sábado, 13 de febrero de 2016

Líos y Malandanzas de Napoleón Verdadero Por César Bruto (Seudónimo de Carlos Warnes)

POR METERME A REDENTOR


Veintiséis personas presenciamos aquel accidente, ocurrido en el Boulevard des Etíopes, en la república, de Lío Traslío. El hecho se produjo de la siguiente manera: un pasajero que viajaba sentado sobre el guardabarros de un ómnibus fue despedido con violencia y cayó bajo las ruedas de un colectivo. Chirridos de frenos, gritos, desmayos, un hombre magullado en el suelo y un agente de policía que llegó al lugar, abriéndose paso con su estridente característica:
- A ver, despejen, despejen...  ¡Abran paso, les digo!
Los veintiséis testigos permanecimos en el lugar, con ese gesto de superioridad que adatan los que han visto un ensayo en privado o asistieron a una "premíere" de gala.
- A ver, a ver. . . - el agente paseó su policial  mirada  por la  multitud y,  finalmente,  la detuvo en nuestro grupo.  ¿Quién ha visto algo de lo ocurrido?
Mis Veinticinco co-espectadores del accidenta tomaron otras tantas actitudes de indiferencia, desde la minuciosa elección de un cigarrillo hasta la búsqueda de una pelusa en el traje. ¡Y aquello ocurría en medio de la calle y bajo un letrero que decía: "¡Secunde a la policía de Lío Traslío!"
- Vea,  agente,  este,.,   yo...   - empecé a decir, pero un fuerte codazo  recibido en e! riñón flotante derecho me obligó a callar.
- ¡No sea infeliz, hombre! - dijo una voz en mi oído. - ¡Hágase el burro!
- ¿Quién habló ahí? - vociferó el astuto defensor del orden. - A ver, a ver, ¡hablen pronto o procedo con todos!
Miré otra vez al cartelíto que invitaba amablemente a colaborar con las autoridades, y adelantando un paso exclamé:
- Yo fui, agente: he presenciado el hecho con sus menores detalles.
En ocho cuadras a la redonda se produjo un silencio tal que se habría podido oír la respiración de un bacilo de Koch.
- ¿Cómo? - explotó al fin el agente.
- ¿Usted presenció todo y todavía lo declara con tanta frescura?
- Sí amigo mío: el destino se dignó elegirme para mostrarme una de sus obras maestras, y no hay nada más.
- Así que usted confiesa todo, ¿eh?
- Mi propósito  es  secundarle en su  labor, estimado agente, y...
- ¡Bueno, basta! ¡Arriba las manos! Marcha, marcha para la comisaría...! Y no te hagas el loco porque te estoy  apuntando con la automática y la fulana esta es muy celosa! Camina, te digo...
A tres cuadras del lugar estaba la comisaría, y durante el trayecto recogí distintas impresiones del público que me veía pasar con las manos en alto y seguí lo por el vigilante. En la primera cuadra, la gente decía:
- Dicen que presenció un accidente y se ofreció corno testigo del   lecho.
- Pobre   hombre, debe ser  extranjero, seguramente.
Cien metros más allá, mis acciones habían sufrido una considerable baja:
- Dicen   que   el   tipo   ese   fue   sorprendido cuando intentaba huir,  después de haber provocado un accidente que produjo una mortandad en el Boulevard des Etíopes.
- ¡Canalla! Las madres de los hombres como ése no deberían venir al mundo, así no tendrían la vergüenza de tener semejantes hijos...
Traté de reunir toda ¡a materia gris para resolver aquel jeroglífico, pero a los cincuenta metros oí algo más importante:
- Dicen  que este salvaje arrojó a  un hombre debajo de un colectivo y después  atentó contra la policía.
- Así es: yo lo vi.. Si no lo desarman a tiempo, no deja un ser viviente en la ciudad...
