sábado, 18 de julio de 2015

LOS CUENTOS DE LOS HERMANOS GRIMM (Seleccción)

Los hermanos Grimm trataron, ante todo, de reproducir exactamente y con todo rigor científico la materia narrativa tal como se hallaba en la tradición oral, respetando fórmulas estilísticas y expresiones dialectales. La poesía de los cuentos había de actuar por sí misma, sin aditamentos literarios, y su preservación en ningún caso debía hacerse a costa de su valor documental. Esta actitud representaba una novedad en la cuentística literaria (tal vez con la única excepción de Perrault)
La gran masa de su material la recogieron directamente y de viva voz. Las fuentes de los cuentos fueron, sobre todo, el condado de Hanau y la región de Kassel. Muchos cuentos fueron transcritos de labios de personas conocidas, especialmente miembros de la familia de Werner van Haxthausen. Una parte de los más bellos del segundo volumen se deben a una campesina de la aldea de Niederzwehren llamada Viemännin; con más de 50 años de edad, que estaba dotada de una memoria excepcional; recitaba los cuentes dos veces: una, libremente y en tono normal, la segunda, despacio, para dar tiempo a que su oyente pudiera transcribirlos con toda fidelidad; repetía siempre las mismas palabras, procurando corregirse a sí misma cuando cometía algún error, por nimio que fuera.







La Rosa

         Erase una mujer pobre que tenía dos hijos, el menor de los cuales había de salir todos los días al bosque a buscar leña.
Ya adentrado mucho en él, salióle al encuentro un niño muy pequeño que, acercándosele sin miedo, lo ayudó diligentemente a recoger la leña y a transportarla a casa; y, al llegar a la puerta, desapareció.
El muchachito lo contó a su madre, pero ella se negó a creerlo. Al fin, el muchachito sacó una rosa y le explicó que el niño se la había dado, diciéndole: «Volveré cuando se abra esta rosa».

La madre puso la flor en agua. Y una mañana, el muchacho no se levantó de la cama y, al ir su madre a llamarlo, lo encontró muerto, pero con semblante apacible y dichoso. Y aquella misma mañana se abrió la rosa.


Los mensajeros de la muerte 

Una vez hace de ello muchísimo tiempo pasaba un gigante por la carretera real cuando, de repente, se le presentó un hombre desconocido y le gritó:
-¡Alto! ¡Ni un paso más!
-¡Cómo! exclamó el gigante. ¿Un renacuajo como tú, al que puedo aplastar con dos dedos, pretende cerrarme el paso? -¿Quién eres, pues, que osas hablarme con tanto atrevimiento?
-Soy la Muerte replicó el otro. A mí nadie se me resiste, y también tú has de obedecer mis órdenes.
Sin embargo, el gigante se resistió y se entabló una lucha a brazo partido entre él y la Muerte. Fue una pelea larga y enconada; pero, al fin, venció el gigante que, de un puñetazo, derribó a su adversario, el cual fue a desplomarse junto a una roca.
Prosiguió el gigante su camino, dejando a la Muerte vencida y tan extenuada que no pudo levantarse.
-«¿Qué va a ocurrir díjose si he de quedarme tendida en este rincón? Ya nadie morirá en el mundo, y va a llenarse tanto de gente que no habrá lugar para todos».
En esto acertó a pasar un joven fresco y sano cantando una alegre canción y paseando la mirada en derredor. Al ver a aquel hombre tumbado, casi sin sentido, se le acercó compasivo, lo incorporó, le dio a beber de su bota un trago reconfortante y aguardó a que se repusiera.
-¿Sabes quién soy y a quién has ayudado? preguntó el desconocido levantándose.
-No respondió el joven, no te conozco.
-Pues soy la Muerte dijo el otro. No perdono a nadie. Y tampoco contigo podré hacer
excepción. Mas para que veas que soy agradecida, te prometo que no te llevaré de manera imprevista, sino que te enviaré antes a mis emisarios para que te avisen.
-Bien respondió el joven. Siempre es una ventaja saber cuándo has de venir; al menos viviré seguro hasta entonces.
Y se marchó, contento y satisfecho, viviendo en adelante con despreocupación.
Sin embargo, la juventud y la salud no duraron mucho tiempo; pronto acudieron las enfermedades y los dolores, amargándole los días y robándole el sueño por las noches. «No voy a morir decíase, pues la Muerte me debe enviar a sus emisarios; sólo quisiera que pasasen estos malos días de enfermedad».
En cuanto se sintió restablecido volvió a su existencia ligera; hasta que cierto día alguien le dio un golpecito en el hombro y, al volverse él, vio a la Muerte a su espalda que le decía:
-Sígueme, ha sonado la hora en que tienes que despedirte del mundo.
-¿Cómo? protestó el hombre. ¿Vas a faltar a tu palabra? ¿No me prometiste que me enviarías a tus emisarios antes de venir tú a buscarme? No he visto a ninguno.
-¿Qué dices? replicó la Muerte. ¿No te los he estado enviando uno tras otro? ¿No vino la fiebre que te atacó, te molió y te postró en una cama? ¿No te turbaron la cabeza los vahídos? ¿No te atormentó la gota en todos tus miembros? ¿No te zumbaron los oídos? ¿No sentiste en las mandíbulas las punzadas del dolor de muelas? ¿No se te oscureció la vista? Y, además, y por encima de todo esto, ¿acaso mi hermano el Sueño no te ha hecho pensar en mí noche tras noche? Cuando dormías, ¿no era como si estuvieses muerto?
El hombre no supo qué replicar y, resignándose a su destino, se fue con la Muerte.



