sábado, 31 de enero de 2015

MÉDIUM - Por PÍO BAROJA

        Soy un hombre intranquilo, nervioso, muy nervioso; pero no estoy loco, como dicen los médicos que me han reconocido. He analizado todo, he profundizado todo, y vivo intranquilo. ¿Por qué? No lo he sabido todavía.
        Desde hace tiempo duermo mucho, con un sueño sin sueños; al menos, cuando despierto, no recuerdo si he soñado; pero debo soñar; no comprendo por qué se me figura que debo soñar. A no ser que esté soñando ahora cuando hablo; pero duermo mucho; una prueba clara de que no estoy loco. La médula mía está vibrando siempre, y los ojos de mi espíritu no hacen más que contemplar una cosa desconocida, una cosa gris que se agita con ritmo al compás de las pulsaciones de las arterias en mi cerebro.
        Pero mi cerebro no piensa, y sin embargo está en tensión; podría pensar, pero no piensa... Ah, os sonreís, ¿dudáis de mi palabra? Pues bien, sí. Lo habéis adivinado. Hay un espíritu que vibra dentro de mi alma. Os lo contaré:
        ¿Es hermosa la infancia, verdad? Para mí el tiempo más horroroso de la vida. Yo tenía, cuando era niño, un amigo; se llamaba Román Hudson, su padre era inglés y su madre española. Le conocí en el Instituto. Era un buen chico; sí, seguramente era un buen chico, muy amable, muy bueno; yo era huraño y brusco.
        A pesar de estas diferencias, llegamos a hacer amistades, y andábamos siempre juntos. Él era un buen estudiante, y yo díscolo y desaplicado; pero como Román siempre fue un buen muchacho, no tuvo inconveniente en llevarme a su casa y enseñarme sus colecciones de sellos. La casa de Román era muy grande y estaba junto a la plaza de las Barcas, en una callejuela estrecha, cerca de una casa en donde se cometió un crimen, del cual se habló mucho en Valencia. No he dicho que pasé mi niñez en Valencia.
        La casa era triste, muy triste, todo lo triste que puede ser una casa, y tenía en la parte de atrás un huerto muy grande, con las paredes llenas de enredaderas de campanillas blancas y moradas.
Mi amigo y yo jugábamos en el jardín, en el jardín de las enredaderas, y en un techado ancho con losas que tenía sobre la cerca enormes tiestos de pitas.
         Un día se nos ocurrió a los dos hacer una expedición por los tejados, y acercarnos a la casa del crimen, que nos atraía por su misterio. Cuando volvimos a la azotea, una muchacha nos dijo que la madre de Román nos llamaba. Bajamos del terrado, y nos hicieron entrar en una sala grande y triste. Junto a un balcón, estaban sentadas la madre y la hermana de mi amigo. La madre leía; la hija bordaba. No sé por qué, me dieron miedo.
         La madre, con voz severa, nos sermoneó por la correría nuestra, y luego comenzó a hacerme un sinnúmero de preguntas acerca de mi familia y de mis estudios. Mientras hablaba la madre, la hija sonreía; pero de una manera tan rara, tan rara. . .
        -Hay que estudiar -dijo a modo de conclusión la madre.
Salimos del cuarto, me marché a casa, y toda la tarde y toda la noche no hice más que pensar en las dos mujeres.
        Desde aquel día esquivé como pude el ir a casa de Román. Un día vi a su madre y a su hermana que salían de una iglesia, las dos enlutadas, y me miraron y sentí frío al verlas.
        Cuando concluimos el curso, ya no veía a Román; estaba tranquilo; pero un día me avisaron de su casa, diciéndome que mi amigo estaba enfermo. Fui y le encontré en la cama 11 orando, y en voz baja me dijo que odiaba a su hermana. Sin embargo, la hermana, que se llamaba Ángeles, le cuidaba con esmero y le atendía con cariño; pero tenía una sonrisa tan rara, tan rara...
        Una vez, al agarrar de un brazo a Román, hizo una mueca de dolor.
        -¿Qué tienes? -le pregunté, y me enseñó un cardenal inmenso, que rodeaba su brazo como un anillo. Luego, en voz baja, murmuró:
         -Ha sido mi hermana. -¡Ah! Ella... -No sabes la fuerza que tiene, rompe un cristal con los dedos, y hay una cosa más extraña: que mueve un objeto cualquiera de un lado a otro sin tocarlo. Días después me contó, temblando de terror, que a las doce de la noche, hacía ya cerca de una semana, que sonaba la campanilla de la escalera, se abría la puerta y no se veía a nadie.
         Román y yo hicimos un gran número de pruebas. Nos apostábamos junto a la puerta ... llamaban ...abríamos... nadie. Dejamos la puerta entreabierta, para poder abrir en seguida... llamaban... nadie. Por fin quitamos el llamador a la campanilla, y la campanilla sonó, sonó... y los dos nos miramos estremecidos de terror.
        -Es mi hermana, mi hermana -dijo Román, y convencidos de esto buscamos los dos  amuletos por todas partes y pusimos en su cuarto una herradura, un pentágono, y varias inscripciones triangulares con la palabra Abrakadabra. Inútil, todo inútil; las cosas saltaban de sus sitios, y en las paredes se dibujaban sombras sin contornos y sin rostro.
        Román languidecía, y para distraerle, su madre le compró una hermosa máquina fotográfica. Todos los días íbamos a pasear juntos, y llevábamos la máquina en nuestras expediciones.
        Un día se le ocurrió a la madre que los retratara yo a los tres en grupo, para mandar el retrato a sus parientes de Inglaterra. Román y yo colocamos un toldo de lona en la azotea, y bajo él se pusieron la madre y sus dos hijos. Enfoqué, y por si acaso me salía mal, impresioné dos placas. En seguida Román y yo fuimos a revelarlas. Habían salido bien; pero sobre la cabeza de la hermana de mi amigo se veía una mancha oscura.
       Dejamos a secar las placas, y al día siguiente las pusimos en la prensa, al sol, para sacar las positivas. Ángeles, la hermana de Román, vino con nosotros a la azotea. Al mirar la primera prueba, Román y yo nos contemplamos sin decirnos una palabra. Sobre la cabeza de Ángeles se veía una sombra blanca de mujer de facciones parecidas a las suyas. En la segunda prueba se veía la misma sombra; pero en distinta actitud, inclinándose sobre Ángeles, como hablándole al oído.
       Nuestro terror fue tan grande, que Román y yo nos quedamos mudos, paralizados. Ángeles miró la fotografía, y sonrió, sonrió. Esto era lo grave. Yo salí de la azotea y bajé las escaleras de la casa tropezando, cayéndome, y al llegar a la calle eché a correr, perseguido por la sonrisa de Ángeles. Al entrar en casa, al pasar junto a un espejo, la vi en el fondo de la luna, sonriendo, sonriendo siempre...
        ¿Quién ha dicho que estoy loco? ¡Miente!, porque los locos no duermen, y yo duermo ... ¡Ah! ¿Creíais que yo no sabía eso? Los locos no duermen, y yo duermo. Desde que nací todavía no he despertado