Como no podía ser de otra manera, fui conducido al Departamento Centra! de Policía, donde quedé rigurosamente incomunicado y a disposición del juez de turno De los diarios, de la fecha conservo algunos recortes, uno de los cuales reproduzco: "Después de una espectacular persecución, el agente Primitivo Caverna consiguió detener al sujeto Napoleón V.,  causante   de   la   terrible tragedia ocurrida en el Boulevard des Etíopes.
El  detenido despertó las  sospechas del agente cuando se ofreció como testigo de un accidente. Importancia, torpe ardid puesto en práctica para eludir al dedo acusador de la Ley, dedo que le  estaba  señalando  desde la profundidad de todos los códigos.
"El malhechor incurrió en un error fatal: olvidó o ignoraba que en nuestro país la gente prefiere morir antes de secundar a la policía. Un hombre que declara haber sido testigo de cualquier casa, como lo hizo el tal Napoleón V., por fuerza debe ser un simulador peligroso."
Mi primera entrevista con una comisión de empleados, produjo esta lamentable conversación:
- Confesa, maula: ¿vos pertenecías a la banda del Lampeao?
- ¡No, no y no!  ¡Yo vi cuando el  hombre cayó del ómnibus y lo aplastó el colectivo!
- No mientas, malevo. ¿Qué hiciste durante la tarde del 11 de mayo de 1917?
- ¡Qué sé yo! Estaría en la escuela...   No olviden que entonces yo tenía 12 años de edad.
- ¡Mientes, canejo! Aquel día fue feriado y no hubo clase!
- ¡Cómo quieren que recuerde lo que ocurrió hace 21  años! Lo único  que yo sé es  que  el hombre fue a parar debajo del colectivo cuando cayó del ómnibus.
- ¡Todos dicen lo mismo!... ¿Crees que nos vas a engañar con ese cuento? Aquí nadie se ofrece como testigo... ¡No sabes en la que te has metido!
Me levantaron la incomunicación y me condujeron a un calabozo destinado a los testigos espontáneos. Seis o siete tipas, a cual con más aspecto de infeliz, ocupaban aquel lugar. El movimiento de terror fue general cuando me vieron entrar, pero después de un rato y habiendo constatado que yo era tanto o más infeliz que ellos, el más audaz se acercó y me dijo:
- Buenas  noches,  señor:  pierda   usted  toda clase de recelos y póngase cómodo como en su casa.
- Gracias,   caballeros, estoy bien  así...
-¿El  señor también ha  sido arrestado por meterse a testigo?
- Sí, caballero: yo soy el del accidente en el Boulevard des Etíopes.
Un estremecimiento de espanto sacudió a mis compañeros de calabozo, y varios ensayaron un movimiento de protección, colocándose un brazo delante de la cabeza.
- ¡El testigo del Boulevard des Etíopes! -exclamaron los más valientes.
- ¡Pero yo no soy un criminal, señores! Yo presencié un accidente y nada más!
- Lo creo, señor, pero su caso es tremendo... Usted, en medio de un millar de personas y en plena  calle,  tuvo la osadía de declarar que lo había visto todo. ¡Y ahora quién sabe la que le espera!
- Protestaré,   me   quejaré...   ¡No   hay derecho!
- El error está en pisar el palito y ofrecerse como testigo de cualquier hecho. Yo, estimado señor,  estaba  presente  cuando  un  vecino  mío le propinó una  feroz  paliza a  su mujer,  hace de esto ocho meses...    la mujer se restableció y declaró que se había caído de  una escalera, produciéndose aquellas Heridas. ¡Y ahora el matrimonio es más feliz que nunca y yo estoy detenido por falso testimonio!
- Y yo - dijo un tercero, deseando desahogarse con el relato de sus desgracias, - yo presencié la fuga del gerente del "Chop Doble Bank of the Chuquisaca", cuando se llevaba dos millones de pesos. Ahora el tipo está en París divirtiéndose, el nuevo gerente espera que hayan otros dos millones para reunirse con él, y yo..., bueno ¡alguno debe estar en la cárcel!
-¡No, no puede ser! Esto es espantoso... ¡Siento que voy a enloquecer, Dios mío!
...
