un rito, dos rezos y una superstición que creía olvidada; reafirmó su rechazo visceral a los carnavales: pero reconoció el valor de la dádiva.
Unos instantes después…
El joven…se quebró, y eligió el escape a través de lo grotesco; dejándose arrastrar por los integrantes de una murga (apodados: “Los amantes de la mugre”)
Un murguero le acercó unos modestos platillos y lo animó a hacer bullicio.
  Y mientras se cubría el rostro con su mascarilla de Marqués, granjeándose el aplauso rabioso de la multitud y el sarcasmo mordaz de sus amigos, comenzó trabajosamente (quiso negarse pero se lo impidieron) a tararear este deplorable estribillo popular:

“¡Somo somo lo mugrientos // del Barrio Municipal!
“¡Somo pobres pero honrados// y venimos a bailar!
“¡Somo somo lo mugrientos // del Barrio Municipal!
“¡Si no les gusta nuestro canto// a nosotro nos da igual!”