SEGUNDO PASEO AL ACANTILADO ROJO Por SU CHE, literato chino de la dinastía de los Song (siglo XI) , pertenece a los llamados "ocho grandes autores" de la época clásica.

          El día quince del décimo mes salí a pie de mi casa para encaminarme al pabellón Lin-kao. Me acompañaban dos amigos. El rocío se había convertido ya en escarcha y los árboles estaban desnudos. Se percibía en el suelo la sombra de los hombres y, alzando la cabeza, se veía la luna brillante. Mirábamos a nuestro alrededor gozando del paisaje, mientras avanzábamos cantando y llamándonos unos a otros. Por fin dije con un suspiro:
          -Tengo amigos que me acompañan, mas no tenemos vino. Y aun cuando lo tuviésemos, carecemos de viandas para acompañarlo. La luna es blanca, la brisa es suave. ¿Qué haremos en una noche tan bella?
Uno de mis amigos dijo:
          -Hoy, al atardecer, levanté la red y cogí peces de grandes bocas y finas escamas. Parecen percas. ¿Mas dónde hallaremos vino?
Volvimos a la casa para consultar a mi esposa. quien dijo:
          -Tengo un celemín de vino que hace mucho tiempo puse aparte, por si me lo pedías de improviso.
Entonces llevamos el vino y los peces, y fuimos a pasearnos nuevamente bajo el acantilado rojo.
           El río se deslizaba tumultuoso; sus orillas escarpadas ascendían a mil pies de altura. Las montañas eran altas y la luna parecía muy pequeña; el río había bajado, asomaban las rocas de su lecho. Pero, ¿cuántos días y meses habían transcurrido desde que visité por última vez el río y las montañas?
          Recogiéndome la túnica, comencé a trepar la rocosa orilla. Avancé sobre abruptos peñascos, apartando a mi paso los matorrales; me senté sobre piedras con forma de tigres; atravesé montecillos de plantas semejantes a dragones con cuernos. Encaramándome, intenté alcanzar las inestables guaridas de los buitres, posados para pasar la noche; descendiendo, traté de vislumbrar el palacio solitario del dios de las aguas.
Mis dos amigos no pudieron seguirme. Entonces lancé un grito prolongado y penetrante. Las hierbas y los árboles se conmovieron y temblaron; resonó la montaña y el valle devolvió el eco. Levantóse el viento, haciendo ondular el agua. Me asaltó la inquietud, me sentí triste y temeroso. Me estremecí, no atreviéndome a permanecer en la orilla.
        Volví sobre mis pasos, subí a nuestra barca y la dejé seguir el centro de la corriente, para que se detuviese donde ella quisiera.
        Era casi medianoche. Todo estaba silencioso y calmo. Una grulla solitaria, que venía del este, rayó el cielo sobrevolando el río. Sus alas eran anchas como las ruedas de un carro. Blanca por arriba, negra por debajo, lanzaba largos gritos discordantes. Pasó sobre la barca, casi rozándola, y se dirigió al oeste. Poco más tarde se marcharon mis amigos, y en seguida me quedé dormido. Soñé que un monje taoísta, vestido con una ondulante túnica de plumas, pasaba bajo el pabellón. Me saludó y me dijo:
        -¿Ha sido agradable tu paseo al Acantilado Rojo?
Le pregunté cómo se llamaba. Tornó a saludarme, sin responder.
        -¡Ah! -exclamé-. ¡Ahora te reconozco! ¿No eres tú quien sobrevoló anoche mi barca?
        El monje me miró riendo. Tuve miedo y me desperté. Al abrir la puerta miré hacia afuera, pero ya el paisaje era otro.