Afortunadamente, diez meses después el asunto se arregló a satisfacción de todos. Pagué sendas indemnizaciones al colectivero, a la compañía de ómnibus y al accidentado. Publiqué varias declaraciones negando haber presenciado jamás accidente alguno, y mucho menos en el Boulevard des Etíopes... y un buen día recobré la libertad, aquella preciosa libertad que tan tontamente había pignorado por seguir el mefistofélico consejo del cartelito: "Secunde a la Policía"
¡Y así vea llover barriles de dinamita, no me pescan en otra, no!

El método Schartz. Metterklume Por Saki (Hector Hugh Munro)

Lady Carlotta alcanzó el andén de la pequeña estación situada al costado de la vía, y dio una o dos vueltas recorriendo de un extremo a otro su riada interesante extensión, para matar el tiempo hasta que el tren se dignara proseguir su camino. Entonces vio, en la ruta paralela, un caballo que luchaba con una carga más que abundante y uno de esos carreteros que parecen profesar un odio sombrío hacia el animal que los ayuda a ganarse la vida. Lady Carlotta se trasladó con prontitud a la cita para poner las cosas en su sitio. Algunos de sus conocidos solían amonestarla insistentemente porque creían que no era conveniente intervenir en favor de un animal maltratado, y sostenían que tal interferencia "no era asunto suyo". Una sola vez ella había puesto en práctica la doctrina de la no intervención: fue cuando una de sus más elocuentes defensoras estuvo sitiada durante casi tres horas por un cerdo furioso en un pequeño espino, sumamente incómodo, mientras lady Carlotta, al otro lado de la cerca, proseguía con la acuarela a la que estaba dedicada y se negaba a interferir entre el cerdo y su prisionera. Es muy probable que haya perdido la amistad de la dama, finalmente rescatada. En esta ocasión solo perdió el tren, que dio por primera vez en todo el trayecto una señal de impaciencia y partió sin ella. Lady Carlotta soportó la deserción con una indiferencia filosófica; sus amigos y parientes ya estaban acostumbrados al hecho de que el equipaje arribara sin su dueña. Telegrafió un vago y evasivo mensaje a su lugar de destino para decir que llegaría "en otro tren". Antes de que tuviera tiempo para pensar cuál podría ser su próximo paso, se encontró frente a una dama de imponente atavío que parecía estar haciendo un detenido inventario mental de su vestimenta y su apariencia.
- Seguramente usted es la señorita Hope, la institutriz que he venido a buscar -dijo la aparición, en un tono que no admitía demasiados cuestionamientos.
"Muy bien, si debo serlo, lo seré", se dijo lady Carlotta con peligrosa mansedumbre.
- Soy la señora Quabarl  -prosiguió la dama-. ¿Y dónde está su equipaje?
- Se ha extraviado  -dijo la supuesta institutriz, apelando a esa excelente ley de la vida que consiste en echar siempre la culpa a los ausentes; a decir verdad, el equipaje se había comportado con perfecta corrección-. He telegrafiado hace un momento al respecto -añadió, aproximándose más a la verdad.
- ¡Qué irritante!  -dijo la señora Quabarl-. ¡Estas compañías ferroviarias son tan descuidadas! No obstante, mi criada puede prestarle lo que necesite para la noche -e inició la marcha hacia su automóvil.
Durante el trayecto a la mansión de los Quabarl, lady Carlotta fue admirablemente instruida sobre la naturaleza del cargo que se le había confiado; se enteró de que Claude y Wilfrid eran criaturas delicadas y sensibles, de que Irene poseía un temperamento artístico sumamente desarrollado y de que la personalidad de Viola era, de algún modo, muy común entre los niños de su clase y estilo en el siglo xx.
-Deseo no solo que se les enseñe -dijo la señora Quabarl-, sino que se interesen por lo que aprenden. En las lecciones de historia, por ejemplo, debe usted procurar que sientan que están conociendo la experiencia vital de hombres y mujeres que vivieron en realidad, y no simplemente aprendiendo de memoria un cúmulo de nombres y de fechas. Desde luego, espero que les hable usted en francés, a la hora de las comidas, varias veces a la semana.
