sábado, 31 de mayo de 2014

ARCHIVO GENERAL - HÉCTOR FUENTES

“Archivo General” es una obra que indaga el misterio inaudito de nacer. ¿Y por qué nace lo que nace? Porque tiene que nacer. Eso lo descubrí al escribir este libro. La obra está estructurada en dos planos: el subsuelo y el suelo. A medida que avanza la acción, ambos escenarios se entrecruzan. Esto produce cambios fundamentales, donde lo establecido comienza a ceder ante lo “nuevo”. Las condiciones asfixiantes en las que trabajan los personajes del Archivo General, empieza a resquebrajarse, y el viejo orden que parecía eterno, culmina en siete actos su reinado.
El tercer plano es el cielo. Es decir, lo que los hombres no pueden manejar. La inminencia de lo que está por venir es el hilo invisible que va tejiendo su trampa. El impulso que disparó esta obra fue la imagen de una muchacha que abría puertas. Una tras otra iba abriendo lo que se cerraba a su paso. Hasta llegar a la “Puerta Prohibida”. Lo que sigue es la vida de una Postulante en busca de conseguir su primer trabajo. Todo lo demás se lo debo a los niños y niñas de este mundo, que no paran de nacer”.

El libro será presentado en la Feria del Libro de Balcarce.

LA LIBERTAD DEL NEGRO - Por Juan Draghi Lucero

Era un negro esclavo ¡tan habilidoso en sus trabajos! ... Ya lo ponía el amo a hacer un telar, que lo armaba con la misma buena mano que podaba los frutales de la huerta. Ya herraba los vacunos que pasaban a Chile, como modelaba botijas a pulso y las cocía, con el justo punto, en el horno botijero. Para hacer el aguardiente no había mano como la suya. Y era carretero y arriero, y muchas veces llegó con vinos al apartado Buenos Aires'. Allí vendía los productos de su dueño y retornaba con bayetas, cuchillos, y polvillo de olor y tantas otras minucias para la tienda de su amo.
Este negro sabía pulsar la guitarra. Cuando sus dedos arrancaban las dormidas armonías del cordaje, tristes suspiros levantaban su pecho porque cantaba a su bien perdido: la libertad. Viéndolo su amo anegado en el bajo de la tristeza, le preguntó como al descuido, que por qué se abatía de ese modo. "Por mi libertad, amito", le respondió el servicial, y se animó a preguntar a su dueño: "¿Puedo soñar con mi redención?". "Sí, negro: para cuando baje una gran víbora del cielo", le contestó su amo, sonriendo. "¡Ay, amito!", se lamentó el negro con el todo de su arrastrada pena.
Bien conforme estaba su señor con el servicio del negro. Cuatrocientos pesos había pagado por él cuando lo remataron bajo el árbol de la justicia. Buenas cuentas tiraba porque ya había rescatado ese caudal y crecían mucho sus utilidades.
Pero el esclavo, cuanto más lo servía, más se quejaba y desvariaba por su carta de libertad. Tanto porfió en su reclamo que su dueño se avino a decirle: "Mira, negro: si aguantas, completamente desnudo, una noche entera en la punta de aquel cerro nevado, te alcanzaré tu redención". Y señalaba al cerro más alto de la comarca, el que de día acariciaban las nubes y en las noches claras recortaba su blancor brillante en lo negro-del cielo.
-Ni vestido y emponchado, mi amito, hay hombre que resista el frío de esa cumbre.
-Y ni pizca de fuego harás cuando pases la noche en esas alturas. Ya sabes lo que te costará ser libre, negro.
-¡Ay, ayayita, mi amito! Mi libertad es la muerte. ..
Y mientras sudaba el esclavo, forjando herraduras para los vacunos que su amo enviaba a Chile, se repetía al son del martillo, en su porfiado golpear: "Mi libertad es la muerte. ..".
Tantos eran los trabajos que soportaba el negro, haciendo los mil quehaceres del amo, que tiró al fin la terrible cuenta: a riesgo de su vida iría en busca de la libertad.
