sábado, 10 de octubre de 2015

Lo que quedó en la casa - Por Iván Ieséj

   Cada vez hace más frío en esta pieza. Y eso que estoy tapado con dos frazadas. Es terrible, casi no se puede aguantar. Me pregunto para que vengo a esta casa año tras año. ¿Para recordarlos a todos? Si la hubiera puesto en venta ahora estarían otras personas, otros muebles, otras sábanas, otras conversaciones. No podría tocar el timbre y decirles “¿Me permite pasar y ver la casa? Es porque me trae recuerdos de familia ¿Sabe?” Porque el tipo me cerraría  la puerta en plena cara o me diría secamente que no y así no tendría que venir a recordar como un enfermo que allí viví con una familia, en una cocina donde tantas veces el olor a comida nos reunía como moscas, o aquella sala donde discutíamos (¡Que no oigan los vecinos! ¡Qué van a decir!) O en las piezas con sus mullidos tumbas que parecían pasadizos de tiempo.
    Cada lugar de la casa tenía un sonido diferente. Nuestro cuarto sonaba como una picadora de carne en plena tarea con su manija bien aceitada. Carne que iba deslizándose suavemente por la enlozada boca de la puerta hasta mezclarse sobre el ancho colchón en una pulpa breve. Sin ruido casi. En la pieza de las nenas, lugares donde casi nunca ponía un pie más de 2 o 3 horas, había una mezcla de campanillas indiferentes y fantásticas. El living sonaba a Strauss. A Richard, no a Johannn, mientras que el parque, pacífico e inmenso, llenaba de los sonidos de la casa para luego sepultarlos prolijamente y con malicia en la tierra.
    Cada vez tengo más frío. No puedo pegar un ojo, y eso que puse la radio del Sodre y me encajé delante de los ojos una antología de cuentos fantásticos y una edición comunitaria de autores ignorados. No hay caso. Insomnio, frío y bronca se llevan de la mano. Tiro los libros, apago la luz y miro la pieza. Trato de adivinar dónde estaban los muebles. Aquí estaba el ropero y allá, el escritorio. El techo, ¿estará todavía? Giro mi cabeza y recién noto que mis hijas le habían pegado estrellas fosforescentes que aún brillan como si recién las hubiera puesto.
    No sé por qué de repente siento que no estoy dentro de la casa sino en el parque, lejos, cerca de la tierra húmeda. Me veo discutiendo con mi mujer. Solía hacerlo casi de seguido, como un deporte: en la cocina, en el living, en el dormitorio y hasta en el parque de la casa. Cuando trabajaba o cuando estaba ocioso ¡qué sé yo!     Si le digo eso a cualquiera que quiere comprar la casa va a pensar que estoy loco. Si la hubiese vendido me hubiera tenido que volver sin remedio y no estar como ahora maldiciendo el frío y esta ocurrencia estúpida de venir a ver el vacío y conversar con la nada.
    Arropándome, me doy vuelta hacia la ventana. Estoy casi por dormirme cuando de repente algo me sobresalta. Oigo un rumor allá lejos, como de varios árboles que caen hacia un lugar muy profundo, húmedo y frío. No sé por qué me vino el recuerdo de cuando estábamos en la casa. Uno va apilando gestos inconscientemente, como si nada. Sin pensar más allá del día que comienza y termina en sí mismo. El despertador, desayuno, trabajo, almuerzo, otra vez trabajo, un mate y una cena. Dormir. Otra vez empezar al mismo ritmo, mientras oigo las mismas canciones, las mismas palabras y los mismos rituales. Y otra vez las discusiones. Discutir en el comedor, en la cocina, en la pieza. Antes de dormir y después de dormir. Discutir con palabras o con cuchillos.
Clelia y Andrea, mis hijas, solían dormir asustadas en este cuarto. Por el frío.         Ahora las entiendo. Hay demasiadas corrientes de aire que buscan como almas decir algo a quien se les cruce. Sí, y el techo con estrellas pegadas y fosforescentes no deja salir siquiera un latido del corazón, como atrapándolo.
    Me doy vuelta otra vez. Aquí solía estar un equipo de música al que iba subiéndole el volumen cuando estaba enojado. Tiraba todas las cosas sobre la mesa mientras lo ponía casi al máximo. Una mala costumbre, porque más de una vez los vecinos me gritaban que lo apagase Una vez casi me tiraron la puerta abajo. Claro, si hubiera vendido esta casa, el nuevo dueño estaría al tanto de todo y no me dejaría entrar ni siquiera al living. ¿Qué podría hacer? Mejor que no la vendí - pienso ahora - porque nadie hubiera querido comprarla.
    Duermo un poco, quizás hayan sido unos minutos, quizás un par de horas ¿Quien sabe? Me despierta un viento helado y un olor a tierra fresca, como si fuese a llover. Pero no llueve. Me acuerdo de Richard Strauss. Muerte y Transfiguración.     Creo oír la melodía con claridad. Me sorprende que la recuerde tan nítidamente, aún con el ruido de fondo de unos timbales que dan la sensación de varios árboles que caen pesadamente en tierra. En un pozo profundo de la tierra. Una tierra húmeda y viscosa que se cierra en sí misma como si no hubiera remedio. Y esa huida apresurada. Ese llorar vacío de respuestas. Por eso el irse les hizo bien, mejor si se hubieran ido antes, porque las quejas de los vecinos o la música tan fuerte hubieran terminado de disolver toda la casa. Y ese frío, que me va poniendo incómodo, y ese amanecer que no llega.
    Una ráfaga de viento afinada como una orquesta abre las ventanas y entran de repente unas cuantas hojas como si en ellas estuvieran escritos nombres.     Salen de ningún lugar y de todos, o de lo más profundo del bosque, como si alguien me reconociese luego de tantos años. Mejor - pienso mientras cierro la ventana - que no la vendimos. Mejor. Puedo venir tantas veces como quiero y tratar de dormir, de sentir frío y quizás nostalgia. La cama, los muebles, el techo, el fondo y los árboles, giran, sin remedio alrededor de un recuerdo oculto. Un verdadero tesoro sediento de secretos.

