sábado, 5 de septiembre de 2015

Repartijas- Por MARÍA ELENA WALSH

   Dos vizcachas salieron de paseo, y les fue muy bien. Cada una se encontró un pedacito de cobija de lana. Pensaron cómo harían para que les fueran más útiles. Al fin resolvieron unir los dos pedazos -y así alcanzarían para las dos juntas-pero no tenían con qué coser.
En eso llegó el zorro y dijo que él había hallado un hilito y que se los daría si lo dejaban taparse. Las vizcachas aceptaron y se pusieron a coser. Cuando llegó la noche estaban muy contentas: no pasarían frío.
Pero el zorro, cuando se fueron a dormir, dijo que él se tenía que acostar enfrente de su hilito para cuidarlo.    Las vizcachas no tuvieron más remedio que decir sí. Y el zorro durmió muy abrigado y las vizcachas se congelaron porque la cobija era demasiado angosta para los tres.
    Este cuento popular me hace acordar de los opinantes que echan a rodar frases hechas, que dicen más o menos así: ¡Cómo se gasta en un festival de cine, cuando los hospitales están a la miseria! ¡Cómo es posible que se derrochen fortunas en mantener el Teatro Colón, cuando los jubilados se mueren de hambre! ¡Qué vergüenza organizar recitales al aire libre cuando hay tantos chicos desnutridos!, etcétera.
   Vergüenza me da que estas falacias sean pronunciadas a menudo por gente productora / consumidora / comentarista de cultura. No reparan en que, cuando la cobijita entera es para el Zorro, no queda para una vizcacha ni para la otra.
   Me explico: cuando una sociedad no se ocupa de su cultura, tampoco se ocupa de las otras necesidades. Y viceversa. Cuando la cultura y la educación están más o menos protegidas, también lo están las otras áreas sociales.
   No importa si esta cobija bien repartida está en manos del Estado, de la iniciativa privada, o de ambos. Eso depende de la estructura política y de otras razones en las que no hace falta abundar.
   Voy a dar un ejemplo, no precisamente primermundista. Costa Rica es un país pequeño y discreto de América Central. Suelen comentarse, y no lo discuto, las bondades de la medicina cubana, pero que un país vecino de la isla sea el primero en América en materia de salud pública... de eso no se habla.
Hace apenas un año -y aunque todo puede cambiar de la noche a la mañana- me reafirmaron en Costa Rica lo que ya sabía por boca de algunos sabios médicos nativos: que era ejemplar la política en materia de salud pública. Y no por eso se descuida la educación primaria, atendida contra viento y marea, ni se cierran sus centros de cultura ni su universidad ni otros focos que irradian todo el bienestar que pueden, dada la pobreza básica y la creciente ola inmigratoria que plantea nuevos problemas de distribución y trabajo.
    No es el único ejemplo, pero sí es notorio que cuando un país desatiende un aspecto del beneficio social descuida todos los otros. Es decir, es la política del Zorro con la cobija ajena.
    Es una falacia pensar que restando presupuesto de una actividad necesaria -y todas lo son- pase automáticamente a aliviar otra. No conozco país que haya cerrado su teatro de la ópera para fundar un hospital de niños. No lo hicieron los comunistas ni los regímenes capitalistas más o menos humanos.
    Las naciones que admiramos o envidiamos no desdeñan la cultura, entre otras cosas porque de ella viven en gran medida. No se trata sólo de los colosales ingresos de la industria disco-gráfica ni de los precios astronómicos de algún cuadro subastado. Se trata de prestigio y derechos humanos, que aunque no se coticen en la Bolsa significan una inversión mucho más rentable de lo que suponen nuestros funcionarios, eternamente itinerantes y militantes de paros turísticos sin descuento de haberes. Si recortáramos más ¡todavía! nuestros fondos de apoyo a la cultura, el ahorro no iría a parar por arte de magia, como creen algunos despistados, al PAMI ni a los hospitales ni al sueldo de los docentes.
Iría a parar, como nos consta, al chanchito-alcancía del Zorro.
    Y un detalle más: si no fuera por los despojos que mantenemos heroicamente en materia de cultura, arte y educación, no alcanzarían las fortunas de toda Arabia Saudita para sostener hospitales psiquiátricos nacionales.
    La cultura -desde la investigación científica hasta el modesto entretenimiento- es lo único que nos permite sobrevivir, o mantener cierto equilibrio de cornisa, en esta menesunda de mensajes truchos, miserias miserablemente orquestadas y malabaristas de pistola en la sisa.
    Algunos quieren convencernos, entre otras necedades, de que hay que restar de un lado para agregar al otro. Daría para todo, debe dar para todos.
    Pero mientras nos entretenemos en estas cuentas mentirosas, el Zorro se queda con toda la cobija y después aunque el cuento no lo diga, se come las vizcachas, vende las pieles, y manda la plata a Suiza.
    O quizá nos pasamos de mal pensados. Por ahí dona el 12,5 por ciento, menos IVA, a un asilo de vizcachitas huérfanas.

