sábado, 28 de febrero de 2015

La Catástrofe Salvadora - Por Luis Franco

Luis Leopoldo Franco (1898, Belén, provincia de Catamarca - 1988, Ciudadela) fue un poeta y ensayista argentino. Murió un 1 de junio de 1988, en soledad y pobreza, y próximo a cumplir sus 90 años, en un asilo de ancianos de Ciudadela, donde transcurrió sus últimos años. El cuento está extraído del libro “EL fracaso de Juan Tobal”, año 1941


¿Cómo había comenzado aquello? ¿Guando y dónde?' Difícil, sino imposible, era decirlo. Le cierto es que la enfermedad atacaba en grado mayor o menor a todos, y, lo peor de lo peor, nadie parecía tener conciencia de ella.
Era una atmósfera como de odio empozado aunqu9 bajo la máscara de la cuasi bondad. ..
Todos los hombres respondían más o menos leal-mente al espíritu de la época que había hecho de la vida una mera curiosidad de diletantes... Eso se llamaba modernidad. Ser modernos, absolutamente modernos (en verdad querían decir: estar desconectados del sentido de lo total y lo viviente) era la jactancia y la meta de todos.
Y los pocos que en su intimidad no acataban  todo esto o lo repugnaban... esos se creían inferiores a los otros y toda su conducta era un repliegue, nunca un ataque y un avance.
En verdad, todos tenían un aire misteriosamente frío, un no sé qué de suicidas frustrados. Pues todo lo que era instinto, intuición, sentimiento, estaba en ellos disecado y momificado. Es cierto que hablaban de vida interior, pero ésta se reducía a un concierto de juegos malabares de la inteligencia y el buen humor dañino, y, en última instancia, a meras palabras. Todo lo que oliese a pasión estaba excluido. Hasta los estetas hablaban de arte, con un frío virtuosismo de marmoleros, como si la hermosura fuese un mero tópico, y no alegría y vida.
Tan ilevantable decadencia, se expresaba por una manía común: la del dinero. ¡El Dinero, el más sucio y dañino, el más abyecto y hueco de todos los ídolos habidos hasta hoy!
Dicho está que todo tenía un precio, es decir, todo, podía traducirse en dinero: desde las sonoras convicciones del conductor político hasta las metáforas del poeta, desde la plegaria del beato hasta los pudores de la doncella.
Estos eran los únicos valores de cotización efectiva en plaza: todas las bajas cosas que pueden adquirirse con dinero, y las cosas excelsas que dejan de serlo desde el momento en que pueden comprarse. Y todo, tierras o cascadas, barcos de comercio o de guerra, usinas o aviones o diarios, todo, todo eran máquinas de adquirir dinero.
Todos los caminos tendían a esa sola meta: el Dinero - no a la mujer, o al hombre, o a su destino ascendente, ni a la belleza del mundo - solamente al dinero.
La irremediable enfermedad secreta que roía y mataba a todos desde adentro  - ¡muertos, aunque siguieran caminando y hablando! - era siempre, de más está decirlo, era siempre ese insondable prurito del dinero que mataba a ricos y pobres. (Y ya está dicho, que la peor maldición que recae sobre el pobre es que debe preocuparse del dinero igual o más que el rico). Porque ni decir que los hombres se hallaban clasificados, no según su espíritu, o su cordialidad, o su inteligencia, o su belleza, o su alegría, o su fuerza, sino según el hecho de que carecieran de dinero o lo poseyeran y en el grado en que lo poseyeran.
Y como la codicia se vuelve más insaciable a medida que traga, como el fuego  - los más ricos amaban el dinero tanto como los otros o más - y en ello había menos afán de riqueza o lucro, que el hecho de ser el dinero el símbolo y la materialización del éxito en la vida: pues sin dinero, o con poco dinero, los hombres se creían equivocados o fracasados. Había una inescrutable prostitución al dios éxito.
Ahora bien, eso que llamaban triunfo, éxito, era la negación misma de la vida. ¿Era posible? Si lo era. Todas y cada una de las innumerables formas de éxito eran otras tantas lúgubres manifestaciones de negación de la vida, de odio o miedo a la vida.
La inteligencia no se ejercitaba por un iluminador y sagrado afán de conocimiento, sino por prurito deportivo, por énfasis de mostrar agudeza, erudición, lucidez. Tapaban la radical ausencia de bondad, con la cortesía o la filantropía. Buscaban exasperada y eruditamente la diversión y con ello sólo conseguían aumentar su tristeza, pues para divertirse de veras hay que estar alegre, esto es, íntimamente conforme consigo mismo y con el corazón del mundo.
Uno de los fraudes más comunes era el de simular emociones. Fingir y jugar con las emociones, sin sentirlas, sin dejarse invadir por ellas, ¡qué elegante era eso!
La ironía que fue inventada para poner en ridículo la maldad y la tontería, ellos la usaban para burlarse de las cosas más claramente nobles: la ternura, la hermosura, el espíritu de justicia e independencia, la dilatadora afección del hombre por el hombre, el endiosador amor del hombre y la mujer.
Toda la energía humana había terminado por verterse sobre la epidermis de lo viviente. El hombre, totalmente volcado hacia afuera, no solo entregó sus manos y pies a lo mecánico, sino que hizo de lo mecánico su pensamiento. El alma desarraigada inventó la máquina  - y la máquina, que pudo ser, y lo será alguna vez, - un excelente siervo, se convirtió en el amo perverso de esa alma débil y turbada y cegada.
El estéril, el árido ritmo mecánico, había ido poco a poco, y cada vez más vertiginosamente, sustituyendo el ritmo de la vida. El ritmo mecánico estaba destruyendo o reemplazando (o ya había consumado su obra) al bosque, al pájaro, estaba aprisionando el libre y armonioso fluir del agua, el mismo caliente ritmo humano.
Y la más siniestra y final expresión de todo esto era que los hombres no sólo no se amaban entre sí, sino que ni siquiera se odiaban. Sucedía otra cosa infinitamente peor que el odio - que al fin y al cabo puede ser la raíz del amor: los hombres eran indiferentes los unos a los otros. ¡El hombre era totalmente indiferente al hombre, es decir, al corazón mismo de la vida!
Pero como eso no tenía porvenir, es decir, como eso no podía ser - pues, lo que ya está muerto no debe seguir caminando y hablando delante del sol, sino que debe ocultarse y pudrirse y transformarse del todo para que la verdadera vida renazca - todos los hombres mecanizados desaparecieron un día, después del más intenso cataclismo humano, para dar lugar a los hombres nuevos..

No hay comentarios:

Publicar un comentario