domingo, 17 de agosto de 2014

A LA SEÑORITA Por Edgar Allan Poe

Qué me importa si mi suerte terrestre no
encierra en mí mismo más que una pequeña
cosa de esta tierra? ¿qué me importa si años
de amor son olvidados en un momento de odio?

No lloro en forma alguna porque los desolados
sean más dichosos que yo, pequeña, sino
porque veo que os afligís por el destino de éste
que no es sino un transeúnte sobre la tierra...

UNA FAMILIA DE INMIGRANTES POR LA AVENIDA DE MAYO Por Álvaro Yunque

Rumbo al oeste va por la Avenida
Esta ruda familia de italianos.
A la cabeza el padre, un hombrachote
Que lleva un chiquitín entre los brazos,
Detrás de él dos muchachas, dos gringuitas
De trenzas rubias y de ojos garzos,
Detrás la madre cuyo vientre elévase
Con la promesa de algún nuevo vástago
Y aun detrás cansadamente, marchan
Dos chicuelos cogidos de la mano;
Y golpean los rudos zapatones
Y exhiben los vestidos aldeanos
Aquellos inmigrantes que contemplan
Todo con grandes ojos asombrados.
Y hay no se qué simpática energía
En esos rostros por el sol tostados,
En esos montañeses animosos
Que del norte de Italia se arrojaron;
Y se hunden ahora en Buenos Aires,
Rumbo al oeste, con tozudo paso,
Tal vez a dar con la fortuna, hallada
En lustros de dolores y trabajo,
O en lustro de trabajo y de dolores
Tan sólo a dar con la miseria acaso.

Emily Dickinson - Poemas (Selección)

VI

Si logro salvar un corazón de romperse,
no viviré en vano;
si logro borrar de una vida el dolor,
o enfriar una herida
o ayudar a un esfumado petirrojo
a regresar a su nido de nuevo,
no viviré en vano.


LXXXIX

Se dice que
la palabra está muerta
cuando se pronuncia,
yo digo que
comienza a vivir
ese día.


XLIX

Hacemos crecer el amor entre otras cosas
y lo guardamos en el cajón,
hasta convertirlo en vieja moda
como disfraces vestidos por antepasados.

Las ausencias Por Ana María Broglio

Uno puede adaptarse a las ausencias.
Despacito, tropiezo en el tropiezo,
encuentra en otros fuegos aderezo
vistiéndose, tal vez, de otras presencias.

Son bandadas que emigran, experiencias,
aves que ya no anidan en los brezos
que pueblan el jardín de los bostezos.
Nos apuran de olvidos y de urgencias

de buscar y encontrar otros caminos.
No está mal que aprendamos a seguir
transitando el destino del adiós.

No está mal que busquemos otros sinos.
Después de todo, la vida es un fluir,
alguien dice, que lo ha marcado Dios.

La aceituna del medio - Por Wimpi

El saber y la cultura son dos cosas distintas.
El saber depende del número de conocimientos que un hombre ha adquirido. Es una cuestión de cantidad.
La cultura depende del modo en que el hombre se conduzca. Es una cuestión de calidad.
Hay sabios que cuando abandonan la biblioteca, el laboratorio o el anfiteatro, no saben qué hacer. Son sabios incultos.
El médico sabio, por ejemplo, se nota en la forma cómo cura a un enfermo; el médico culto se nota por la forma en que lo trata.
Hombre culto es aquel que con la misma capacidad que cumpliera su tarea profesional, cumple, luego, su tarea de persona.
En el consultorio el médico, en el bufete el abogado, en la cátedra el profesor de historia, utilizan un saber. Pero, luego, ante el semejante que no esté enfermo, que no estudie historia, demuestran o no demuestran su cultura.
En una observación panorámica, la cultura es muy parecida a la buena educación.
No puede considerarse bien educada a una persona sólo porque levante el dedo chico al tomar la cucharita del helado.
El no hacer ruido con la sopa, el no atarse la servilleta con un moño en la nuca, son condiciones necesarias de la buena educación, pero no son condiciones suficientes.
Debe entenderse por buena educación el resultado de una integración de educación; la sentimental, la espiritual, la mental, la moral.
Cuando el hombre está bien educado para esas cuatro posibilidades de su volcarse en el mundo, es un hombre bien educado. Un hombre culto. Porque no solamente no le da vuelta los botones al otro mientras le habla, sino que, además, se halla capacitado para situarse  con beneficio para sí y sin perjuicio para los demás ante el mundo y la vida.
Un ingeniero culto es el que, además de saber construir un puente que no se caiga, pincha la aceituna del medio porque sabe, también, que las otras aceitunas, rodeándola, no la dejarán escapar.