Artìculo extraìdo de la revista “Viva”

Shakespeare digital - Por Guillermo Jaim Etcheverry

   Acostumbrados a los progresos de la técnica, nos hemos convencido de que la solución a todos nuestros problemas se encuentra en el futuro. La tecnología, sin duda, simplificará nuestras vidas: podremos hacer más, más rápido y con menor esfuerzo. Pero lo importante, lo que debería preocuparnos, no es tanto el cómo sino el qué hacemos.
  En la escuela, el problema no reside sólo en la naturaleza de la herramienta con que aprenden nuestros chicos, sino en el qué aprenden. Los estudiantes japoneses, que superan a los del resto del mundo en su rendimiento en matemática, son los que menos computadoras encuentran en sus aulas. En ellas se recitan las tablas de multiplicar y, en algunas, todavía se utiliza el ábaco.
  Sin embargo, los padres argentinos han puesto una fe ciega en la computación: una encuesta reciente muestra que sólo el 17 por ciento quiere para sus hijos más días de clase o más horas de clase por día. En cambio, el 90 por ciento no duda en requerir más computación. Es indiscutible que se trata de una herramienta cada día más imprescindible y que dentro de poco su manejo será casi tan importante como saber leer y escribir. Pero no se nos debe escapar que para sentarse frente a una computadora, por lo pronto, hay que saber leer y escribir y, además, pensar.
  El profesor Nicholas Negroponte, director del Laboratorio de Medios de Massachusetts Institute of Technology, en su libro Ser digital, en sus recientes artículos y en sus declaraciones al visitar a Buenos Aires, ha esbozado un alucinante panorama de lo que será el mundo de las comunicaciones en el futuro. Fibras ópticas transmitirán bibliotecas enteras de información en podrán leer simultáneamente el mismo libro.   Desde nuestra casa podremos enviar mensajes a quien se nos ocurra en cualquier lugar del mundo. Recibiremos diarios personalizados, sólo con noticias que nos interesen. La televisión nos ofrecerá alternativas infinitas: a través de cientos de canales, podremos ver al instante lo que sucede en cualquier lugar de la Tierra (lo que nos quieran mostrar, claro). Y así será nuestra vida futura, un paseo deslumbrado por las autopistas virtuales que cubren el globo.
  Pero, ¿habrá 30 millones de personas interesadas en leer los libros que puedan bajar de las autopistas informáticas? ¿Produciremos tantos mensajes originales para enviar a nuestros corresponsales de todo el mundo? ¿Traerán novedades tan importantes los diarios personalizados? Los infinitos programas de televisión que podremos ver, ¿serán una réplica de la chabacanería que hoy nos inunda?
  La clave parece darla el mismo Negroponte al responder a la pregunta acerca de qué puede hacer la computación para mejorar el acceso y el placer proporcionado por una obra de Shakespeare. Responde: "No tengo mucho interés por Shakespeare. Pero la tecnología podrá encontrar medios para tornarlo más interesante para mí".
  Despertar el interés por Shakespeare o por la cultura en general no constituye un desafío tecnológico. Es una aventura radicalmente humana. Negroponte no tiene mucho interés por Shakespeare. Le atrae, en cambio, el vehículo tecnológico. Es como si alguien afirmara: "No me interesa Velásquez, yo estoy preocupado por los pinceles".


Artìculo extraìdo de la revista “La Naciòn”