Corazón arrancado Por Diego Miró Quesada Mejía- Perú

¿Serás real alguna vez?
le preguntó el hombre a la divinidad.
Sólo si tu corazón lo cree
le contestó ésta llevándose la mano al pecho.
Entonces el hombre se arrancó el corazón
y toda esperanza quedó perdida.

El lago secreto Por Héctor Fuentes

Una mirada es mojar
el alma en el lago secreto del otro.

Es volverse aire
que ingresa por un cuerpo
y b recorre con asombro.
Una luz se filtra por el vidrio
que separa tu mundo del mío,
y entonces los papeles se conmueven
hasta sangrar la tinta
de un poema escondido.

El deseo es una boca
sobre otra boca
robándole palabra incomprensibles,
El deseo es una boca
abriéndose a la intemperie
de lo desconocido.

Quien ama
entra con sus estrilas
en una constelación y desafía
el orden del universo.

Unos y otros Por María Neder

Desvían la mirada hacia abajo
se hacen los que no entienden,
fingen una cierta cortesía en pocas palabras
falta el tono,
esa nota de la cuerda interior
que no suena

pero hay días diferentes
según el viento si viene del sur
y humedece la aridez
en una sonrisa breve
y desvían la mirada hacia abajo

pues hay que mirar la tierra
el surco heredado
la angostura de una senda
invadida hace siglos
y cuando miran a los ojos
están viendo aún las imágenes errantes
de los abuelos al norte

El Antigal Por Ariel Petrocelli

En tus viejos brazos se quedó el ayer
rescoldo del alma arisca que se fue.
El tiempo en tus manos solas
quedó tendido sobre la luz.
Sangre reseca en la mañana,
llorando siglos a la voz del sol
el grito inca estremeció el dolor.

Silencio descalzo por tu cuerpo va,
las piedras al viento le roban la sal,
los grillos duermen la tarde,
oro desnudo del cerro atrás.
Cavó la boca de tu noche
el oscuro acero de tu negra piel,
para dormirse entre la soledad.

Llorando al calor el llanto del indio
es un manantial febril mojando El Antigal.
Lluvia que viene de Dios.
Antiguo cansancio, lento su andar,
tiene una lanza por el cardón,
y en sus espinas dejó las manos
para la sangre con otro dolor,
y al rayo loco dio su corazón.

El destino de tu nombre fue final
y la luna aquella ya no alumbra más.
La hembra cerró su vientre,
y por la frente se desangró;
dejó sus huellas hacia el norte,
buscó el camino para allá morir,
y como madre lloró también su mal.

Ronda por adentro el "amo sideral".
Anda por tus venas desde que se fue.
Levanta tus ojos negros
para cubrirte muerto y leal.
Clavó su pecho en la roca
como una herida, sin gritar su voz
se oyó en el cielo hecha una maldición.

Llorando al calor el llanto del indio
es un manantial febril mojando El Antigal.
Lluvia que viene de Dios.
Antiguo cansancio, lento su andar,
tiene una lanza por el cardón,
y en sus espinas dejó las manos
para la sangre con otro dolor,
y al rayo loco dio su corazón.

Tía Doris Por Héctor Berenguer-Rosario

Entre nosotros.
la vida siempre fue
distante,
bajo este cielo
donde la cruz del sur
todo lo hace lo distancia.
Nosotros también fuimos esquivos
de signos de amor convencional.

Pero puedo verte
aun,
puedo imaginarte
despojada ya de todo cambio.

Se que no hay orden
en las cosas posibles,
solo perviven signos intangibles.

Islas secretas de lenguaje deslumbrado
allí donde antes hubo voces veneradas.

Tengo la dulce impresión de haberte conocido,
en un cara a cara junto a tu gran pedagogía
y nada más...

Uno se embriaga de esos venenos que no matan
pero señalan la caducidad del tiempo.

Hay una vieja fotografía
donde pareces Ingrid Bergman,
inmaculada...
Junto a tu máquina de coser
en el fondo se ven los viejos libros
entre pulcras ropas
ya olvidadas.

El limonero en flor,
señala que es próximo el invierno...
Al fin que importa el tiempo
cuando todo se cumple
y morir es solo un detalle necesario
como pasar por delante
para decir adiós, nos vemos,

Reivindicaciones Por Gerardo Barbieri

...
es que aún insisto en recobrar aquel espacio
de sorpresas compartidas
en volcar, en un abismo de olvido,
celos
y furias.

Por eso espero tu venida en un canto petrificado
y tiemblan mis labios
con palabras saturadas de ardores
que auguran tu nombre
junto al mío.

Por eso cuando veo tu cuerpo acercarse
en ráfagas insistentes de postergado deseo
entre remembranzas de encuentros y despedidas
de trenes arribando a plataformas vacías
de días helados por tu falta
tras la invocación de tu sonrisa (ahora próxima)
-cielo azul
sobre montañas cubiertas de lengas, nevadas en la cima
y vos
-atino a pronunciar frases que apenas cobran sentido para mí.
Por eso
cuando llegas
y sin explicación aparente la ciudad misma parece ignorarnos
 y el fragor del tránsito despeja
por un instante
un sendero exclusivo para este encuentro
en plena calle
de pie
marcado por cientos de amaneceres atravesados en vano
al fin
te abrazo.

                                                                                      (De su libro “Furores”)