De La calle del gato que pesca

UN DÍA DE ASUETO - Por Chamico (Conrado Nalé Roxlo)

         El señor Joroboán Pérez tiene una familia solícita y cariñosa. Su mujer, la mamá de su mujer, la hermana de su mujer, las hijas de su mujer y suyas, y hasta la cocinera, se desviven por él.
      El amigo Joroboán goza de muy buena salud. Su esposa siempre lo afirma de este modo:
-Lo que es mi Joroboán no ha tenido nunca un sí ni un no con la medicina.
Pero no hay cuidado de que lo dejen en una corriente de aire, aunque el calor raje las piedras; ni de que no le calienten la cama; ni de que le sirvan una comida muy condimentada. Las hadas familiares velan por él constantemente.
El señor Pérez hace veinte años que concurre a una oficina pública en calidad de empleado. Es una buena oficina, vista desde adentro, pues cuando una persona llega a la ventanilla a preguntar por un expediente, se le toman los datos y se le dice que venga la semana que viene. Si vuelve, se le pregunta:
-¿Usted es el que estuvo la semana pasada?
Y a la respuesta afirmativa se le responde:
-Su asunto marcha. Venga dentro de quince días.
Y cada vez se alargan más los plazos, hasta que el importuno comprende su error y se dirige a otra oficina.
De este modo la oficina es un lugar agradable y tranquilo, al que ninguno de sus habituales concurrentes rentados ha encontrado el más mínimo pero. Pero, con todo, el señor Joroboán sintió un día el deseo de faltar, de puro calavera.
Cuando doña Camelia, su esposa, lo despertó, le dijo:
-Hoy no voy a la oficina.
-¡Que no vas a la oficina!... ¿Por qué? ¿Hay acaso trabajo?
-No, pero no me siento bien respondió él por no entrar en explicaciones.
A la esposa se le cayó la bandeja del café con leche, y huyó gritando, con las manos en la cabeza:
-¡Dios y los santos nos asistan, Joroboán está enfermo!
La cuñada, que era persona de gran presencia de ánimo y de la otra, trató de serenar a la desesperada esposa, y dijo:
-Déjenlo por mi cuenta. Siempre tuve vocación de enfermera. De no haber sido tan niña cuando la otra conflagración...
Y resuelta y valerosa se encaró con la situación y con el enfermo: ¿Qué sientes, Joroboán? Nada..., un poco de dolor de cabeza. La cuñada cruzó los brazos, apoyó la barbilla en el hueco de la mano y pensó en todas las enfermedades que comienzan por un dolor de cabeza, desde la gripe benigna hasta la fractura del cráneo.
Las hijas, mudas y temblorosas, esperaban de pie, como las tres gracias, con algo de estatua del Comendador. Doña Camelia lloraba en un rincón.
-Te pondremos unas rodajas de papas en las sienes como primera medida.
Y se las puso. Pero la menor de las hijas, que era muy golosa, insinuó:
-Tía, ¿y si en lugar de papas le pusiera batatas, que son más dulces?
-No son terapéuticas dictaminó la dama. Media hora después, don Joroban creyó que ya podía darse por curado y dijo:
-¡Qué remedio maravilloso! Ya no me duele e intentó sacarse las papas.
Pero la familia en pleno dio un grito de espanto. La mano temeraria se detuvo, y el señor Pérez paseó por los presentes una mirada interrogativa y angustiosa.
Pero nadie le respondió; una a una su esposa e hijas fueron desfilando hacia el patio con el pañuelo en los ojos. Solo la valiente cuñada permaneció al pie de la cama, como un granadero napoleónico al pie del cañón. Y explicó:
-No te asustes, Joroboán; al fin y al cabo eres un hombre... Esa mejoría, tan repentina, no es normal: es lo que el vulgo llama mejoría de la muerte.
-¡Qué muerte ni qué expediente perdido! gritó, volviendo en sí, el desdichado señor. Estoy perfectamente bien; en mi vida me he sentido mejor, y ahora mismo voy a levantarme para que lo vean.
-¡Deliras, Joroboán! exclamó la cuñada, a la que también abandonaba el valor.
Del patio venían los sollozos ahogados de su familia V los hipos de la sirvienta.
Joroboán, en el colmo de la indignación, saltó del lecho, se puso un pijama y salió al patio.Pero la familia en pleno, puesta de rodillas, le imploró que volviera a la cama.
Algunos vecinos oficiosos asomaban ya la cabeza por encima de la medianera. Y el pobre señor Joroboán, para que el escándalo no fuera mayor, tuvo que resignarse a volver al lecho.
-Llamen a un médico ordenó, en la esperanza tic que el hombre de ciencia demostrara a la asustada familia que no tenía nada.
Poco después el doctor hizo su entrada en la habitación del doliente.
-Déjennos solos pidió el dueño de casa.
Y explicó con entera franqueza lo ocurrido al científico caballero, que lo escuchaba con aire preocupación, y que cuando terminó le dijo:
-Bien, bien, pero permítame usted que lo revise.
El examen fue largo y minucioso, lleno de preguntas indiscretas y de posturas molestas.
Todas las respuestas del presunto enfermo eran interpretadas de modo inesperado para él por el médico. Y el resultado final fue que al despedirse le dejó varias recetas, píldoras, bebidas, gotas y un régimen alimenticio más severo que el de una actriz en trance de adelgazar.
El señor Joroboán Pérez oyó a su esposa que preguntaba al médico, ya en el corredor:
-¿Hay alguna esperanza, doctor?
-Señora respondió el galeno, aunque la expresión sea poco científica, le diré que mientras hay vida hay esperanza.
Después la casa fue tomando un aspecto lúgubre: se velaron las luces, se caminaba de puntillas, se recordaba en voz baja como murieron el tío Anselmo, la tía Clara y el primo Basilio..,
Y a eso de las diez de la noche el señor Joroboán pidió con voz débil que le tomaran la fiebre: había entrado él también.