- Hablaré en francés cuatro días a la semana, y en ruso los otros tres.
-¿Ruso? Mi querida señorita Hope, nadie en la casa habla ni entiende ruso.
- Eso no me molestará en lo más mínimo  -dijo fríamente lady Carlotta.
A la señora Quabarl -por usar una expresión coloquial se le bajaron los humos. Era una de esas personas falsamente seguras de sí, que se manifiestan soberbias y despóticas mientras no encuentran una oposición seria. EÍ menor signo de inesperada resistencia contribuye mucho a dejarlas intimidadas y avergonzadas. Cuando la nueva institutriz prescindió de expresar una pasmada admiración ante el lujoso automóvil, recién adquirido, e hizo alusión de paso a las superiores ventajas de una o dos marcas que acababan de ser lanzadas al mercado, el desconcierto de su patrona resultó casi degradante.
Sus sentimientos fueron similares a los que podía haber experimentado un general de la Antigüedad  al ver corno los guerreros con hondas y jabalinas eliminaban del terreno al más pesado de sus elefantes de batalla.
Esa noche, durante la cena, y aun contando con el refuerzo de su esposo, que por lo general compartía sus opiniones y le prestaba  incondicionalmente su apoyo  moral, la  señora  Quabarl no recuperó nada del terreno perdido. La institutriz no solo se sirvió vino a su gusto, sino que se expresó con muestras de considerable conocimiento crítico acerca de diversas materias vinícolas, sobre las cuales los Quabarl sabían poco y nada. Las institutrices anteriores habían limitado su conversación sobre el tema de los vinos a una preferencia por el agua, respetuosa e indudablemente sincera. Cuando la actual llegó al extremo de recomendar una firma de vinos en cuya calidad se podía confiar sin miedo a equivocarse demasiado, la señora Quabarl consideró que era tiempo de encauzar la conversación hacia cuestiones más comunes.
-Hemos recibido muy buenas referencias suyas por parte de Canon Teep -apuntó-; un hombre excelente, en verdad.
-Se emborracha a diario y le pega a su mujer; por lo demás, es una persona muy querible - dijo la institutriz, imperturbable.
- ¡Mi querida señorita Hope! Sin duda está usted exagerando - exclamaron al unísono los Quabarl.
-Hay que admitir que existe un cierto grado de provocación prosiguió la comediante. La señora Teep es la jugadora de bridge más irritante con la que me ha tocado jugar; sus marcas de palo y sus apuestas harían perdonar un cierto grado de brutalidad en su pareja, pero verter sobre ella el contenido del único sifón existente en la casa un domingo por la tarde, cuando es imposible conseguir otro, indica una indiferencia por el bienestar de los demás que no puedo de ninguna manera pasar por alto. Tal vez se rué impute apresuramiento en mis juicios, pero en realidad los abandoné debido al incidente del sifón.                                      
- Hablaremos de esto en alguna otra ocasión -dijo precipitadamente la señora Quabarl.
- Jamas volveré a mencionar el tema -dijo la institutriz con decisión.
El sector Quabarl efectuó una oportuna maniobra preguntando qué tema de estudio se proponía iniciar la nueva institutriz a la mañana siguiente. -Historia, para empezar le informó ella. ¡Ah, historia! -observó él con tono sabio-. En su enseñanza de la historia debe usted procurar que ellos se interesen por lo que aprenden. Debe hacerles sentir que están conociendo la experiencia vital de hombres y mujeres que vivieron en realidad...
-Ya le he dicho todo eso -intervino la señora Quabarl.
-Yo enseño historia por el método Schartz-Metterklume dijo la institutriz con altanería.
- ¡Ah, sí! dijeron sus oyentes, considerando adecuado mostrar que conocían, por lo menos, el nombre.
-Niñas: ¿qué están haciendo aquí afuera? -inquirió la señora Quabarl a la mañana siguiente, al encontrar a Irene con cara de pocos amigos sentada en lo alto de las escaleras, mientras su hermana, casi cubierta por una alfombra de piel de lobo, permanecía atrás, encaramada "sobre el asiento interior del ventanal en actitud de abatida contrariedad.