Pidió licencia para hablar con su amo, y cuando se la acordaron, dando vueltas su roto sombrero entre las manos, levantó la voz y dijo:
-Mi amito, pasaré la noche, desnudo, en la punta del cerro más alto; si quedo con vida, gozaré mi libertad.
-Ése es el trato, negro es que le contestó su dueño.
-Me iré, pues, mi amito, a conquistar., lo que más quiero, con sus duras condiciones. Mañana partiré, mi amito.
-Así se hará, pues, negro.
Al otro día, de mañanita, se volvió a presentar el esclavo a su .amo y dueño, y el rico lo registró de pies a cabeza por ver si llevaba yesca y pedernal para hacer fuego. Nada llevaba el negro y lo dejó partir.
Se puso en camino el esclavo, tranqueó todo el día, pero apenas pudo llegar al pie del cerro. Durmió un medio sueñito y antes de la medianoche comenzó a trepar por sus faldas. Repechó todo el segundo día y parte de la noche, pero recién a la tercera jornada mereció, por fin, poner su planta en la temida altura.
Las nieves eternas y el viento sur castigaban la cima con un frío cortador de carnes. Buscó un medio reparo el negro entre, unos peñascos. Allí se achicó cuanto pudo.
No bien se oscureció, el negro, fiel a su trato, se quitó el ponchito roto, la camisita molida, los calzones remendados y las ojotas.
En cueritos quedó, como cuando vino al mundo. Así se dispuso a enfrentar la terrible noche del Ande.
Metió las manos bajo los sobacos y se hizo un ovillo en una caleta de piedra. Aguantó un rato, hasta que a punto de agarrotarse, salió, de su escondite y se defendió a los saltos hasta cansarse. Así aguantó un tiempo, pero el viento helado lo empujó a la caleta reparadora.
Rodaba la inmensa noche entre los silencios desavenidos de las alturas. El frío de la nieve y el viento castigaron con toda furia esas cumbres. El negro se achicó hasta hacerse una bola... "Si tuviera un fueguito...", lagrimeaba el esclavo a punto de helarse.
Ya atontado por el frío enemigo saltó afuera, pero lo azotó sin misericordia el huracán bramador de las cumbres; el negro miró a los llanos como pidiendo misericordia y alcanzó a ver, muy a lo lejos, ¡a leguas y leguas!, un fueguito que habían encendido los gauchos.
El esclavo se prendió con sus llorosos ojos a la cumbre lejana. Estiró sus brazos hacia esa lucecita perdida .en el confín de las pampas y dijo, desvariando: "Dame tu calor, fueguito... Ah, chih, chih, chih... Dame tu calor, fueguito... Ah, chih, chih, chih...", repitió, dando diente con diente. Más estiraba sus brazos y más miraba el fuego de los llanos, y porfiaba: "Dame tu calor, fueguito... Ah, chih, chih, .chih...", en un incesante chocar de dientes. Con este engaño fueron pasando las tardas horas de la desganada-noche.
Así rodó el tiempo, hasta que se allegó la madrugada. "Dame tu calor, fueguito... Ah, chih, chih, chih...", seguía el esclavo, en su porfía en conseguir calor; y en esta ilusión lo halló la claridad: estirando sus largos brazos en demandas de un imposible.
Las pintoras algaradas de oriente anunciaron al sol inmenso, pero mucho tuvo que levantarse la bola de fuego para desentumecer al negro.
Achuchado, temblando por el castigo del frío, vistió sus ropitas y bajó, paso a paso, a las trasbilladas, el alto cerro. Ganó el río seco, después la senda, y al último la huella. Entró al poblado... llegó a la casa del amo, cayendo y levantando.
-¿Cómo pasaste la noche, negro?
-Ay, mi amito... Me desnudé en la punta del cerro y pasaron las horas de la noche con los rigores del frío... Ya no sabía qué hacer para no morirme helado, cuando divisé, como a diez leguas, en el confín de los llanos, a un fueguito de los gauchos. Estiré mis brazos. "Dame tu calor, fueguito... Ah, chi, chih, chih...", decía, al dar diente con diente. Así pude aguantar los castigos de la noche helada. Bien caro me cuesta la libertad, mi amito.