El clavo

Un mercader había realizado buenos negocios en la feria. Vendidas todas sus mercancías, regresaba con el bolso bien repleto de oro y plata. Como quería estar en casa antes de que anocheciera, metió el dinero en su valija, atósela detrás de la silla y se puso en camino, montado en su caballo.
A mediodía se detuvo a descansar en una ciudad; se disponía a continuar su ruta cuando el mozo de la posada, al presentarle el caballo, le dijo:
  - Señor, en el casco izquierdo de detrás falta un clavo a la herradura.
- No importa respondió el comerciante. El hierro aguantará las seis horas que quedan de viaje. Tengo prisa.
Por la tarde, tras otro descanso y un pienso al animal, entró el mozo en la sala y le dijo:
- Señor, vuestro caballo ha perdido la herradura del casco izquierdo de detrás. ¿Queréis que lo lleve al herrero?
- Déjalo respondió el mercader; el animal aguantará el par de horas que quedan hasta casa. Llevo prisa.
Y continuó. Mas, al poco rato, el caballo empezó a cojear, luego a tropezar y, por fin, se cayó y se rompió una pata.
El comerciante tuvo que abandonarlo en el camino, cargar con la valija y recorrer a pie el resto del trayecto, llegando a su casa muy avanzada ya la noche.
- ¡De todo ha tenido la culpa un maldito clavo! se dijo.

Apresúrate con calma.



La viejecita

En una gran ciudad, una pobre anciana estaba por la noche sola en su habitación; pensaba en cómo había perdido primero a su marido, luego a sus dos hijos y, poco a poco, a todos sus parientes y amigos; aquel mismo día había perdido al último, quedándose sola y abandonada del mundo entero.
Tan triste estaba la pobre anciana, sobre todo por la pérdida de sus hijos, que incluso llegó a reprochar a Dios.
Permanecía triste y abatida cuando oyó el tañido de la campana que tocaba a maitines. Sorprendida de haber pasado toda la noche en vela, entregada a sus tristes pensamientos, encendió la luz y se encaminó a la iglesia.
Al llegar, el templo estaba completamente iluminado, aunque no por velas y cirios como de costumbre, sino por un resplandor raro y crepuscular. Estaba también lleno de gente, y todos los sitios aparecían ocupados, y cuando la viejecita quiso ocupar el suyo habitual, resultó que el banco estaba lleno.
Y al mirar a aquellas gentes, se dio cuenta de que todos eran parientes difuntos, que estaban sentados allí con sus vestidos de otros tiempos y con los rostros lívidos. No hablaban ni cantaban, mas en la iglesia se percibía un extraño zumbido y rumoreo. Levantóse una tía suya y, acercándosele, le dijo:
- Mira al altar, verás a tus hijos.
La vieja dirigió la mirada al punto indicado y vio a sus hijos: el uno, colgando de una horca; el otro, azotado sobre la rueda.
Y explicó la vieja tía:
- ¿Ves? Ése era el destino que les estaba reservado si hubiesen vivido y Dios no los hubiese llamado a su seno cuando aún eran niños inocentes.

- La vieja regresó temblando a su casa y, cayendo de rodillas, dio gracias a Nuestro Señor por haber hecho las cosas mejor de lo que ella podía comprender. Y a los tres días murió ella también.