- Tenemos una lección de historia fue la inesperada respuesta-. Se supone que yo soy Roma, y Viola ahí arriba es la loba; no una loba de veras, sino la imagen de una a la que los romanos solían dar importancia... Me he olvidado por qué. Claude y Wilfrid han ido a buscar a las sabelinas. - ¿Las sabinas?'
- Sí, tienen que raptarlas. Ellos no querían, pero la señorita Hope tomó una de las raquetas de papá y dijo que les daría una buena paliza si no lo hacían; así que allá fueron.
Un estridente y furioso griterío que llegaba desde el prado atrajo hacia allí, a toda prisa, a la señora Quabarl, temerosa de que en ese mismo momento pudieran estar recibiendo el castigo. El alboroto, sin embargo, provenía sobre todo de las dos pequeñas hijas del jardinero, arrastradas y empujadas hacia la casa por los jadeantes y desaliñados Claude y Wilfrid, cuya tarea resultaba aún más ardua debido a los ataques incesantes, aunque no muy eficaces, del hermanito de las vírgenes cautivas. La institutriz, raqueta en mano, permanecía inconmovible, sentada sobre la balaustrada de piedra, presidiendo la escena con la fría imparcialidad de una diosa de las batallas. Un furioso y repetido coro de "se lo contaré a mamá" surgía de las hijas del jardinero, pero la mamá-jardinera, que no oía bien, estaba por el momento concentrada en su palangana. Tras haber echado una mirada aprensiva en dirección a la cabaña del jardinero -la buena mujer estaba dotada del temperamento sumamente belicoso que es a veces el privilegio de la sordera-, la señora Quabarl se dirigió con indignación a rescatar a las cautivas, que seguían forcejeando.
- ¡Wilfrid! ¡Claude! Suelten inmediatamente a esas niñas. Señorita Hope, ¿qué demonios significa esta escena?
-Historia romana primitiva; las sabinas, ¿comprende? Es el método Schartz-Metterklume para que los ' niños entiendan la historia protagonizándola; la fija en su memoria, ya sabe. Desde luego, si gracias a su interferencia los chicos van por la vida creyendo que las sabinas finalmente se escaparon, no se me puede hacer responsable.
- Puede que sea usted muy lista y muy moderna, señorita Hope -dijo con firmeza la señora Quabarl -, pero querría que se fuera usted de aquí en el próximo tren. Se le enviará su equipaje tan pronto como llegue.
- No sé muy bien dónde estaré durante los próximos días -dijo la ex instructora de la juventud-; conserve usted mi equipaje hasta que le telegrafíe mi dirección. No es más que un par de baúles y algunos palos de golf, y un cachorro de leopardo.
-¡Un cachorro de leopardo! -exclamó sofocada la señora Quabarl. Hasta en el momento de su partida, aquella persona extraordinaria parecía destinada a dejar tras de sí una estela perturbadora.
-Bueno, ya ha dejado más bien de ser cachorro; está bastante crecidito, ¿sabe usted? Un ave por día y un conejo los domingos es lo que suele comer. La carne cruda lo excita mucho. No se preocupe de disponer el auto para mí; tengo muchas ganas de caminar.
Y lady Carlotta se alejó a grandes pasos de! horizonte de los Quabarl.
La llegada de la genuina señorita Hope, que se había equivocado en cuanto al día que debía presentarse, ocasionó un alboroto que la buena señora no estaba en absoluto acostumbrada a provocar. Evidentemente, la familia Quabarl había sido lastimosamente burlada, pero sintió cierto alivio al saberlo.
-¡Qué fastidio para ti, querida Carlotta! -exclamó su anfitriona cuando la retrasada huésped finalmente arribó-. ¡Qué gran fastidio perder el tren y tener que pasar la noche en un sitio extraño!
-¡Oh, no, querida! -dijo lady Carlotta-, ningún fastidio... ¡para mí!