-No te puedo dar la libertad, negro, porque té has calentado en un fuego.
-¡Estaba a muchas leguas de distancia, mi amito!...
-No le hace. Si no hubieras visto ese fueguito, te habrías acobardado y no hubieras seguido la lucha. Cuando te repongas, acometerás de nuevo la empresa.
-¡Ay, mi amito!...
A los cuarenta días se repuso el esclavo. Porfiando por su libertad, volvió a desafiar la cumbre. Tardó tres días en 'llegar hasta la punta del cerro, pero en llegando, como ya cerrara el anochecer, se desnudó emérito... Se dispuso a hacer frente a ¡os concentrados fríos con lo liso de sus carnes.
Del Aconcagua bajaron los alientos de los penitentes de nieves milenarias. Eran quemantes lenguas del frío eterno.. El negro se defendió achicándose contra un peñasco. Esquivó sus ojos al llano para no ver ningún fuego gaucho; sólo permitió a sus ojos mirar al alto cielo.
La luna llena blanqueaba las nieves de la serranía. Más fría, con esa luz blanquecina, se le figuraba la tremenda noche cordillerana.
Detenían las horas su marcha, demorándose para mayor atraso del encadenado. Duros vientos desollantes de las alturas lo hicieron arquearse con lo fuerte de sus azotes. Otros y otros vientos que andan por la noche llegaron a la cumbre y pasaron, dejándole cristales y agujas de nieve en sus carnes; y el negro, a punto de helarse, se enderezó a gritos y saltos para darse un engaño de valor.
El negro sintió las lenguas punzantes de los enemigos y clamó por un engañito de calor. Levantó la vista al cielo... Sus ojos dieron con la ¡una llena. "¡Es la boca de un horno encendido!", gritó el esclavo, y tendió sus mano» a. la altura, en demanda de calor y consuelo. "¡Dame tu calorcito, horno encendido! .. .Ah, chih, chih, chih...", decía, machacando muelas y dientes. Y de este modo y con estas palabras, se fue engañando en los rigores de la noche enemiga. Más rachas bajaron de las cimas... Más latigazos repartieron a dos manos. Más estiraba sus brazos a la luna el esclavo. "¡Dame tu calorcito, horno encendido! .. .Ah, chih, chih, chih...", demandaba, castañeteando sus dientes. Otro poquito ganó a la noche. De esa manera y con estos ardides fue doblegando al fiero tiempo. Cuando /salió el sol, mucho tuvo que levantarse por el cielo para desentumir al negro. A media tarde pudo tener movimiento y voluntad. Se estiró, se revolcó por el suelo y entró en un poco de calor. A los tiritones medio mereció vestirse y luego ir ganando el bajo, ¡tan aporreado y temblón! Cayendo y levantando, y castigado por la tos, logró al fin asentar pie en ¡a casa del amo, a las dos jornadas. La tos le desarmaba el pecho. Al otro día se le presentó, todo achuchado, al amo.
-Amito le dijo; ya gané mi pobrecita libertad. Desnudo en la punta del cerro supe resistir la noche entera,..
-Y decime, negro, ¿no viste en ¡as pampas el fueguito de los gauchos?
-¡Ninguno, mi amito! Tan cierto es esto que, mirando a la luna llena, se me dio por engañarme que era la boca de un horno encendido, y yo estiraba a ella mis brazos y me fortificaba, diciendo: "¡Dame tu calorcito, horno encendido!.,. Ah, chih, chih, chih."
 -¡Uh, uh! saltó el amo. Si no hubiera sido por ese engaño, ¡no habrías podido resistir al terrible frío!... No te doy la libertad, negro, no te la has ganado.
-¡Ay, mi amito!...
A los sesenta días Se repuso el negro y se decidió a encarar la prueba por última vez. Ahora que no había luna...
Viéndolo partir, su amo le dijo:
-No te calentarás ni en un fueguito gaucho, a leguas de distancia, ni en el horno de la luna.
-¿Y en las estrellas? preguntó el esclavo.
-Solamente si se alinean una detrás de la otra y forman una víbora en el cielo.
-¡Ay, mi amito!...
Tres días tardó el encadenado en trepar por ese cerro altísimo. Cayendo y levantando llegó a la punta del mogote; como ya oscureciera, se desnudó.
Comenzaban los deshielos del Ande... Durante los momentos de sol, el viento norte derretía pocas nieves; pero a la noche retornaba el encrespado viento sur, en toda la malignidad del frío tardío, azotando sin misericordia con lo helado de su aliento. Antes de la medianoche, cayó el aire encajonado del Tupungato. Ululando venía a concentrar sus odios en las costillas del negro desnudo. Se acurrucó el esclavo entre los peñascos filosos. Se achicó, fundiéndose en la idea confusa.
Pasaron unos ratos, pero la piedra lo mordió con sus húmedos filos helados. Saltó el negro, se refregó el cuerpo con piedritas para darse calor y porfía en su lucha empecinada. Se sacó sangre de tanto refregarse. Descontó unos momentos. Una calma inmensa, la calma de las alturas, le dio más treguas para su fiera pelea.
Del cruce de medianoche llegaron los remolinos de los cañadones del Mercedario. Silbaron caletas y mogotes la delgada canción del frío solitario. Clamó el negro por un reparo y se adelgazó de nuevo en el hueco de la. piedra cortante. Piedra y viento lo enfrentaron a rebencazos. Salió el negro a insultar a la noche enemiga. Gruesas palabras vomitó su boca desgobernada en su tercera y última noche de prueba. Ya sintió acobardadas para siempre sus carnes. Los remolinos lo cercaron, devolviéndole insulto por insulto, punteándole las carnes con puñales de nieve.
Se arrepintió el esclavo, arrodillado pidió perdón al implacable azotador. De nada valieron vanas palabras. Las deshoras descargaron la furia del poniente, guardián de las cumbres nevadas. Se halló vencido el negro, miró sus ropas y se le fueron las manos a ellas... Alto alzó los ojos y no halló la luna; miró hacia el llano y no vio la lumbre de los gauchos...
En su espiar a las negruras se le hicieron presentes ¡tantas estrellas! ¡El cielo estaba sembrado de luminarias! Parecían brasas encendidas. El cielo estaba lleno de brasas.. . El negro las juntó con su vista, sin armar palabra, y apretando los dientes se solazó mirándolas, a despecho del viento helado que le escupía cristales de nieve. Aumentó el azote enemigo; se le destrabó la boca al negro, y, machacando sus dientes, pudo decir: "Denme un calorcito, brasas del cielo... Ah, chih, chih, chih...", y extendía sus brazos agarrotados. Se rehizo del fondo de la fría nada y murmuró: "¡Ya no me quedan más fuerzas para resistir! ¡Ya tengo frío en el alma, amito! ¡Adiós a mi libertad! ¡Pobrecitas mis cadenas y mis yugos, amito! ¡Pobrecitos...! Sus lágrimas se volvieron velitas de hielo al salir de sus ojos.
Esa noche sin luna salió el amo del negro al patio de su casa y tendió su mirar a las alturas. Solazó viendo brillar al encendido lucero, como rey de la negra noche... Vio tantas otras estrellas y también le gustaron...
De repente se espantó al ver que se corría la más reluciente estrella, y que las demás se alineaban detrás. Vio formarse una víbora de luminarias en el alto firmamento... Esa víbora se descolgó en dereceras de la baja tierra. Al llegar a este suelo tomó rumbo a la estancia de un rico tirano. Se alumbró la noche con luz azul y enojada, y los servidores del amo vieron cómo una víbora de estrellas corría al tirano por el patio de su casa, lo alcanzaba, se le subía por el cuerpo y se le entraba por la boca, ¡tan abierta por el grito de espanto!
El amo tirano quedó hecho una brasa colorada. Tres días tardó en apagarse y reducirse a ceniza...
Los gauchos justicieros, que encendían su fuego en las pampas, vieron llegar una noche a un negro libre, y lo oyeron hablar con esas llamas; "¡Dame tu calor, fueguito!... Ah, chih, chih, chih...".